La cuestión militar en Brasil: el retorno del protagonismo de los militares en la política
Dossier N°50
Introducción
El 7 de septiembre es el día de la independencia nacional en Brasil. Sin embargo, nunca ha sido una fecha de manifestaciones populares o civiles. Al contrario, el feriado siempre ha estado marcado por desfiles militares. La agenda del presidente Jair Bolsonaro (Partido Liberal) ha sido definida no solo por su discurso radical, sino también por su mayor participación en ceremonias militares, como quedó claro el 7 de septiembre de 2021, cuando convocó a sus partidarios a salir a las calles y protestar contra el Congreso, el Poder Judicial, los medios de comunicación y el Congreso Nacional, después de semanas de tensión y especulación sobre un posible golpe. Orgulloso de haber salido de las filas militares, el excapitán sabe que las Fuerzas Armadas fueron el sector decisivo para conquistar el poder y permanecer en él.
Tres años antes de este episodio, el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva (Partido de los Trabajadores – PT) lideraba las encuestas de opinión de la disputa electoral, pero fue condenado e inhabilitado para ser candidato. Un recurso de habeas corpus debía ser juzgado en el Supremo Tribunal Federal (STF). La víspera del juicio, minutos antes del principal noticiero televisivo del país, el general Eduardo Villas Bôas, entonces comandante del Ejército, publicó una nota en Twitter, escrita de acuerdo con el Alto Mando del Ejército, formado por 15 generales de cuatro estrellas, en la que amenazaba implícitamente al Tribunal. El habeas corpus fue negado en una votación apretada (6 a 5) y Lula fue encarcelado días después.
Durante la campaña electoral, dos ministros del mismo STF fueron aconsejados por el entonces presidente de la más alta corte brasileña, el magistrado Dias Toffoli, de no tomar medidas más duras contra el envío ilegal y masivo de mensajes o contra las fake news de la campaña de Jair Bolsonaro para no disgustar a los militares. En ese momento, el cobarde presidente de la Corte Suprema fue asesorado por el futuro ministro de Defensa, general Fernando Azevedo e Silva, por indicación del mismo general Villas Bôas.
En la ceremonia de proclamación como presidente electo, Jair Bolsonaro se dirigió directamente a Villas Bôas, presente en el acto, y le agradeció como “responsable” de su elección por haber “influenciado en los destinos de la nación”. Por lo tanto, mucho antes de la elección de Bolsonaro, las Fuerzas Armadas brasileñas ya actuaban como un verdadero “Partido Militar”.
Brasil posee hoy la segunda fuerza militar más grande de las Américas, solo superada por Estados Unidos. Tiene la mayor cantidad de militares en servicio activo de América Latina y de todo el hemisferio sur: 334.500 militares en activo, una media de 18 militares por cada 10 mil brasileñxs. Sin embargo, el país no es una potencia militar, no posee capacidad nuclear ni de lanzamiento de misiles balísticos.
El protagonismo asumido por las Fuerzas Armadas en el último período es determinante para comprender el retroceso en los derechos sociales conquistados en la década de 2000 y la ola neofascista actual. Segmentos militares brasileños conspiraron disimuladamente en el golpe contra la presidenta Dilma Rousseff (PT) en 2016 y son los pilares de la organización política de la coalición militar-financiera-neopentecostal que llevó a Bolsonaro al poder.
Este protagonismo pone fin a casi tres décadas en que los militares estuvieron fuera del escenario político nacional, desde el fin de la dictadura militar (1964-1985). Un lapso de tiempo pequeño para una organización que ha estado permanentemente presente en la vida política brasileña.
La lectura acerca del mundo del entorno militar, expresada ahora por el gobierno federal, está formada por una cohesión ideológica conservadora y liberal que se caracteriza por:
- Corporativismo: el sentimiento de pertenencia a la corporación militar supera cualquier otro, incluso el sentimiento nacional. Los militares se perciben a sí mismos como superiores a los civiles y la corporación se considera la esencia misma de la nación, teniendo como “destino manifiesto” la “misión de salvarla”.
- Visión de un Estado fiscal y regulador de demandas de los intereses privados: el Estado fuerte solo se acepta en el ámbito de la defensa y la seguridad pública.
- Valores: guiados por una creencia en el humanismo cristiano conservador, cargados de ideas individualistas, la ética del éxito y la noción de que los fuertes se expanden. Consideran que las agendas identitarias (lucha contra el racismo, machismo, homofobia…) son divisionistas.
