Paz, neoliberalismo y cambios políticos en Colombia
Dossier n°23
La paz en Colombia ha estado en la agenda política del continente desde hace décadas. El movimiento popular latinoamericano fue testigo de la aplicación de una política internacional orientada por los EE. UU. a través del Plan Colombia y de la instalación de siete bases militares extranjeras en territorio colombiano. También ha sido testigo de los esfuerzos por alcanzar la paz en medio de intensas negociaciones. Para Colombia y para los pueblos de Nuestra América, la paz asume una complejidad que pone en tensión al conjunto del escenario político y resulta un eje central de la disputa entre el neoliberalismo y las aspiraciones populares.
Las fuerzas de la ultraderecha ligadas al modelo económico de financiarización dominante siguen empeñadas en sostener la guerra como escenario ventajoso para sus intereses económicos y su reproducción política. Así, pese a los esfuerzos populares, el contexto actual es de creciente violencia, signada por numerosos asesinatos de lideresas y líderes sociales comunitarios y por un discurso oficial de ataque permanente a la Venezuela Bolivariana sobre la cual se promueven acciones desestabilizadoras y una retórica agresiva que, al menos discursivamente, anuncia la intervención militar y un posible escenario de guerra transfronteriza.
Sin embargo, los resultados de las elecciones regionales y municipales de fines de octubre significaron una derrota para el gobierno actual del presidente Iván Duque. Particularmente en las principales ciudades del país, los triunfos municipales de diferentes fuerzas de la oposición señalaron la caída de la coalición oficial promovida por el ex presidente Uribe, a casi un año de su triunfo en las elecciones presidenciales de la mano de un discurso guerrerista y crítico de los acuerdos y negociaciones de paz llevados adelante por el gobierno anterior.
Nuevamente el pueblo de Colombia está atravesado y tensionado por los tambores de guerra y las esperanzas de paz, una tensión que tiene una historia más reciente pero que se ancla en un proceso de larga duración, que refiere a una serie compleja de dimensiones. Sobre esta cuestión trata este nuevo dossier del Instituto Tricontinental de Investigación Social donde se examinan las razones profundas y los clivajes actuales de la contraposición entre la guerra y la paz.
El largo camino de la paz y del cambio social
Las causas estructurales del conflicto social, político y armado colombiano son, principalmente, la extrema desigualdad, la concentración de la tierra y los obstáculos para la participación política. Colombia es, en cuanto a la distribución de la tierra, el país más desigual en Latinoamérica. Según el censo nacional agropecuario, el 81% de la misma es propiedad del 1% de la población, mientras que el resto (el 19%) está en manos del 99% restante, principalmente campesinos (Censo Agrario, 2015). Estas condiciones de pobreza en las áreas rurales afectan en mayor medida a las mujeres, que solo poseen el 26% de la titularidad sobre la tierra y, en la práctica, no tienen derecho a salud, vivienda y educación. Según Oxfam, un millón de familias rurales en Colombia viven en menos espacio del que tiene una vaca para alimentarse (2017).
El modelo económico colombiano centrado en el extractivismo, explotado por las multinacionales mineras, la agroindustria y la ganadería, se complementa con una democracia nominal, usada para limitar la participación política del campo popular y democrático. Son hábitos estatales la estigmatización, la persecución y asesinato de personas adscritas a corrientes ideológicas de izquierda u opositoras, como lo demuestra el asesinato sistemático de liderazgos sociales (Indepaz, 2018).
La guerra fría primero y luego la ejecución de la guerra en las condiciones híbridas del Plan Colombia afianzaron la práctica de la eliminación física de organizaciones sociales, movimientos y partidos políticos, en especial los de izquierda. En las décadas de 1980 y 1990, Colombia vivió un genocidio político en contra de la Unión Patriótica –partido surgido del primer acuerdo de paz entre el Estado y las FARC en 1984 –, que acabó con la vida de más de cuatro mil de sus militantes (Cepeda, 2006). Una práctica violenta que sufrieron otros grupos populares de forma continuada hasta el presente. En el 2018 se registraron 1.151 amenazas de muerte, 648 asesinatos y 304 denuncias de lesiones físicas y hostigamientos (CINEP, 2019).
