Prefacio
Cuando en nuestro país, Argentina, se anunció el aislamiento social preventivo y obligatorio en el mes de marzo, habían pasado apenas algunas semanas del 8 de Marzo, fecha en la que nuevamente el movimiento de mujeres y de la diversidad puso en juego una agenda política y una serie de demandas vinculadas a eliminar las violencias por motivos de género y las desigualdades que nos atraviesan en todos los órdenes de la vida.
La pandemia de covid-19 visibilizó o cristalizó varias de las cosas que desde los feminismos y los movimientos sociales venimos diciendo hace tiempo, en primer lugar, que habitamos como “normal” o “natural” un sistema que alcanzó niveles atroces de desigualdad, de exclusión, de odio y discriminación sin precedentes. No es exagerado decir que si no se pone un freno a la normalidad nos dirigimos directo hacia la destrucción del planeta y de la humanidad. En segundo lugar, al atravesar de modo mundial, la covid-19 también ha clarificado la importancia del Estado, revalorizando la intervención estatal, no cualquier tipo de intervención, sino la de un Estado que cuide de las personas, de su salud y preserve la vida.
A la par de ello, la pandemia puso en primer plano al cuidado y a los trabajos de cuidado como nunca antes. Tareas históricamente feminizadas, desvalorizadas social y económicamente, por ende, degradadas dentro de este sistema a labores de segunda o tercera categoría.
Las desigualdades existentes quedaron de manifiesto. No es lo mismo transitar el aislamiento si se vive en una casa o en una casucha, si se tiene trabajo o si no, si se tiene conectividad o no se tiene, si se tiene agua corriente o no, si eres hombre o eres mujer, si eres mujer cis o mujer trans…
La desigualdad que se normaliza como si fuera un fenómeno natural y no político es directamente proporcional al impacto que tiene la crisis sanitaria que estamos viviendo.
Para las mujeres y las diversidades, la agudización de las situaciones de violencias por motivos de género, el aumento de pobreza, a la par del aumento y sobrecarga de las tareas de cuidado son el reflejo de las desigualdades y las opresiones que se viven en “la normalidad”.
En este sentido, el desafío enorme que tenemos en este momento es cómo trazar una estrategia que contemple la emergencia pero que la trascienda. Cómo hacer que ese impacto no nos haga salir de la pandemia más pobres, más violentadas y más explotadas; trabajando, a la par, en las transformaciones estructurales que desarmen las relaciones de poder que reproducen las violencias y las desigualdades.
El rol que tenemos como militantes del feminismo popular es central en la tarea que tenemos por delante. En nuestro país miles de nosotras nos hemos encontrado por más de 34 años a discutir una agenda política del movimiento de mujeres y feminista, intercambiando y organizándonos en los distintos territorios. Tenemos una historia de organización sindical peleando para ampliar nuestros derechos, para que se reconozcan nuestros trabajos. Nos reconocemos en la lucha por los derechos humanos en nuestro país, en nuestras Madres y Abuelas que son parte también de la historia de nuestro movimiento.
En los últimos años este movimiento cobra una potencia arrolladora, hace cinco años irrumpía en las calles argentinas el primer Ni Una Menos, poniendo en agenda la necesidad urgente de políticas públicas de prevención y asistencia de las violencias por motivos de género, exigiendo que no nos maten más. Con el gobierno del partido Cambiemos y la avanzada neoliberal, estos debates del movimiento se ordenaron detrás de una nueva agenda. Cuando hay crisis económica hay feminización de la pobreza y las políticas neoliberales golpean con más fuerza a las mujeres y a las diversidades profundizando las desigualdades, pero se respondió con organización y resistencia. El movimiento de mujeres llevó adelante el primer paro nacional en el 2016 y la masividad que desplegó la marea verde de la mano del debate por el aborto en el 2018 puso en evidencia que el movimiento de mujeres y de la diversidad es uno de los actores más dinámicos de nuestra época.
Con la fuerza de las luchas que nos antecedieron y de la mano de todas nuestras hermanas de la Patria Grande y del mundo, tenemos la obligación de trabajar para salir mejores de esta crisis, de poner en discusión todo y de asegurarnos que de esa discusión se salga con un consenso popular, progresista y feminista.