- Liberalismo-conservador: entiende que la democracia es rol de las élites, al pueblo le cabe solamente el voto, pero no necesariamente universal.
- Anticomunismo: el comunismo es visto como el enemigo histórico de los militares en Brasil y como antagonista del orden occidental.
A partir de estos marcos ideológicos, es posible comprender mejor el comportamiento de las Fuerzas Armadas. De la privatización de empresas públicas al servilismo a Estados Unidos, de la gestión política de la pandemia a la ocupación masiva de cargos públicos, de la ampliación de los privilegios de los rangos superiores al aumento de su distancia material con relación a los rangos inferiores, de la recuperación de su papel político a la reorganización de sus aparatos de hegemonía en el Estado, del alineamiento con el oscurantismo al mito del “marxismo cultural”,[1] los militares y sus organizaciones —burocráticas, políticas y sociales— salieron a la superficie de la política para disputar abiertamente el rumbo de la sociedad brasileña.
En este dossier tenemos el propósito de compartir un poco del trabajo que ha construido el Observatorio de Defensa y Soberanía de la oficina Brasil del Instituto Tricontinental de Investigación Social, para entender qué son las Fuerzas Armadas en Brasil, su relación con el imperialismo estadounidense y cómo funciona la militarización de sectores nacionales. Antes de entrar en la actualidad, vale la pena hacer un breve repaso histórico de su funcionamiento y desarrollo.
Breve reseña histórica
En ámbito exterior, Brasil es históricamente una nación pacífica que guía sus relaciones internacionales por la diplomacia y el pragmatismo político comercial, sin involucrarse en conflictos convencionales con otros países, salvo en el siglo XX, cuando fue fuerza auxiliar inglesa o estadounidense al final de la Primera y Segunda Guerras Mundiales.
A diferencia de los demás países sudamericanos, la independencia brasileña no fue conquistada mediante conflictos militares, sino por negociaciones con Portugal. La mayor parte de su territorio fue consolidado por acuerdos diplomáticos, a excepción de la Guerra Cisplatina (1825-1828), en que perdió el territorio de lo que hoy es Uruguay, y la Guerra del Paraguay (1864-1870). Fue en el marco de este episodio —responsable por el mayor número bajas brasileñas en guerras y que prácticamente diezmó la población masculina adulta paraguaya— que Brasil buscó profesionalizar por primera vez su organización militar y estructurar materialmente sus Fuerzas Armadas (Gonçalves, 2009). Sin embargo, en el ámbito interno, la historia militar brasileña es de constante participación política y de intervención directa y represión de conflictos entre clases sociales y organizaciones políticas (Sodré, 2010). Durante el período colonial (1500-1815), se produjeron más de 30 conflictos armados que enfrentaron a los pueblos originarios y africanos esclavizados, a los colonizadores portugueses, a los “luso-brasileños” y a otras nacionalidades, especialmente holandeses y franceses. Durante el período imperial (1822-1889), las fuerzas armadas nacionales actuaron para reprimir estos movimientos sociales y mantener el régimen monárquico, oligárquico y esclavista, combatiendo decenas de revueltas populares. Entre ellas destacan las insurrecciones de Cabanada (1832-1835), Carrancas (1833), Cabanagem (1835-1840), dos Malês (1835), Sabinada (1837-1838) y Balaiada (1838-1841). Al mismo tiempo, mientras los militares de bajo rango eran disciplinados con el uso de la tortura como castigo, los militares de alto rango se integraron a la élite monárquica, ocupando cargos en el Estado y en el Parlamento.
La república propiamente dicha fue instituida por un golpe militar liderado por generales del Ejército aliados con las oligarquías regionales, alianza garantizada por la represión de las revueltas liberales e insurrecciones populares de Canudos (1896-1897) y Contestado (1912-1916).
Después de la Primera Guerra Mundial, un movimiento heterogéneo de militares de baja graduación —conocido como “tenentismo”— se alió con oligarcas y liberales opositores, así como con la incipiente organización de trabajadorxs, para derrocar el régimen oligárquico y promover la modernización nacional. La llamada Revolución de 1930, liderada por Getúlio Vargas y militares egresados del tenentismo, promovió la centralización del poder estatal, amplias reformas sociales —con énfasis en los derechos laborales y la organización sindical— y una progresiva represión política de la oposición al régimen. Con el impulso inicial de la industrialización y la apertura del régimen, el país pasó por un período de gobiernos electos con una participación popular limitada.