En ese contexto, y obligados por un creciente movimiento popular por la paz, las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) y el Estado concretaron en 2016 un nuevo Acuerdo de Paz que, luego de cuatro años de conversaciones, contempla una arquitectura organizada en seis puntos: 1) Una reforma rural integral; 2) La apertura democrática para la paz; 3) El fin del conflicto; 4) Lucha contra las drogas ilícitas; 5) Sistema de Verdad, Justicia y Reparación para las víctimas; y, 6) Garantías para la implementación de los acuerdos (Acuerdo de Paz, 2016).
La reforma rural integral definida en los acuerdos crea un fondo de tres millones de hectáreas para ser otorgadas a campesinos, indígenas y afrodescendientes víctimas de la pobreza. Para hacer posible su uso, el acuerdo dispone la creación de programas de desarrollo con enfoque territorial, con la participación obligatoria de las organizaciones rurales. Por otra parte, el acuerdo para la apertura democrática consagró un “estatuto de la oposición” donde se contemplan garantías y derechos para el ejercicio de la política, tanto de movimientos sociales como de organizaciones de base y partidos políticos. Y dos subtemas aún inconclusos que crean las Circunscripciones Transitorias Especiales de Paz – que integran a 16 representantes del movimiento popular en el Congreso de la República – y una reforma profunda del sistema político.
El tamaño de las reformas propuestas en el acuerdo y los alcances políticos de éstas encontraron una férrea oposición de los sectores políticos y económicos beneficiados por la desigualdad, el modelo rentista y la financiarización de la tierra. De acuerdo con los informes de la ONU y del Instituto Kroc de la Universidad de Notre Dame, los avances en el proceso de implementación del Acuerdo de Paz son lentos y con efectos negativos para la ciudadanía y en especial para las y los excombatientes. Se puede afirmar que su implementación completa y eficiente podría abrir posibilidades para fortalecer una alternativa política y económica en Colombia, pues dotaría de garantías a las fuerzas populares y constituiría un polo de disputa política y del modelo económico. Ante tal panorama, las fuerzas de ultraderecha y militaristas incluyendo al gobierno nacional obstaculizan su implementación y se niegan a construir una paz completa.
De los Acuerdos de Paz (2016) a las recientes elecciones (2019): las disputas por la paz
La política colombiana durante décadas giró alrededor del dilema entre la guerra y la paz, dejando en un segundo plano las disputas económicas y sociales en torno al modelo neoliberal. En este contexto, mientras los sectores de poder – nacionales y extranjeros – impulsaron una salida militarista al conflicto armado interno; el movimiento popular, sin embargo, logró acumular las fuerzas suficientes para posicionar la paz como eje central de la política colombiana. Así, la gravitación de los discursos y emociones políticas empezaron a girar en torno a cómo salir de la guerra a través del diálogo, en forma de salida política al conflicto.
La paz logró esta centralidad, aunque persistan sectores del poder proclives a la guerra. El ideario de paz completa, luego de décadas de disputas populares, se forjó con el propósito de incluir a todas las insurgencias, abrir las puertas de la democracia y permitir que los de abajo expresen como piensan a Colombia – desde la vida de la ruralidad – con la perspectiva de las víctimas, de las mujeres, las disidencias, y de las y los trabajadores precarizados de las grandes y medianas ciudades. La hipótesis política de la paz no se construyó sobre la base del silencio de la guerra sino del corrimiento de ésta como eje de la política nacional para reconstituir la idea de acción ciudadana en torno al cambio del orden social vigente; es decir, el desafío de construir desde la paz un proyecto contra hegemónico al neoliberalismo armado (González Casanova 2013, Seoane 2016) constituido en el país como modo de gobierno y de economía.