Eli Gómez Alcorta
Ministra de las Mujeres, Géneros y Diversidad
Argentina
Introducción
En nuestra serie sobre el coronashock hemos discutido sobre cómo un virus que golpeó al mundo con fuerza avasalladora ha puesto rápidamente al descubierto los problemas sociales, políticos y económicos de hoy en día. La covid-19 ha expuesto el desmoronamiento del orden social burgués, a la par que arroja luz sobre la resistencia humanista de las regiones socialistas del mundo.
En medio de esta crisis sanitaria, económica, política y social mundial, son a menudo las mujeres quienes cargan el peso de los cambios catastróficos en su vida cotidiana, desde el aumento del trabajo de cuidado de niñas y niños, personas ancianas y enfermas, hasta las altísimas tasas de violencia de género, ya que las mujeres y las personas de las diversidades sexo genéricas están en cuarentena con sus abusadores. A medida que los países de todo el mundo experimentan diferentes etapas de la pandemia, parece que el año 2020 estará marcado por un intento de adaptarse y sobrevivir en esta nueva realidad.
Durante meses ya, diversos países han estado experimentando con diferentes métodos y etapas de distanciamiento físico y órdenes de confinamiento. Algunos han empezado a aflojar las restricciones y reabrir la economía, mientras que otros están intentando aplanar la curva ascendente de nuevas infecciones. La incertidumbre se cierne sobre cuánto demorará la recuperación de estas incalculables pérdidas sociales y económicas a medida que surgen nuevos desafíos para las sociedades en general.
En este estudio tratamos de entender la actual crisis de salud de manera más completa, lo que significa que también debemos entenderla como una crisis económica y social. En primer lugar, analizaremos los efectos sociales y laborales de la crisis y examinaremos las consecuencias para lxs trabajadorxs que están en la primera línea de la pandemia: trabajadorxs de la salud y esenciales, trabajadorxs informales y las personas más vulnerables de la sociedad. En segundo lugar, abordaremos el trabajo de cuidado y el impacto del confinamiento y las medidas de distanciamiento físico en esxs trabajadorxs. Tercero, examinaremos el aumento de la violencia patriarcal durante la cuarentena, haciendo un análisis histórico y conectándolo con acontecimientos políticos recientes, especialmente en el Sur Global. Al final de este estudio, presentamos una lista de las demandas populares que han sido presentadas por organizaciones feministas y de mujeres de todo el mundo, para construir sociedades más igualitarias, justas y humanas mientras enfrentamos esta crisis global.
I. El impacto social y laboral del coronashock
Estamos viviendo la peor crisis de la historia del capitalismo. La crisis actual fue desatada por un pequeño virus invisible que, sin embargo, llevó a “la mayor huelga general involuntaria de la historia moderna”, en palabras de Vijay Prashad, director del Instituto Tricontinental de Investigación Social, ya que forzó al confinamiento en prácticamente todo el planeta. Al menos la mitad de la fuerza de trabajo mundial está sin trabajo o quedándose en casa, lo que ha tenido efectos de gran alcance en las tasas de crecimiento económico del mundo. La mano de obra produce el valor y cuando lxs trabajadorxs son forzados al confinamiento, ninguna economía escapa a las repercusiones. En un mundo globalizado, cuando las cadenas de suministros y las plantas industriales se ven obligadas a cerrar una parte o la totalidad de sus operaciones, el impacto económico se vuelve catastrófico para todos los países, especialmente los del Sur Global.
La aplicación del modelo neoliberal ha hecho aún más complejo enfrentar los desafíos que enfrentamos hoy en día. Como este modelo promueve la reducción de impuestos, las privatizaciones y la tercerización, los Estados se debilitan cada vez más, recortan sus presupuestos y reducen la inversión social. Las políticas de austeridad, un Estado mínimo y el debilitamiento de los sindicatos y las organizaciones sociales han comprometido los recursos sociales y públicos necesarios para enfrentar la pandemia, sea en el ámbito de la atención sanitaria, los servicios sociales o los servicios dedicados a asistir a los sectores más vulnerables. En estas condiciones, la atención de salud y los sistemas de protección social han colapsado, disminuyendo el acceso a ayuda humanitaria esencial.