Después de la Segunda Guerra Mundial, Vargas fue destituido por presión popular y con participación de las Fuerzas Armadas, y fue sucedido por la elección de un general, Eurico Gaspar Dutra. El retorno de Getúlio Vargas a la presidencia en 1950 se produjo en un escenario de Guerra Fría y disputa entre dos proyectos. El proyecto de desarrollismo nacional defendido por Vargas estaba en conflicto con la incondicional subordinación política, militar y económica a EE. UU., defendida por los oficiales militares y la oligarquía empresarial. La mayor o menor participación popular también estaba implícita en estas disputas.
Este conflicto resultó, además del suicidio de Vargas en 1954, en constantes intentos de golpes de Estado contra presidentes electos en 1955, 1961 y, finalmente, el golpe militar-empresarial de 1964, apoyado política y materialmente por Estados Unidos. La dictadura brasileña sería modelo y soporte para las demás dictaduras que se instalarían a partir de entonces en América Latina, colaborando directamente con la instalación de dictadores en Chile, Argentina, Uruguay y Guatemala.
Dirigidas por generales del Ejército, se impusieron una serie de reformas en el Estado y la sociedad destinadas a neutralizar las organizaciones sindicales y diezmar las organizaciones revolucionarias, sobre todo las guerrillas de resistencia a la dictadura (1965-1974). Además de eso, el golpe de 1964 profundizó la dependencia de Brasil respecto a Estados Unidos, sobre en el plano ideológico y económico, con un gigantesco aumento de la deuda externa, fuerte reducción salarial, aumento de la pobreza e hiperinflación (Rapoport, 2000). Veintiún años después, la movilización popular a favor de elecciones directas y la crisis económica condujeron al final de la dictadura. Sin embargo, la transición fue tutelada por los militares que no solo aseguraron la investidura a la presidencia de un aliado civil, José Sarney (1985-1989), sino que preservaron su autonomía institucional —especialmente en las áreas presupuestaria, judicial, educativa y de inteligencia militar—, sus privilegios burocráticos, la impunidad de sus líderes respecto al terrorismo de Estado y la inmunidad frente a los mecanismos democráticos en la nueva Constitución de 1988.
Además, sostuvieron el mantenimiento de una función permanente de tutela de las instituciones políticas con la posibilidad de actuación interna para la garantía de la ley y el orden, manteniendo una fuerza auxiliar del Ejército como responsable por la vigilancia policial de cada estado federal: las llamadas Policías Militares. En momentos de crisis, como el 7 de septiembre de 2021, el comportamiento de sus miembros puede ser determinante en amenazas o intentos de golpe de Estado.
Así, observamos que las Fuerzas Armadas brasileñas siempre dirigieron su actuación hacia el ámbito nacional, considerando a las organizaciones y fuerzas populares como potenciales enemigos internos que deben ser permanentemente “neutralizados” en función de su capacidad de acción política (Lentz, 2022).
Golpe de 2016 y regreso a la escena política
Las relaciones entre civiles y militares experimentaron un período de relativa estabilidad durante los gobiernos de Lula (2003-2011). Las FF. AA. se limitaron a participar políticamente solo en cuestiones que, a su entender, planteaban dilemas para la seguridad nacional, como la seguridad pública, la demarcación de tierras indígenas y las políticas de defensa. Ni Lula adoptó medidas que confrontaran a la corporación, ni se puso a prueba la subordinación de las Fuerzas Armadas al poder civil, como un pacto de coexistencia pacífica.
Las relaciones se deterioran paulatinamente en el gobierno de Dilma Rousseff (2011-2016). Tener una comandante en jefe mujer y exguerrillera, que luchó contra la Dictadura de 1964, fue percibido como una afrenta a los valores militares. Además del machismo y el anticomunismo, los militares rechazaron la creación de la Comisión Nacional de la Verdad, asegurando la cohesión discursiva en torno de un enemigo común (la izquierda), que buscaría cobrar los crímenes cometidos durante la dictadura. Este punto fue decisivo para la identidad político-cultural de las Fuerzas Armadas, ya que representó la rendición de cuentas de un pasado que había sido glorificado durante décadas. Además de eso, en varias democracias, este mecanismo precede a reformas organizativas de la institución militar.
También contribuyeron a la reorganización política y a la cohesión de las FF. AA. su participación en la MINUSTAH (Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití) entre 2004-2017, la expansión de la presencia militar en la Amazonía, las operaciones de Garantía de la Ley y el Orden,[2] y la actuación en los mega eventos deportivos como el Mundial de Fútbol y las Olimpíadas.