Con la firma del Acuerdo de Paz entre el Estado y las FARC y el comienzo de los diálogos con el ELN (Ejército de Liberación Nacional) en 2016, se empezó a generar un cambio en el panorama político y electoral. En primer lugar, se polarizó el electorado entre quienes apoyaban o no el acuerdo (no todos los que estaban en contra del acuerdo, estaban contra la paz), lo que generó una derrota parcial del movimiento por la paz y de las fuerzas populares en el plebiscito de 2016 que obligó a modificar el acuerdo original, cambios ratificados luego por el Congreso de la República. Dos años después, con el acuerdo en pleno proceso de implementación, tuvieron lugar las elecciones presidenciales. En éstas triunfó Iván Duque, candidato de la coalición uribista contraria al Acuerdo de Paz y expresión de la salida militarista y represiva; aunque, por primera vez en la historia colombiana, un candidato progresista llegó a una segunda vuelta, desafiando el poder de las derechas instalado desde el siglo XIX. Más de 8,2 millones de personas votaron por el progresismo, dejando confirmada la hipótesis del cambio operado en un segmento de la población, dispuesta a desafiar la hegemonía de la derecha y de la guerra.
Finalmente, el 27 de octubre pasado se realizaron las elecciones municipales y departamentales que dieron nueva fuerza a las tendencias electorales de ruptura y de centralidad de la paz. Como resultado de estas, las principales ciudades del país (Bogotá, Medellín, Cali, Cartagena, Cúcuta, Bucaramanga y Manizales) serán gobernadas por sectores independientes de los partidos tradicionales, con tendencias progresistas y convencidos de la paz democrática. Se expresó así un quiebre político donde la búsqueda de programas y reivindicaciones sociales empieza a ser central en la definición de las autoridades gubernamentales, y el pasado clientelar y de coacción tradicional sólo tiene efectos en los municipios con una densidad baja o media de población donde las lógicas conservadoras aún priman.
Aunque estos resultados de las elecciones no benefician directamente a los excombatientes guerrilleros, éstos lograron una alcaldía y varias representaciones legislativas locales. Las FARC cuentan además con diez bancas en el Congreso, designadas como parte del acuerdo de paz, desde allí tienen el desafío de abrirse paso, junto con la porción de la sociedad decidida por la paz, hacia un escenario de convergencia política que saque al país del neoliberalismo, aunque enfrente existan fuerzas poderosas, lideradas por el presidente Iván Duque, que pretenden un país en guerra. Recordemos que, en el contexto de estas elecciones, fueron asesinados 21 candidatos y candidatas de diversos partidos, y en diversas zonas del país fue constreñido el voto por los poderes locales aliados de la violencia. La paz sigue estando en disputa.
Extractivismo, militarización y alternativas.
El Acuerdo de Paz entre el Estado y las FARC tuvo como objetivo superar las restricciones democráticas impuestas por el sistema político, pero también los efectos del modelo económico que le da sustento, defendido por fracciones poderosas de las clases dominantes causantes de la desigualdad y pobreza estructurales y beneficiarias de la propia dinámica armada que asumió el conflicto social.
En esta perspectiva, se destacan cuatro restricciones a la democracia impuestas por este modelo económico: 1) la militarización y la represión, bajo la doctrina del enemigo interno; 2) la coacción a la ciudadanía con la connivencia estatal-paramilitar en zonas de interés para el modelo neoliberal; 3) las políticas de ajuste neoliberal; y, 4) el boicot a la implementación del Acuerdo de Paz desde el gobierno nacional. Esas cuatro políticas se desarrollan en los territorios vinculadas a tres iniciativas socioeconómicas: el uso del fracking, el impulso de la megaminería, y la acción punitiva en contra de los cultivadores de hoja de coca. Acciones que profundizan las causas del conflicto armado y buscan ampliar la desigualdad propia del modelo económico. Así mientras las dos primeras afianzan la financiarización económica, la tercera acentúa la fallida “guerra contra las drogas” impuesta por EE. UU. Un modelo que en las ciudades mantiene la desigualdad y la miseria, donde el 85% de los trabajadores obtienen menos de 500 dólares al mes (DANE, 2018).