Las consecuencias de la expropiación neoliberal
La salud no es solo una cuestión individual, es un proceso complejo y socialmente determinado. Este aspecto a menudo se deja de lado en el debate sobre la salud pública, que se centra, en cambio, en las perspectivas biomédicas que reducen los problemas de salud, las estrategias de prevención y los procesos de tratamiento al nivel individual. El proyecto neoliberal amenaza seria y gravemente la salud como un derecho fundamental universal. Los derechos humanos, la universalidad, la equidad, la cobertura, la atención primaria de salud y otras preocupaciones han sido cooptadas y transformadas por la ideología neoliberal.
La ideología neoliberal —que aumentó su hegemonía en América Latina en los años noventa siguiendo el Consenso de Washington— ha promovido exitosamente la idea de que los problemas que enfrenta la región estaban causados por un sector público supuestamente sobredimensionado y que los ajustes fiscales estructurales y la privatización de servicios públicos eran necesarios para resolver estos problemas. Después de décadas de transformaciones neoliberales y políticas de ajuste estructural marcadas por la implementación de nuevas tecnologías y la expropiación de recursos y bienes comunes, finalmente prevaleció el fundamentalismo de mercado. Esto condujo a intervenciones parciales y a corto plazo a costa de políticas públicas eficientes y sostenibles a largo plazo. En medio de este clima político y económico y basándose en el documento “Invertir en salud” (1993), el Banco Mundial intervino en el área de la salud pública forjando una agenda y un modelo de reformas que procuran la mercantilización y privatización del cuidado de la salud.
La lucha contra las crisis de salud como la que enfrentamos hoy en día se ha visto gravemente obstaculizada por la destrucción, el desmantelamiento, despojo y trade-off de los sistemas de salud públicos. Las escenas de desesperación que vimos en todo el mundo —cadáveres abandonados en las calles por el colapso de los sistemas locales, como en el caso de Guayaquil (Ecuador), o las fosas comunes abiertas en diferentes países de América Latina— exponen la profundidad del despojo neoliberal en la región. América es el continente con el mayor número de casos de covid-19 en el mundo, seguida por otros países del Sur Global, como la India.
La Organización Mundial de la Salud estima que lxs trabajadorxs de la salud representan el 10% de las personas infectadas en todo el mundo. Está claro que estar en la primera línea tiene como resultado un mayor riesgo de contagiarse de covid-19 y estar expuestos a un estrés excesivo combinado con sentimientos de incertidumbre. Esta realidad es anterior a la pandemia, pero solo se ha agudizado, provocada por problemas como la escasez de equipos de protección individual, largas jornadas de trabajo, y el riesgo inminente de quedar desempleado o verse obligado al trabajo informal. Además de este estrés, las trabajadoras de la salud continúan realizando el trabajo de cuidado en su vida privada, lo que a menudo incluye trabajo doméstico y cuidado de niñxs y/o personas adultas mayores.
Lo que hace aún más vulnerables a algunos trabajadorxs del sector de la salud —desde personal de limpieza hasta trabajadorxs de cuidado informales— es lo invisibles que son para el sector de salud y la sociedad en su conjunto, una realidad que tiene su origen en factores históricos y sociales que se entrecruzan con la clase, el género y la raza. Esto significa que estxs trabajadorxs tienen menos control sobre sus condiciones de trabajo y no se benefician de las mismas regulaciones ni prestaciones estatales, enfrentando mayores riesgos de salud y seguridad. A medida que la precariedad y el miedo de perder sus ingresos se hacen más evidentes, lxs trabajadorxs son menos proclives a organizarse y sindicalizarse, quedando más sujetxs a la sobreexplotación, malas condiciones de trabajo e inseguridad laboral.
La pandemia ha expuesto claramente los ataques de larga data a la atención de salud y los esfuerzos por mantener servicios gratuitos, públicos y de calidad para la gente, y ha revelado la brecha de género entre lxs trabajadorxs de la salud más vulnerables. No tenemos otra opción que luchar por un mundo donde se reconozca a lxs trabajadorxs y la discriminación de género sea abolida, no solo aplaudiendo desde nuestras ventanas, sino logrando victorias tangibles para la clase trabajadora.