El golpe contra Dilma fue una articulación empresarial, parlamentaria y judicial. Públicamente, los militares se mantuvieron discretos, pero tras bastidores expresaron su acuerdo con los conspiradores. El gobierno que sucedió al de Rousseff, Michel Temer (2016-2018), fue tutelado por las Fuerzas Armadas, que mantuvieron las instituciones continuamente bajo presión, como en los episodios mencionados sobre el Poder Judicial.
Así, la elección de Bolsonaro en 2018 fue producto de la confluencia de las crisis política, social y económica, que abrió una ventana de oportunidades para la extrema derecha. Segmentos militares organizaron la candidatura y estuvieron presentes desde la transición, presentándose como un ala técnica —el “ala militar”— capaz de moderar los arrebatos del presidente.
Mientras tanto, desde el punto de vista ideológico, no existen tensiones de contenido entre los segmentos militares y neopentecostales que sostienen el gobierno, pues ambos se consideran representantes de la “familia tradicional brasileña”, en la definición creada por ellos mismos. Lo mismo ocurre con los sectores neoliberales en el gobierno. A diferencia de lo que piensa parte de la izquierda brasileña, que atribuía a los militares un supuesto nacionalismo económico, no ha habido ninguna oposición militar a las privatizaciones llevadas a cabo por el gobierno. Las tensiones con grupos fisiológicos[3] del centro político sobre el reparto de los recursos del Estado están tomando forma de manera pragmática, sin trastornos morales.
Brasil no tiene un gobierno de militares, pues estos no ocupan el Estado en tanto personas físicas, sino como parte de una corporación apartada del resto de la sociedad. Además, a diferencia de lo que sucedía en la Dictadura de 1964, no son las Fuerzas Armadas quienes escogen a sus representantes conforme jerarquía y disciplina, sino que se produce un híbrido, un gobierno militarizado, en el que un Partido Militar, donde se forjó a lo largo de décadas Jair Bolsonaro, coordina el actual bloque en el poder. El Partido Militar tiene un proyecto de poder de largo plazo, y seguirá en la escena política brasileña.
Lo que se observa en este avance de las fuerzas militares en la escena política es un proceso de militarización del Estado y la sociedad brasileña. Esta militarización se da en múltiples dimensiones (Penido, Mathias, 2021a). La primera dimensión es la creciente ocupación de cargos en el sistema político, ya sean electivos o por nombramiento. Esta presencia crea una correa en la cual los intereses militares son transmitidos a todo el sistema político. El elemento fáctico más reciente es el nombramiento del general del Ejército Azevedo e Silva —exministro de Defensa de Bolsonaro, vinculado al grupo de militares que actuaron en el golpe de 2016— como director general del Tribunal Federal Electoral, responsable por el proceso electoral en todo el territorio nacional. Además, se incluyó a las Fuerzas Armadas como observadores internos de la integridad de las urnas electrónicas, herramienta electoral anteriormente señalada como fraudulenta por Bolsonaro.
Una segunda dimensión de la militarización del Estado es trasladar doctrinas formuladas por los militares —por lo tanto, diseñadas para la guerra— a otros ámbitos a través de políticas gubernamentales. Eso es lo que ocurre históricamente en el ámbito de la seguridad pública, en la cual la doctrina del enemigo interno guía a las policías militares —responsables por la vigilancia policial y preventiva— y se expande a las instituciones civiles de seguridad pública. En este caso, se aumenta la punibilidad de lxs pobres, la población carcelaria, la vigilancia electrónica, las ejecuciones sumarias, las prisiones arbitrarias y otras graves violaciones a los derechos humanos. Son extensiones de la guerra por otros medios dentro de la ciudad.
Una tercera forma es transferir valores militares a la administración. En eso consiste la propuesta de militarización de las escuelas, que promueve el valor del orden, la valoración de las materias de ciencias exactas en detrimento de las humanistas, el conservadurismo conductual y la exclusión de las personas consideradas “menos capaces”. Una cuarta dimensión es la de militarizar todos y cada uno de los problemas, incluidos los que tienen que ver con otras esferas del Estado, como el enfrentamiento de la pandemia de COVID-19, que no tiene componentes bélicos, sino de salud pública.