Un neoliberalismo con intervención extranjera que encuentra asimismo una férrea resistencia en los territorios. Organizaciones populares y movimientos sociales lo enfrentan con movilizaciones, protagonizando importantes luchas contra la megaminería, por el agua, por la sustitución concertada (financiada por el Estado) de los cultivos de uso ilícito. Luchas por el trabajo digno y por un movimiento por la paz que detenga la militarización estatal de los territorios (ver mapa de megaminería) y permita en democracia la acción política para el cambio social. Disputas que son territoriales y comunales, con un histórico sentido de defensa de la tierra, de los bienes comunes y de la producción soberana agroalimentaria.
La orientación económica y política del Estado colombiano se basa en mantener un sistema de abandono de las y los trabajadores precarizados en las ciudades y en el campo sosteniendo la miseria de las poblaciones indígenas, campesinas y afrodescendientes, reforzado por una estrategia de connivencia y apoyo a la creación de grupos paramilitares (Molano, 2015: 196-198). Con ese modelo de despojo, hoy habitan en la ruralidad sólo el 26,6% de la población colombiana, de los cuales el 45,6% vive por debajo de la línea de pobreza, llegando al 63,5 % para las comunidades étnicas (Censo Agrario, 2015). El territorio de Colombia tiene una extensión de 1,13 millones de km², donde existen zonas habitadas que permanecen aisladas, sin infraestructura vial, ni políticas públicas de integración territorial. La pobreza extrema en la ruralidad -en especial de la población afrodescendiente e indígena- es similar o superior a Ruanda o Etiopía, y la desigualdad es la segunda del continente (Gini: 0,53), después de Haití (Gini: 0,60). Este panorama rural de desigualdad y pobreza contextualiza la prevalencia de los cultivos de hoja de coca, amapola y marihuana usados para producir drogas de uso ilícito.
Una realidad que el movimiento popular enfrenta con proyectos colectivos de resistencia económica y lucha por un modelo rural distinto al neoliberal ya descrito. Las Zonas de Reserva Campesina (ZRC) y las Zonas de Desarrollo Agroalimentario (ZDA) son las propuestas colectivas más destacables que promueven proyectos alimentarios basados en la propiedad colectiva de la tierra y modelos de auto sustentabilidad reconocidos como exitosos. Propuestas novedosas de reforma agraria desarrolladas con éxito en varias regiones del país que persiguen una salida a los cultivos de uso ilícito con una orientación de soberanía alimentaria. Existen hoy seis ZRC establecidas que suman un total de 831.000 hectáreas en seis departamentos del país, y otras siete (de 1.253.000 hectáreas) están a la espera de ser reconocidas por el Estado. Procesos populares fundamentales en la conformación de la Cumbre Agraria, Étnica, Campesina y Popular en 2014, un proyecto de unidad de las luchas rurales y populares, que representan hoy el sector más dinámico del movimiento social y el más activo en la búsqueda de la solución política al conflicto armado.
La paz en esta perspectiva de transformación del modelo económico de la ruralidad resulta una posibilidad certera para salir del neoliberalismo. Si el pueblo colombiano logra ganar la disputa por la paz, con garantías democráticas, el modelo popular de ruralidad será central en la disputa contra hegemónica. El problema nodal de la tierra entonces resulta paradoja. Por su papel en la acumulación y la financiarización ha sido el motor principal de la guerra; pero al modificar su rumbo puede convertirse en el factor de cambio.
Geopolítica del conflicto armado interno
Colombia se constituyó como un agente clave en la disputa geopolítica regional a favor de los intereses de los EE. UU. y sus propósitos de reposicionamiento regional tras dos décadas de gobiernos progresistas y antimperialistas. Para el país del norte, resulta necesario superar la crisis financiera y sistémica evidenciada con el shock mundial del 2008. Las guerras híbridas en la región desarrolladas a través de golpes “blandos”, guerras judiciales (lawfare) y la llamada asistencia al desarrollo (softpower), se expresaron en Colombia bajo la forma de “guerra contra las drogas” encubriendo su verdadero propósito de sofocar las luchas populares y disponer sin problemas de los recursos minero-energéticos y de la biodiversidad andino-amazónica.