Trabajadoras de la salud en la primera línea
La mayoría de lxs trabajadorxs de la salud son mujeres, especialmente en la enfermería. De acuerdo con las Naciones Unidas (ONU), algunas estimaciones indican que las mujeres representan el 67% de la fuerza de trabajo mundial en atención de la salud. Las mujeres también constituyen la mayoría en el sector de limpieza y particularmente en el trabajo social (90%). En el caso de Brasil, 2 de los 2,7 millones de personas que emplea el sistema de atención de salud público (Sistema Único de Salud – SUS) son mujeres, esto es, el 75,4%. En términos de demografía racial, el 34% de la fuerza de trabajo del SUS es afrodescendiente, 8% son hombres negros y 26% son mujeres negras.
A pesar de que las mujeres constituyen la mayoría de la fuerza de trabajo, la industria mundial de la atención de salud está dirigida principalmente por hombres. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), el 69% de las organizaciones mundiales de la salud están dirigidas por hombres, solo 20% tienen paridad de género en sus juntas directivas y el 25% ha alcanzado paridad de género en los puestos directivos superiores. La OMS también demostró que mientras las mujeres en este sector trabajan más horas, se les paga 11% menos que a los hombres.
En Argentina, el sector de salud se ha caracterizado históricamente por una fuerte feminización de las funciones técnicas, operacionales y de limpieza, y una gran masculinización de las funciones profesionales y jerárquicas. Los datos disponibles indican que el 82% del total de auxiliares, técnicxs y graduadxs de enfermería son mujeres. La novedad de las últimas décadas es el proceso de «feminización de la profesión médica», lo que implica una modificación del campo, históricamente dominado por el sexo masculino. Actualmente, son mujeres el 70% de lxs profesionalxs de salud, y la mayoría de quienes estudian y se gradúan de medicina en las universidades. Sin embargo, las mujeres ocupan solo el 40% de las posiciones jerárquicas. En el sector privado, la brecha de género es aún más profunda: solo el 13% de los puestos de dirección están en manos de mujeres.
El proceso de feminización de estas ocupaciones no fue acompañado por un aumento en el porcentaje de mujeres en puestos de dirección y gestión en las instituciones de salud, ya sea en hospitales, departamentos de salud de los gobiernos locales y nacionales, asociaciones profesionales, organizaciones científicas o sindicatos. Eso también tiene un profundo impacto en la brecha salarial, ya que a las mujeres se les paga entre 10 y 20% menos que a los hombres, de acuerdo con un informe del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas (Argentina) de 2018.
Salarios, raza, género y el lado invisible del trabajo en salud.
Al igual que en otros espacios, también existe un fuerte componente de discriminación en la gestión del trabajo en el sistema de salud, una realidad que surge de las raíces patriarcales y neocoloniales que dan forma a este sistema. El impacto es evidente en las diferencias salariales, de nivel educativo y las posiciones de liderazgo entre hombres y mujeres y según la etnicidad, lo que revela la necesidad de políticas públicas activas que conduzcan a la igualdad de género y racial.
En todo el mundo y en todas las áreas económicas, a las mujeres todavía se les paga 20% menos que a los hombres por el mismo trabajo, y están desproporcionadamente empleadas en trabajos peor pagados. En los lugares de trabajo se sigue considerando que las mujeres son menos competentes, disfrutan de menos prestigio, tienen menos probabilidades de ascenso y menos acceso a prestaciones laborales básicas como la sindicalización, la seguridad social, la seguridad del trabajo y salarios decentes. En Brasil, por ejemplo, la diferencia entre la mayor y la menor remuneración entre los empleos en el sistema público de salud es de siete veces. En general, las mujeres reciben el 75% de la remuneración de los hombres, y a las mujeres negras se les paga el 60% de lo que ganan los hombres blancos.
Además de la disparidad de remuneración entre hombres y mujeres, también existe una disparidad en el acceso a oportunidades de trabajo en el sector sanitario formal. De acuerdo con Women in Global Health, aunque las trabajadoras del sector de salud contribuyen al PIB mundial con alrededor de 3 billones de dólares, casi la mitad de ese trabajo se realiza sin reconocimiento o pago. En Argentina, mientras el 77,1% de las trabajadoras de la salud tienen empleos formales y contribuyen para su jubilación, el porcentaje entre los trabajadores es más alto, 81,3%. Existe una brecha de 5,5% entre el número de hombres y mujeres registrados como profesionales de la salud —como médicos— y otro personal —como enfermeras, trabajadoras sociales y custodios—, lo que a su vez tiene implicaciones en la discrepancia de salarios entre mujeres y hombres en el sector de la atención de salud.
