El 12 de julio de 2019, una niña de doce años de Gresik (Indonesia), Aeshnina Azzahra, escribió una carta al presidente de EE.UU. Donald Trump. La carta fue entregada a la embajada estadounidense en Jakarta y publicada en la prensa. “Mi país”, escribió, “es el segundo mayor contribuidor de desechos en el mundo. Y parte de esos desechos son sus desechos”. Luego, hizo tres preguntas poderosas y sinceras: “¿Por qué siempre exportan sus desechos a mi país? ¿Por qué no se hacen cargo de sus propios desechos? ¿Por qué tenemos nosotros que sentir el impacto de sus desechos?”.
Carta a Donald Trump de Aeshnina Azzahra, de doce años
Trump ha hecho comentarios desagradables sobre cómo los países asiáticos son los mayores contaminadores del planeta. Con su manera estremecedoramente ignorante, Trump dijo que Estados Unidos usaría su poder para prevenir que los asiáticos destruyeran el planeta.
El gobierno de Malasia reaccionó inmediatamente a los comentarios de Trump. Bloquearon la entrada a aguas malasias a los barcos que llevan basura de Estados Unidos. El futuro de esos barcos, y de su cargamento tóxico, no está claro. Hay un número desconocido de barcos en todos los océanos trasladando basura desde Estados Unidos —y otros países occidentales— hacia países que están forzados a comprar esta basura y que no tienen a tecnología ni la voluntad de procesarla.
Aeshnina Azzahra, de doce años, se preocupa por las ballenas que son estranguladas por los residuos plásticos. Hay 8.300 millones de toneladas métricas de desechos plásticos que forman una soga alrededor del planeta. De ellos, 150 millones de toneladas son lanzadas a los océanos. La mayor parte de los residuos plásticos (el 78%) de Estados Unidos va a países que los queman.
Los desechos son un problema serio. Un informe del Banco Mundial estima que la humanidad produce 2.010 millones de toneladas métricas de basura al año. Para 2050, esa cifra aumentará en un 70% hasta alcanzar los 3.400 millones de toneladas métricas. De esta basura, solo el 13.5% es reciclada, mientras solo es 5.5% se composta. Así, el 81% de esta basura es descartada en vertederos o incinerada. Si continuamos a este ritmo, necesitaremos nuevos planetas como vertederos.
Miembros de la asamblea del barrio de Kōtō supervisando la entrada de camiones de basura a su barrio, 22 de mayo de 1973. Fotografía de Mainichi Shimbun
Pero el imperialismo tiene una geografía para la basura. Esto es algo que Aeshnina Azzahra, de doce años, sabe. Sus tres preguntas son agudas y claras: ¿por qué Occidente exporta su basura a las naciones más pobres? No es preciso decir que los seres humanos producen basura. Ciertos seres humanos producen más basura que otros. Estados Unidos, con un 5% de la población mundial, produce el 40% de la basura del mundo. En 1991, el economista principal del Banco Mundial, Larry Summers (posteriormente secretario de Hacienda de EE.UU.), escribió un memorando que hacía el elegante punto que sigue: Occidente tiene un excedente de dinero y un excedente de basura, mientras las naciones más pobres tienen un déficit de dinero y de basura; ¿por qué no permitir, por lo tanto, que se pague a las naciones más pobres para que reciban basura? La escala de la producción de basura —radicalmente mayor que en la época precapitalista— ha resultado en la mercantilización de la basura. Hay grandes negocios globales para desechar la basura, incluyendo la exportación de esta basura de una parte del mundo (Occidente) a otra (las naciones pobres).
El memorando de Summers llegó en un momento en el que los países de África, Asia y Latinoamérica habían comenzado a prohibir la importación de basura. En 1988, la Organización para la Unidad Africana hizo un llamado a la prohibición, que se hizo efectiva en 1991 con el Convenio de Bamako. Sesenta y nueve países de África, el Caribe y el Pacífico ya habían prohibido la importación de residuos con la Convención de Lomé en 1989. Fue a esta tendencia contra el comercio de basura que Summers respondió con su memorando racista (y profundamente ansioso).
El Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) —establecido en 1972— tiene como parte de su mandato la vigilancia del tráfico de basura transfronterizo. Las corporaciones multinacionales que comercian con químicos y residuos han obstaculizado su trabajo. Greenpeace abordó el tema de la basura con fuerza a partir de la década de los 80, incluyéndolo en la agenda, lo que dio como resultado el Convenio de Basilea sobre el control de movimientos transfronterizos de desechos peligrosos y su eliminación (el tratado de la ONU fue aprobado en 1989 y adoptado en 1992).