La clase dominante, con el apoyo de los EE. UU., convirtió al país en un campo operacional desde el cual proyectó las consecuencias del conflicto armado interno hacia la política latinoamericana y consolidó una situación de guerra híbrida transfronteriza con el objetivo de intervenir en el control geopolítico de la región y, en particular, sobre el poder político y económico de la República Bolivariana de Venezuela. Es claro que EE. UU. y sus aliados colombianos, consideran vital una derrota del proyecto bolivariano suponiendo que tras su caída será difícil reconstituir un proyecto emancipatorio en la región.
En ese contexto, para los EE. UU. resulta funcional el conflicto armado interno en Colombia. Un conflicto nacido en la década de 1960 como parte de las disputas suscitadas por la instalación y desarrollo del capitalismo tardío en el país y por la injerencia externa a través del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), la Alianza para el Progreso y las misiones de expertos economistas y militares. Así, desde esos años, vienen desarrollándose las condiciones para que las clases dominantes, las FF.AA. y la sociedad civil (sometida a estas condiciones culturales hegemónicas) favorezcan los planes y las acciones imperialistas en el país y en Sudamérica. En igual dirección, los poderosos del país y los EE. UU. han persistido en la salida militar al conflicto interno para lo cual impulsaron el plan militar más sofisticado impuesto en la región -el llamado Plan Colombia- robusteciendo a las FF.AA. y la represión.
Desde el 2001, los EE. UU. evaluaban la situación del conflicto armado interno como una amenaza real que desafiaba al Estado colombiano (Marcella, Wilhelm, op. cit., 2001), una preocupación amplificada por el avance del bolivarianismo en Venezuela y los gobiernos progresistas en la región. En este contexto, se avaló una mayor intervención militar y política en el país; aunque diez años después – en 2011– el conflicto armado lejos de estar resuelto se prolongaba en un escenario de empate negativo donde ninguna de las fuerzas podía someter a la otra, aunque las FF.AA. habían construido una superioridad técnica y asestado duros golpes a la insurgencia. En ese contexto se desarrollaron las conversaciones que concluyeron en los Acuerdos de Paz de 2016. Las acciones desestabilizadoras de las élites contra Venezuela se sostuvieron por la obsecuencia y la larga “asistencia” de los EE. UU., tanto militar como política, para sostener el orden social vigente en Colombia. Al calor de esta intervención se creó un “complejo industrial militar dependiente” sobre el cual orbitan empresas privadas colombianas, estadounidenses e israelíes, quienes se benefician de los negocios relativos a la seguridad y la defensa que significan el 13,1 % del presupuesto nacional.
Esta lógica empresarial de la guerra presente en las esferas del poder se impone a cualquier consideración política de paz y justicia social. Las FF.AA. colombianas y sus socios privados están habilitados para fabricar productos de intendencia, fusiles, proyectiles, explosivos y en menor medida simuladores de aeronaves no tripuladas, radares y lanchas de patrullaje, pero están obligados a comprar insumos y know how a sus socios de EE.UU. e Israel, como equipos de ciberseguridad y capacitación para sostener la guerra híbrida, ya no sólo contra las guerrillas, sino contra los desafíos hemisféricos que EE.UU. considera como prioridad: los gobiernos progresistas, la revolución cubana y la venezolana, y, ante todo, los avances de las relaciones políticas y comerciales entre los países latinoamericanos y los países de los BRICS fuera de la región, esto es: Rusia, India, China y Sudáfrica.
La alianza de Colombia con EE. UU. en sus andanzas geopolíticas se consolida con el ingreso del país sudamericano a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en calidad de socio global, amplificando la tensión por una posible invasión a Venezuela y perfilando con mayor precisión el papel que desea cumplir el gobierno colombiano en los planes regionales de los EE.UU. y justificando la continuidad del aparato bélico que sirve para contener la inconformidad social resultado de la desigualdad y la pobreza propias del neoliberalismo.