El papel de estas trabajadoras en la economía popular también ha cobrado importancia en el contexto de la pandemia, principalmente en las zonas de clase trabajadora. La crisis sanitaria adquiere contornos propios en los asentamientos y periferias, donde la gente vive sin acceso a servicios públicos e infraestructura básica, como agua, luz y alcantarillado, creando un caldo de cultivo para que el virus se propague en condiciones de vida precarias. La población de estos barrios está en la primera fila de las necesidades básicas de salud, de orientación y atención durante la pandemia.
En Argentina, las trabajadoras de la economía popular son las que están en la primera línea de la estrategia sanitaria en los barrios de clase trabajadora: están encargadas de la investigación y la subsecuente asistencia a personas adultas mayores y población en riesgo que vive sola. Son ellas —en coordinación con los centros de salud, hospitales y programas de salud— quienes aplican pruebas casa por casa, y acompañan a las personas y familias que precisan estar aisladas. No solo resuelven la gestión de la crisis de salud, sino que también proporcionan alimentación, bienes esenciales y cuidados generales en la comunidad. Estas llamadas “promotoras de salud de la comunidad” —que a menudo proporcionan atención primaria de salud, pero no están registradas en el sistema de salud— generalmente no son reconocidas ni pagadas.
En Sudáfrica, lxs trabajadorxs comunitarixs de salud (CHW por su sigla en inglés) —que han desempeñado un papel fundamental en la primera línea, aunque a menudo tienen contratos temporales— organizaron un protesta en julio de 2020, exigiendo empleo a tiempo completo y un mayor reconocimiento de su contribución a las instituciones públicas de salud. “¿Cómo se puede confiar en nosotros para examinar y hacer pruebas a las comunidades por covid-19, pero no se nos permite compartir nuestros puntos de vista sobre el trabajo en la primera línea en foros de salud?”, preguntó Noluthando Mhlongo, una CHW de KwaZulu-Natal.
Los esfuerzos por poner de relieve estas realidades y este trabajo esencial están comenzando a dar forma al debate sobre políticas públicas, en particular en lo que se refiere a la promoción de la capacitación profesional y la garantía de su remuneración. Debemos dar crédito a sus demandas de ser remuneradxs y reconocidxs por su trabajo y de ser tratadxs con igualdad.
Trabajadorxs informales y desempleo
Desde el comienzo de la pandemia, la mayoría de las personas se han enfrentado a la cruda problemática de cómo mantenerse a sí mismas y sus familias a medida que la economía se contrae cada vez más. Esta realidad es particularmente seria para trabajadorxs informales y desempleadxs y para las mujeres. Antes de la pandemia, la economía informal estaba compuesta predominantemente por mujeres. Ahora, masas de trabajadoras están perdiendo sus empleos y sus ingresos en medio de la pandemia.
De acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo (OIT), las mujeres están empleadas desproporcionadamente en muchas de las industrias severamente afectadas por la crisis. Casi 510 millones (40%) de todas las mujeres empleadas en el mundo trabajan en las cuatro áreas más afectadas: hoteles, restaurantes, comercio minorista y manufactura. Las mujeres también están empleadas predominantemente en trabajo doméstico, atención de la salud y servicios sociales, lo que las pone en mayor riesgo de contraer covid-19 y de perder su fuente de ingresos si se contagian. También tienen menos probabilidades de acceder a beneficios sociales.
En el mismo informe, la OIT indica que la crisis podría causar un aumento en las tasas relativas de pobreza en América Latina y el Caribe, con un incremento del 54% en el número de trabajadorxs informales, que pasaría de 36% antes de la crisis de la covid-19 al 90%. El trabajo informal significa empleos inestables, bajos ingresos y ninguna protección social para enfrentar emergencias de salud o situaciones como el desempleo y la falta de derechos laborales.