Una quinta dimensión es la militarización del presupuesto del Estado. Además de mantener algunas industrias de defensa y las condiciones profesionales de las Fuerzas Armadas —que tuvieron aumento salarial durante la pandemia mientras otros servidores públicos permanecieron con salarios congelados (Penido, Mathias, 2021b)—, los militares controlan 16 de las 46 empresas estatales, incluidas Petrobras y Eletrobras, que contabilizando sus subsidiarias (49 y 69, respectivamente) deja bajo mando militar el 61% de las empresas directa o indirectamente vinculadas con el Estado, una ocupación diez veces mayor que en el gobierno anterior de Michel Temer (Bragon, Mattoso, 2020; Monteiro, Fernandes, 2020; Cavalcanti, 2020; Seabra, Garcia, 2021).
Vale la pena aclarar que la militarización no se produce solo en el poder ejecutivo, sino también en los poderes legislativo y judicial. Solo entre 2010 y 2020, más de 25 mil militares y policías se presentaron como candidatos, el 87% por partidos de derecha, y 1.860 fueron elegidos (FBSP, 2021). Uno de sus efectos es la tramitación de un Proyecto de Ley Antiterrorista que criminaliza la lucha popular (Penido, Saint-Pierre, 2021).
Y la militarización no está solo en la estructura del Estado. En la combinación de paz externa y guerra interna, Brasil es un ejemplo único: externamente pacífico, el país concentra 17 de las 50 ciudades más violentas del mundo (34%) (SJP, 2019). Por no hablar de la ya histórica violencia en el campo y contra las poblaciones tradicionales. Se suma a ello la violencia como rasgo determinante de la formación social brasileña, marcada por la esclavitud. En suma, Brasil ocupa hoy el segundo lugar en la lista de lugares más peligrosos del mundo para defensores de derechos humanos (TD, JG, 2021).
El aspecto más visible de la militarización es la intensa presencia física de las fuerzas de seguridad (Fuerzas Armadas, policías civiles y militares, guardias municipales) e incluso una enorme red de seguridad privada en las calles. Además de estas, según datos oficiales, la política gubernamental que incentiva a la población a armarse duplicó el número de armas registradas en circulación: de 637.000 en 2017 a 1,2 millones en 2021, según los registros de la Policía Federal, órgano regulador. En los clubs de coleccionistas, tiradores deportivos y coleccionistas (CAC), regulados por el Ejército brasileño, el número de armas registradas saltó de 225.000 en 2019 a 496.000 en 2020. En Brasilia, capital del país, este aumento fue de más del 500%: de 25.000 en 2017 a 227.000 en 2020 (FBSP, 2021).
Fuente: (WESTIN, 2021)
A este escenario armado se suman fuertes vínculos del presidente Jair Bolsonaro y su familia con las llamadas milicias, grupos paramilitares asociados a grupos de exterminio formados en su mayoría por agentes de la seguridad pública que participan en el mercado criminal y que dominan territorios en el estado de Rio de Janeiro, cuna política de la familia Bolsonaro. En este sentido, es fundamental señalar que Bolsonaro tiene en su base segmentos armados y motivados para un golpe de Estado, aunque sin condiciones suficientes para hacerlo.
La dimensión más profunda de la militarización está arraigada en la promoción de valores, actitudes y marcadores de identidad militares en la cultura y las costumbres de la sociedad en general, como la centralización de la autoridad, la jerarquización, la xenofobia (disfrazada en el culto a símbolos patrios), la agresividad, la lealtad a los pares, la idea de que el más fuerte sobrevive, etc.
El imperialismo y sus vasallos
Existe una división internacional del trabajo también en el ámbito de la defensa. En esta organización jerárquica del mundo, las Fuerzas Armadas de los países centrales actúan en el escenario principal de la geopolítica mundial, configurado actualmente por la disputa entre EE. UU. y China. Las Fuerzas Armadas de los países periféricos se encargan de actuar en un escenario secundario, que es el ámbito interno de los Estados nacionales. En este escenario, como en la Guerra Fría, su función es controlar el orden social reprimiendo al enemigo interno, a la sociedad contestataria, o cumpliendo funciones policiales, como el combate al narcotráfico en fronteras (Penido, Araújo, Mathias, 2021). En el caso de países semiperiféricos alineados, como es el caso de Brasil, las FF. AA. también cumplen tareas secundarias en el área de seguridad internacional, como las llamadas misiones de paz.
La mayor parte del mundo adopta la misma estrategia de defensa, lo que conduce a un proceso de estandarización de las Fuerzas Armadas y a una profundización de la dependencia de los países del Sur Global. Aunque Estados Unidos haya perdido todas las últimas guerras (Vietnam, Afganistán, Iraq, Siria, etc.), ha vendido una “receta del éxito”, que consiste en que con más armamento y tecnología cada vez más avanzada se ganan guerras. Sin embargo, ese tipo de armamento exige inversiones enormes de capital (Wendt, Barnett, 1993), algo que no está al alcance de los países del Sur Global, con todo tipo de necesidades más urgentes por resolver en cuanto a la calidad de vida de sus poblaciones (Penido, Stédile, 2021).