Con este escenario, el gobierno de Iván Duque se propone inscribir sus prioridades en la “guerra contra las drogas” impuesta por la administración de Donald Trump y en el enfrentamiento ideológico con los gobiernos progresistas de la región, especialmente con los procesos de transformación de Venezuela y Cuba. Pero las condiciones internas parecen dificultar estos proyectos de la ultraderecha, ya que el gobierno parece no contar con la fuerza ni el consenso político suficiente para conducir eficazmente la economía nacional ni para conjurar la capacidad de movilización y lucha de importantes sectores de la sociedad colombiana -persistente aún bajo las constantes violaciones de derechos humanos, la represión y el asesinato de referentes sociales- aunque sostenga su agresividad en contra de los gobiernos progresistas de la región.
Verdad y justicia: la paz política
El conflicto armado colombiano por su extensión temporal de seis décadas ha tenido varias etapas y variaciones en sus modos de operación. Así, hasta 1991, se enmarcó en los planteamientos de la guerra fría, donde el concepto de enemigo interno fue central y el combate de la insurgencia se desarrollaba mediante acciones de inteligencia y operaciones militares en terreno. Luego tomó la forma de una guerra de amplio espectro o híbrida, consolidada por el Plan Colombia, que combinó acciones sicológicas, mediáticas y judiciales, con una sofisticada actividad en medios de comunicación, que terminó por generar una “posverdad” del conflicto, negadora de las condiciones sociales y políticas que dieron orígenes al alzamiento armado civil en la década de 1960. Este último periodo puede considerarse como un laboratorio de ‘lawfare’ o guerra judicial aplicado luego en América Latina (Romano: 2019).
Con esos instrumentos se realizaron detenciones masivas de líderes sociales, acusándolos de apoyo a las guerrillas, amedrentando a poblaciones enteras para que retiraran su apoyo a éstas y llevando las condiciones judiciales para impedir una salida política del conflicto, al considerar a las guerrillas como grupos terroristas, y, de hecho, negando la existencia de un conflicto armado interno. Un pulso político que terminó por decantar en los diálogos de paz entre el Estado y las FARC en La Habana, y luego en la mesa instalada entre el Estado y el ELN (que terminó sin un acuerdo final), pues en ambas instancias, las guerrillas fueron reconocidas como organizaciones políticas.
Los diseños institucionales de la justicia ordinaria y de la justicia transicional apoyados por los EE. UU. a través de la formación de jueces y de la exportación del sistema penal acusatorio reafirman la concepción de “lucha contra el enemigo interno y el terrorismo” como ocurrió en el proceso de paz de Guatemala y en algunos aspectos en el de Colombia (Calderón 2019). Sin embargo, el modelo de justicia y verdad acordado por el Estado y las FARC se orientó a la restauración moral para las víctimas, y de forma principal, a esclarecer la esquiva y borrosa verdad, escondida por la guerra híbrida durante al menos las dos últimas décadas.
Para buscar la verdad y la no repetición de la historia, se constituyeron dos instituciones independientes del sistema judicial formal: La Comisión de Esclarecimiento de la Verdad y la Jurisdicción Especial de Paz (JEP), que tienen el encargo de revelar las responsabilidades de militares, guerrillas y empresarios, en las violaciones al derecho internacional humanitario (DIH) durante el largo conflicto armado interno. La JEP pone énfasis en el conocimiento de la verdad del conflicto desde una perspectiva restaurativa y administra justicia para quienes se supediten a las condiciones impuestas en búsqueda de la verdad sobre los hechos a través de mega causas impulsadas por las víctimas, o de oficio por denuncias preexistentes.
Este sistema de justicia es combatido por la ultraderecha colombiana, por considerar que equipara los delitos cometidos por los insurgentes con los de los agentes del Estado. Estos sectores pretenden impunidad para los militares y empresarios, y castigo para las guerrillas. Una tensión que configura un proceso de largo plazo, con muchos obstáculos, como ha ocurrido en otros países o en transiciones de las dictaduras a las democracias.