Cuando el sector formal cierra sus puertas a las mujeres, no les queda otra alternativa que el sector informal (que históricamente se han visto obligadas a ocupar), en el cual están sujetas a condiciones de trabajo precarias y bajos salarios. Las mujeres son golpeadas especialmente fuerte cuando las autoridades locales toman medidas drásticas contra lxs vendedorxs ambulantes y otros trabajadorxs informales cuya subsistencia depende del acceso a espacios públicos. Según los datos disponibles, se estima que entre el 30% y el 40% del comercio total dentro de la Comunidad de Desarrollo de África Austral (SADC por su sigla en inglés) está relacionado con comerciantes informales transfronterizos. En Sudáfrica, el comercio informal y transfronterizo se ha detenido casi por completo en todo el país; se cerraron 35 puestos de frontera terrestre, así como otros puestos con países vecinos como Mozambique y Zimbabue. Escenas en que las mujeres cierran sus puestos de fruta se han vuelto comunes en lugares como la población fronteriza de Komatipoort en Sudáfrica. Estxs trabajadorxs, en su mayoría mujeres, se quedan sin ingresos y con la incertidumbre sobre cuándo podrán reanudar su trabajo.
Incluso antes de la pandemia, más de 1.600 millones de personas —la mitad de la fuerza de trabajo mundial— trabajaban en el sector informal, enfrentando constantemente la posibilidad de perder sus medios de subsistencia. Naciones Unidas estima que lxs trabajadorxs informales en todo el mundo perdieron 60% de sus ingresos en el primer mes de la pandemia. La OIT estima que estas cifras son aún peores en América Latina y el Caribe, donde los ingresos de lxs trabajadorxs informales se han reducido 80% en el mismo período. De lxs trabajadorxs informales de la región, el 59% son trabajadorxs por cuenta propia, mientras que el 31% están empleados por micro y pequeñas empresas. Solo en Brasil, más de 600.000 micro y pequeñas empresas se han visto obligadas a cerrar desde que comenzó la pandemia y se prevé que el desempleo se duplique o quizá cuadruplique hasta finales de año.
En la India, de acuerdo con el Observatorio de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), casi el 90% de la fuerza de trabajo está en el sector informal, lo que la convierte en la mayor fuerza de trabajo de la economía. El informe indica también que alrededor de 400 millones de trabajadorxs que pertenecen al sector informal experimentarán extrema pobreza a medida que la crisis se intensifique. La precariedad del sector informal afecta de manera desproporcionada a las mujeres: 94% de las mujeres que forman parte de la fuerza de trabajo en la India están en el sector informal. A pesar del enorme número de trabajadorxs del sector informal de la India —que contribuyen significativamente al PIB del país— su bienestar ha sido enormemente descuidado. Lxs trabajadorxs de la India se enfrentan a desafíos adicionales a medida que las leyes laborales se debilitan en el gobierno actual, encabezado por el Bharatiya Janata Party (BJP), incluido un ataque a la jornada laboral de ocho horas.
El Observatorio de la OIT también destaca que el 94% de lxs trabajadorxs del mundo viven en países con algún nivel de cierre de lugares de trabajo, muchos de lxs cuales han perdido sus empleos durante la pandemia. En medio de esto se encuentran niveles crecientes de ansiedad y depresión provocados por la pandemia y la situación cada vez más precaria que enfrentan lxs trabajadorxs del sector informal. A nivel mundial, “Más de la mitad de lxs jóvenes encuestadxs se han vuelto vulnerables a la ansiedad o la depresión desde el comienzo de la pandemia. Uno de cada seis ha dejado de trabajar y 60% de las mujeres y 53% de los hombres veían sus perspectivas laborales con incertidumbre y temor. Lxs jóvenes que habían dejado de trabajar corrían mayor riesgo de ansiedad y depresión”.