En 1994, en la segunda Conferencia de las Partes del Convenio de Basilea, la Unión europea se unió a los países del G-77 (el bloque del tercer mundo en las Naciones Unidas) para prohibir el comercio de desechos peligrosos desde países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) —que incluye a Occidente y Japón— hacia países que no son parte de la OCDE. Australia, Canadá y Estados Unidos hicieron un lobby intenso contra esta prohibición. En enero de 2018, China prohibió todas las importaciones de basura, la que ahora se va en mayores volúmenes a Indonesia y Malasia, donde la actual disputa continúa.
Entre La situación de la clase obrera en Inglaterra (1884) de Friedrich Engel y La primavera silenciosa (1962) de Rachel Carson, ha habido una generalización de la conciencia sobre el lado tóxico del desarrollo del capitalismo. Pero lxs trabajadorxs y campesinxs no necesitaban el análisis de Engels o Carson para explicar los residuos nocivos de las fábricas o la violencia terrible de los pesticidas químicos y los fertilizantes.
La basura que se pudre en la superficie de la tierra es la apariencia del problema. La esencia del problema es la necesidad de nuestro sistema socioeconómico de vender mercancías perpetuamente, y luego disminuir su vida útil, de modo que se compren más mercancías para reemplazarlas, y así las mercancías desechadas se unen a sus hermanas en las montañas de basura en la tierra y en las islas de basura en los océanos.
En 1955, el Journal of Retailing señaló que el sistema requería que “las cosas sean consumidas, quemadas, usadas, reemplazadas, y desechadas en un ritmo en permanente aceleración. Necesitamos que la gente coma, beba, se vista, conduzca y viva con un consumo cada vez más complicado y, por lo tanto, cada vez más caro”. Esto es lo que Vance Packard, en Los fabricantes de basura (1960), llamó “obsolescencia programada”. “Hacemos buenos productos”, escribió Packard. “Inducimos a la gente a comprarlos, y luego el año siguiente introducimos deliberadamente algo que volverá esos productos anticuados, arcaicos, obsoletos”.
La basura, desde el punto de vista del capitalismo, es una “externalidad”. Las empresas capitalistas saquean la naturaleza para obtener recursos y botan los desechos de vuelta a la tierra. Los costos de este saqueo y estos desechos no son considerados en el balance de las empresas. Son considerados “costos externos”. La velocidad de la producción de mercancías, como parte de la necesidad por una acumulación interminable de ganancias, genera teorías como la “obsolescencia programada”, poniendo en marcha la creación de basura. En Occidente, los computadores solían durar siete años, los teléfonos cinco; ahora, los computadores son reemplazados cada dos años y los teléfonos cada veintidós meses.
Los procedimientos para disminuir el volumen de basura —a través de la reutilización y el reciclaje— son mínimos. La vida social, impregnada de mercantilización y consumismo, no puede girar fácilmente hacia nuevas formas. El pronóstico de menor crecimiento donde hay una gran cantidad de desechos es bajo. Mientras tanto, ya hay presión sobre los espacios desposeídos para no generar basura, donde están recibiendo más que produciendo la mayoría de la basura del mundo. Esto es como el debate sobre la mitigación del cambio climático: se les dice a los pobres que se aprieten los cinturones, mientras los ricos continúan lanzando carbono a la atmósfera.
En 1987 la Comisión Mundial sobre Medioambiente y Desarrollo de la ONU —la comisión Brundtland— definió el concepto de “desarrollo sostenible” como el desarrollo que satisface las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades. Ciertamente, el uso excesivo ha hecho que a estas alturas el término “desarrollo sostenible” parezca no significar mucho. Pero cuando fue acuñado sí significaba algo. Significaba que el camino del “desarrollo” debía ser concebido como uno que permita a lxs desposeídxs el acceso a algo más que las necesidades básicas, mientras los privilegiados deben disminuir su huella en el planeta. Ese significado, contrario a la lógica del capitalismo, necesita volver a nuestros debates.
Por favor lea la carta de Aeshnina Azzahra. Aquí está la voz de otra persona joven que está profundamente preocupada por el destino de la tierra. Ella necesita que su voz sea amplificada. Necesita que miles de millones de nosotrxs nos neguemos a aceptar el mundo tal como es, un mundo que se está ahogando en su propia basura. Ella, como las ballenas, quiere respirar.
People’s Dispatch Turns One.
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