En este sentido, el Acuerdo de Paz no decretó una ley de punto final sino un sistema de disputa por la verdad, complejo y con alcances relativos, pues depende de la capacidad de las organizaciones de las víctimas y de la correlación de fuerzas políticas para avanzar sobre los intereses de los sectores de la clase dominante que tuvieron (o siguen teniendo) amplia responsabilidad en los crímenes de guerra y por haber utilizado el conflicto armado como medio para enriquecerse. En ese camino, la justicia y la verdad son instrumentos poderosos, porque incluye la verdad sobre el financiamiento del paramilitarismo, lo que puede ayudar a su desmonte y generar las condiciones de seguridad para desarrollar una efectiva apertura democrática.
En el presente, hacia el futuro
- En Colombia la paz está en disputa. Es una pugna que implica cambiar por completo el eje gravitacional de la política del país desde la guerra hasta la paz. Los seis puntos del Acuerdo de Paz se convirtieron en un programa de luchas antineoliberales que dialogan y se enriquecen con otras demandas populares. Define una ruta de apertura democrática que supone sacar a la violencia del ejercicio de la política, que reproduce el poder establecido en diversas regiones del país. El acuerdo es también una hoja de ruta para superar las condiciones de desigualdad y pobreza, en especial de la ruralidad donde está concentrado el modelo de acumulación y expropiación de riquezas; reconociendo y reparando a millones de personas afectadas por la guerra. Preservar la vida del movimiento popular y de las comunidades resulta fundamental para abrir paso a los cambios democráticos.
- El gobierno colombiano, liderado por la ultraderecha, actúa en contra del Acuerdo de Paz. Utiliza mecanismos institucionales y burocráticos para dilatar la implementación de los seis puntos del acuerdo y se niega a dialogar con el ELN. Le tiene temor a la paz política, porque implica desmontar el sistema de dominación cimentado en la coacción, la represión y la estigmatización del movimiento popular.
- Los beneficios de la guerra son transfronterizos y forman parte de la acción geopolítica de la derecha latinoamericana y de los EE. UU. La paz política abre la posibilidad de desafiar el poder establecido desde el cual se viene impulsando la agenda de desestabilización de diversos proyectos progresistas de la región y, particularmente, el bloqueo y las amenazas de intervención militar contra Venezuela. Tanto la implementación de lo pactado en el Acuerdo de Paz de 2016 y la concreción de un acuerdo con el ELN, permitirían mayores avances del movimiento popular y de los sectores antineoliberales en las luchas por la transformación económica y política del país, no exentas de contradicciones y obstáculos. La tendencia en las grandes ciudades del país, donde vienen avanzando expresiones políticas progresistas e independientes que limitan el poder tradicional y de la ultraderecha como se expresó en las elecciones de este año, así lo demuestra.
- Los incumplimientos estatales del Acuerdo están orientados también a generar fracturas en el movimiento popular. La estrategia de dividir opiniones en torno a la estrategia de lucha por la paz resulta evidente. Mientras no haya una paz con todas las guerrillas, la estrategia de dominación estatal basada en la desigualdad, la pobreza y la coacción seguirá su curso y la vida estará expuesta a la persistencia del accionar paramilitar. Las sistemáticas muertes de referentes sociales y líderes políticos del campo popular –intensificadas en los últimos meses- apuntan a generar miedo y rabia, en búsqueda de respuestas violentas que quiebren la actual tendencia social que no cree en el relato oficial de la guerra y empieza a reconocer una realidad distinta a la manipuladora posverdad que ubicaba a “los buenos” en el lado del gobierno y a “los malos” en el campo popular.
Bibliografía
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Este dossier fue preparado por el Grupo de Pensamiento Crítico Colombiano del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC) de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires. Agradecemos especialmente a lxs investigadores de dicho colectivo por su colaboración permanente con el Instituto Tricontinental de Investigación Social.