El problema es que cuando un país no tiene recursos para desarrollar este tipo de equipos, y es estratégicamente dependiente, busca a los productores para comprar esos sistemas de armas. Solo que, junto con las armas, compra una doctrina sobre cómo y contra quién usarlas. Así, los enemigos y aliados de estos países son definidos de manera exógena por quienes tienen el monopolio de las armas de hecho, el imperialismo estadounidense.
Lo paradójico es que el armamento que debería garantizar la soberanía y la autonomía de la decisión política, por el contrario, la compromete. Del mismo modo, el militar, sujeto activo de la libertad estratégica, a través de su dependencia instrumental y doctrinaria, es un agente de la subordinación estratégica (Saint-Pierre, 2021). Las amenazas son construcciones psicológicas, formadas a partir de nuestra manera de experimentar el mundo. Los países dependientes pasan a considerar amenazas construidas por los países centrales como una amenaza para sí mismos (Saint-Pierre, 2011). Por ejemplo, las técnicas de tortura de la dictadura de 1964 se inspiraron en la doctrina francesa de combate a las guerras de liberación nacional, por lo tanto, en la lucha por la descolonización en África. Es bajo la misma lógica que un país formado por migrantes, como es el caso de Brasil, pasa a considerar las migraciones provenientes de países de periferia (como el propio Brasil) como posibles nuevas amenazas.
En definitiva, las Fuerzas Armadas brasileñas, y en general las de Sudamérica, disputan dos tipos de acciones. Por un lado, está la doctrina promovida por la Organización de Estados Americanos (OEA – EE. UU.) que identifica “nuevas amenazas” en ambientes internos de los Estados nacionales, como las migraciones, la corrupción, el crimen organizado, el terrorismo y el narcotráfico. En este caso, correspondería a las fuerzas militares actuar como fuerzas policiales, combatiendo al enemigo interno, en la línea de las doctrinas de seguridad nacional comunes a las dictaduras del Cono Sur de los años 60. En el caso brasileño, incluso después de la transición política de 1985, esa doctrina continuó existiendo y adaptándose a los regímenes de democracia limitada, debido a la ausencia de reformas y rendición de cuentas que sigue produciendo efectos estructurales en el comportamiento de las FF. AA. en Brasil (Lentz, 2021).
Por otro lado, existe el concepto de cooperación disuasoria —adoptado por el Consejo de Defensa Sudamericano, órgano multilateral vinculado a la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR), sin la participación de Estados Unidos— que indica la necesidad de construir, junto con los demás países latinoamericanos, una política de cooperación regional que desaliente las invasiones de potencias extracontinentales. Los objetos a defender regionalmente son los recursos naturales; en el caso brasileño, especialmente la Amazonía Verde y la Amazonía Azul (larga franja litoral, donde se localiza, por ejemplo, la explotación petrolífera brasileña). Aunque esa visión no se da en la práctica, está prevista en los documentos de defensa brasileños.
Desde el golpe de Estado contra la presidenta Dilma, en 2016, la influencia estratégica de EE. UU. en las Fuerzas Armadas brasileñas se transformó en subordinación estratégica. En lugar de aprovechar el estremecimiento global provocado por la transición hegemónica en curso, Brasil abraza a la superpotencia decadente, restringiendo sus posibilidades de acción global, actuando al servicio de los intereses de EE. UU. en el continente (Saint-Pierre, 2021).
Algunas medidas son tan relevantes que afectan a toda América Latina, y merecen ser descritas aquí. La primera es el nombramiento, en 2019, de un general brasileño como subcomandante de interoperabilidad del Comando Sur de EE. UU., la unidad militar responsable de defender los intereses estratégicos estadounidenses en América del Sur, América Central y el Caribe. El Comando Sur es pieza central de la estrategia estadounidense para restringir la influencia china en el Atlántico Sur. En caso de una agresión militar de EE. UU. contra Cuba o Venezuela, por ejemplo, esa sería la unidad militar probablemente empleada. Actualmente, hay un oficial brasileño en situación de doble subordinación jerárquica: a los Ejércitos brasileño y estadounidense.