El surgimiento de un nuevo tipo de economía de contratos muy cortos está institucionalizando aún más la precariedad y la informalidad. Este nuevo fenómeno, también conocido como la “uberización” del trabajo, es el resultado de décadas de cambios que han deteriorado las condiciones de trabajo y la seguridad laboral. Este proceso maximiza la sobreexplotación creando la llamada mano de obra “justo a tiempo”, un sistema que requiere que lxs trabajadorxs estén constantemente listxs para presentarse a trabajar, pero solo los llama a trabajar cuando hay demanda. Se les paga por horas, o incluso por minutos, por el tiempo que tardan hacer una entrega o terminar un servicio temporal, que externaliza el coste de los tiempos de inactividad a lxs trabajadorxs en lugar de a las empresas. Esto ha tenido un impacto desproporcionado en lxs trabajadorxs jóvenes y en las mujeres pobres (sobre todo mujeres racializadas o migrantes), y se ha convertido en una fuente de empleo poco fiable para un enorme número de personas, así como una alternativa ante la escasez de puestos de trabajo y la falta de fuentes de ingreso.
A medida que estas tasas sigan aumentando, cada vez más personas, y en especial cada vez más mujeres, se verán obligadas a caer en la pobreza en todo el mundo. Ellas se las han arreglado para sobrevivir con trabajos informales, vendiendo en las calles, recogiendo basura, reciclando, como pequeñas agricultoras. El distanciamiento físico y las medidas de confinamiento socavan los medios de subsistencia cotidianos de estas mujeres —que a menudo son jefas de hogar—, ya que no pueden trabajar desde su casa, remotamente o en línea y porque muchas de ellas dependen de calles llenas, mercados públicos y pequeñas empresas.
Trabajo doméstico remunerado en el Sur Global
Lxs 67 millones de trabajadorxs domésticos del mundo constituyen un sector clave de la fuerza de trabajo informal. Este sector de la fuerza de trabajo —80% del cual son mujeres— representa la gran mayoría del sector informal en buena parte del mundo. Además de sufrir de muchas de las mismas condiciones que otrxs trabajadorxs informales, como la inseguridad laboral y condiciones precarias, lxs trabajadorxs domésticxs a menudo están privados de las escasas prestaciones que se ofrecen a otros trabajadorxs precarios.
En la India, la mayoría de lxs trabajadorxs domésticxs son mujeres y niñas, que no tienen poder de negociación ni ninguna garantía de empleo. No tienen ninguna de las prestaciones de la seguridad social ni las protecciones legales garantizadas a otros trabajadorxs —incluso aquellxs en el sector informal— como salario mínimo u otras prestaciones. Sus altas tasas de analfabetismo y sus bajos niveles de educación formal las han hecho aún más vulnerables a terribles condiciones laborales, inseguridad laboral y bajos salarios. La pandemia ha exacerbado esta vulnerabilidad y muchas han perdido sus empleos o no les han pagado por sus servicios. De acuerdo con la National Sample Survey Office (NSSO) [Oficinal Nacional de Encuestas por Muestreo], la cifra oficial de trabajadorxs domésticxs en la India es de 4,2 millones. Sin embargo, según algunos estudios, el número real estaría entre 50 y 90 millones, más de diez veces la cifra oficial.
En América Latina, un tercio de lxs trabajadorxs informales son empleadxs domésticxs. En Brasil, las mujeres son el 97% de lxs trabajadorxs domésticxs, y ganan 78,4% de lo que se les paga a los hombres por el mismo trabajo, incluso aunque los trabajadores domésticos son apenas 1% de todos los hombres que trabajan fuera de casa. Entre los aproximadamente 7 millones de trabajadoras domésticas en el país, casi 5 millones no tienen seguridad laboral (están sometidas a empleo informal) y son contratadas por día. Estas trabajadoras domésticas informales reciben una remuneración aún menor, ganan un 60% menos que lxs trabajadorxs domésticxs formalmente empleadxs.
En Sudáfrica, los más de un millón de trabajadorxs domésticxs, que también son desproporcionadamente mujeres, son el 8% de la fuerza de trabajo del país. Algunxs trabajadorxs domésticxs viven en la casa de sus empleadores, mientras que otrxs enfrentan largos desplazamientos diarios desde las periferias de grandes ciudades o pueblos vecinos. Si bien a algunxs se les concedió licencia remunerada y pueden permanecer en sus hogares con sus familias durante la pandemia, la mayoría de las personas que realizan trabajo doméstico informal y reciben pago por día de trabajo no pueden subsistir si practican distanciamiento físico. Se enfrentan a dos opciones: seguir los protocolos públicos de seguridad, quedarse en casa por la covid-19 y enfrentarse a la posibilidad de morir de hambre y ser desalojadxs, o romper las normas de restricción, aumentando el riesgo de infección y asegurando potencialmente una fuente de ingreso.