La segunda es el acuerdo relativo a la Base de Alcántara, firmado entre Brasil y Estados Unidos. La Base de Alcántara es una base militar brasileña estratégicamente ubicada para realizar lanzamientos largos, potencialmente al espacio, cerca de la desembocadura del río Amazonas. Brasil aún no tiene la capacidad de lanzar satélites de forma autónoma, lo que limita la soberanía del país, por ejemplo, en el control de las comunicaciones e información del pueblo brasileño. El acuerdo firmado no prevé ninguna transferencia de tecnología a Brasil (como EE. UU. suele imponer) y, por el contrario, establece límites sobre los países con los cuales Brasil puede negociar el uso de la Base. China, por no ser signataria del MCTR (acuerdo internacional sobre el régimen de control de misiles), no podría hacer ningún acuerdo con Brasil (signatario del tratado) en esta materia. Países que hayan recibido sanciones por parte de un solo miembro del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (como Irán, por ejemplo), también estarían vetados.
Además, el acuerdo prevé la existencia de zonas restringidas exclusivamente a la circulación de personas autorizadas por EE. UU. y con entrada controlada por ellos (en pleno territorio nacional), así como el control e inspección de lo que entrará en territorio nacional (Samora, 2019). Todo esto sin mencionar a las familias quilombolas[4] que habitaban la región y fueron arbitrariamente desplazadas. En alguna medida, se trata de un enclave estadounidense en el territorio brasileño.
Procesos y salidas posibles en Brasil
Las manifestaciones de la base social de Bolsonaro el 7 de septiembre de 2020 fueron grandes, pero menores de lo previsto. Y notoriamente, no hubo la esperada adhesión de militares que evitaron comparecer o manifestarse públicamente. Bolsonaro se vio obligado a dar marcha atrás temporalmente en sus intenciones golpistas. Pero eso no significa que haya sido abandonado o traicionado por los militares. Significa que Bolsonaro pertenece al Partido Militar, pero el Partido Militar no le pertenece. Y que el proyecto militar busca alternativas para su permanencia, independientemente de quién ocupe la presidencia de la República.
El despliegue interno de la militarización puede observarse en algunas dimensiones. La primera es la naturalización de la violencia armada como un mecanismo para la resolución de conflictos, en un creciente belicismo, expresado en el apoyo popular a la liberación irrestricta del derecho a portar armas. Esta naturalización tiene repercusiones externas, ya que es más probable que se utilicen alternativas que impliquen el uso de la fuerza y cuenten con el apoyo popular; y hay repercusiones domésticas, pues cuando las fuerzas de seguridad son cuestionadas, pueden responder represivamente, identificando a sus compatriotas como enemigos.
El belicismo también repercute en las diferentes formas de violencia como, por ejemplo, la violencia de género, que se vuelve más letal. Esa es la segunda reflexión que impone la militarización de la sociedad: la del refuerzo al patriarcado. Una sociedad militarizada tiende a apoyar medidas contrarias a la agenda de derechos humanos internacional, como las políticas de inclusión de género y raza. Entre 2009 y 2019, los asesinatos a indígenas crecieron un 21,6%. La violencia contra homosexuales y bisexuales subió 9,8% desde 2018. Hubo un aumento del 6,1% de los femicidios dentro del hogar. En todos los escenarios, el perfil general es racial: en 2019, 77% de las víctimas de homicidio en Brasil fueron personas negras, y 70% de esos asesinatos fueron cometidos con armas de fuego (Cerqueira, 2021).
Otra dimensión es la cultural. No se trata solo de grandes marchas militares o conmemoraciones de fechas y personajes simbólicos. La militarización se produce a través de la literatura, la moda, el cine, los juegos bélicos, etc., en la vida cotidiana y en lo coloquial. Es por medio del lenguaje que se construye el consentimiento social favorable a la militarización, ya que sirve como vehículo de propaganda. En un mundo con tanta información disponible y con el predominio de las redes sociales (Spagnuolo Et. Al, 2021), la hegemonía basada en la ideología es más eficiente y barata que la basada estrictamente en la fuerza.
Por último, las estructuras militares generan en su seno identidades unificadas y totalizadoras, sin espacio para la divergencia (que incluso es castigada), y guiadas por la delimitación del otro como enemigo para justificarse.
La tendencia, al menos en el corto y mediano plazo, es que este proceso no se revertirá fácilmente, incluso con la salida de Bolsonaro y de los militares de la dirección política nacional. Los militares han vuelto explícitamente al poder en Brasil, y no hay indicios de que vayan a alejarse de él. En el contexto de las elecciones presidenciales de 2022, los militares militantes están unidos contra el nombre de Lula (PT), pero divididos entre dos candidaturas a la derecha, particularmente entre la reelección de Bolsonaro y la candidatura de Sergio Moro, exjuez responsable por la Operación Lava Jato y el injusto encarcelamiento de Lula.
En el caso de la institución militar, está bien posicionada para emitir evaluaciones sobre la imparcialidad de las elecciones, o para interferir en ellas, ya que se encuentra entre los responsables de la seguridad del proceso. En caso de una intensa desestabilización social provocada por segmentos armados antes o después de las elecciones —escenario posible si Bolsonaro es derrotado—, las Fuerzas Armadas pueden actuar simplemente sin hacer nada, para luego presentarse como los nuevos habilitadores de la estabilidad nacional, en un proceso similar al que ocurrió en Bolivia con el golpe de Estado de 2019.
Durante la mayor parte del tiempo, el multilateralismo fue eje orientador de la política externa brasileña, especialmente durante los gobiernos del PT, que profundizaron la cooperación Sur-Sur, particularmente con América Latina. Incluso parte de las élites brasileñas ven desde hace algún tiempo a China como su principal socio geopolítico, debido a los beneficios económicos conseguidos. Al contrario del resto del mundo, los segmentos militares profundizan su dependencia del decadente imperio estadounidense. En algún momento, ese desajuste de lecturas del mundo saldrá a la luz, con graves consecuencias.
Ante este escenario, se plantean muchos desafíos para el campo popular. El primero de ellos, sin duda, es la elección de Lula a la presidencia, y en un nuevo escenario, rediscutir cuál debe ser la posición de Brasil en el mundo, qué política de defensa puede sostener ese nuevo proyecto de país, y solo entonces, qué Fuerzas Armadas se necesitan para ello. La política militar debe estar subordinada a un proyecto de país bajo estricto control popular, que piense cómo involucrar a Brasil en el Plan para salvar el planeta, un programa elaborado por una red internacional de institutos de investigación para enfrentar los dilemas de nuestro tiempo.
La segunda tarea es incluir el control popular sobre los instrumentos de fuerza del Estado como algo central para un proyecto de país, lo que incluye el control de las Fuerzas Armadas, de las policías militarizadas y del armamento que circula en territorio nacional. La defensa y la seguridad son agendas de poder, y para trabajarlas es preciso practicar la educación popular en defensa, incluyendo el tema en las discusiones con el pueblo.
Finalmente, la tercera tarea es con la memoria, pues sin ajustar cuentas con el pasado esclavista y dictatorial no es posible construir un futuro democrático en el que las Fuerzas Armadas estén plenamente subordinadas a la soberanía popular y a sus instituciones, así como destinadas exclusivamente a la defensa exterior y no más contra su propio pueblo. Esto pasa por rediscutir los crímenes cometidos durante la dictadura de 1964, pero por sobre todo rediscutir el legado autoritario en las estructuras del Estado nacional y en la cultura política que siguió presente incluso con el final del régimen de los generales. La resignificación de los símbolos patrios, como la bandera brasileña, debe formar parte de este proceso. En última instancia, debemos también cuestionar la idea de que la preparación para la guerra es necesaria para construir la paz. Al contrario: construir la paz pasa por priorizar un programa centrado en el bienestar de la humanidad y del planeta, eliminar el hambre, garantizar vivienda segura, salud de calidad para todos y todas y defender el derecho a una calidad de vida digna. Si usted quiere la paz, debe prepararse para la guerra, dicen. En realidad, si usted quiere la paz, debe prepararse, educar y dedicarse a su construcción.
Referencias bibliográficas
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Notas de pie
[1] Idea de que el creciente liberalismo cultural es un complot subversivo de la izquierda.
[2] Operaciones previstas en la Constitución que se realizan exclusivamente por orden del Presidente de la República, que autoriza el uso de las Fuerzas Armadas para la seguridad interna.
[3] En portugués se llama fisiológica a un tipo de relación política, similar al clientelismo, en la que las acciones y decisiones políticas se toman a cambio de favores y otros beneficios para intereses privados en detrimento de lo público y lo común. Se da a menudo al interior del Parlamento y está estrechamente relacionado con los partidos políticos de «centro», que apoyan a cualquier gobierno independientemente de su corriente ideológica o programa en tanto obtengan concesiones y beneficios, como recursos financieros para distribuir en sus estados o cargos en el gobierno.
[4] Habitantes de comunidades (quilombos) creadas por esclavos fugitivos, que permanecen como territorios de sus descendientes.