A medida que la crisis económica se profundiza, lxs trabajadorxs domésticxs se ven acosadxs por la incertidumbre de si tendrán o no trabajo después de la cuarentena. De acuerdo con los sindicatos sudafricanos de trabajadorxs domésticxs, el sector es uno de los más susceptibles a los recortes si las familias de clase media que lxs contratan están luchando por salir adelante. Las mujeres migrantes indocumentadas son especialmente vulnerables.
Aunque los gobiernos de varios países han anunciado planes de socorro económico, se demoraron en introducir medidas para el sector informal, aplazaron su implementación y redujeron la cantidad de ayuda que se proporcionaría. Mientras tanto, los ricos solo se han enriquecido durante la pandemia. Un informe reciente de Oxfam mostró que en América Latina y el Caribe, por ejemplo, la riqueza acumulada por los grupos más ricos entre marzo (el comienzo de la pandemia) y junio de este año equivale a un tercio de los fondos proporcionados por los paquetes de estímulo económico aplicados en la región. La fortuna de 73 multimillonarios de América Latina aumentó en 48.200 millones de dólares en este período, mientras que un gran número de personas de la región perdieron sus empleos y fuentes de ingreso. Entre marzo y finales de julio, surgieron ocho nuevos multimillonarios en la región, uno cada dos semanas. Mientras tanto, se espera que este año 40 millones de personas pierdan sus empleos y 52 millones caigan en la pobreza en América Latina y el Caribe.
El Estado neoliberal no está al servicio de la humanidad. La lógica capitalista no tiene en cuenta a lxs trabajadorxs domésticxs, informales ni a lxs desempleadxs; les promete la oportunidad de tener éxito, pero solo les ofrece una mayor explotación, salarios más bajos y vidas más precarias. No les puede evitar el hambre y la miseria. Este es un mundo donde todxs lxs “nadies” mueren, como escribió elocuentemente Eduardo Galeano:
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. (…)
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
La creciente vulnerabilidad social: pobreza, desalojos y migración forzada.
La crueldad del sistema capitalista y de sus Estados ha empujado a la humanidad a su límite en la era de covid-19. Aunque había esperanza de que la tasa de pobreza de las mujeres se redujera un 2,7% entre 2019 y 2021, ahora como resultado de la pandemia se estima que la tasa subirá en un 9,1%. Esto significa que, para 2021, 96 millones de personas caerán en la extrema pobreza, 47 millones de ellas mujeres y niñas. Esto aumentará el número total de mujeres y niñas en extrema pobreza a 435 millones.
Esto es resultado de políticas adoptadas por los estados capitalistas en este período, impulsadas por una preocupación por las ganancias y no por la humanidad. Esta orientación contrasta fuertemente con las políticas implementadas en partes del mundo con gobiernos socialistas, desde Kerala (estado de la India) hasta Venezuela y Vietnam, como muestra un reciente estudio del Instituto Tricontinental de Investigación Social.
Entre las políticas desalmadas implementadas durante este período están los desalojos de individuos, familias y comunidades enteras en medio de la pandemia. Mujeres y niñxs han perdido sus casas, y como consecuencia, sus medios de subsistencia, como sucedió con las familias brutalmente desalojadas de un campamento del MST en Brasil en agosto de este año. Los desalojos que se están llevando a cabo en Sudáfrica, así como la migración forzada en India después de que se anunciara el confinamiento con muy poco tiempo de aviso y sin apoyo estatal, son dos ejemplos de la realidad que enfrenta la mayoría de la población mundial en los estados capitalistas en medio de la pandemia.
En la India, la primera fase del confinamiento se anunció el 23 de marzo de 2020, con aviso apenas cuatro horas antes y una duración de 21 días. El confinamiento, que se prolongaría continuamente, carecía por completo de una hoja de ruta adecuada para su aplicación. Cuestiones fundamentales quedaron en el aire: cómo las personas iban a acatar el confinamiento, a dónde ir si se quedaban varadas, cómo alimentarse y cubrir sus necesidades básicas para sobrevivir con una repentina pérdida de ingresos. Como resultado, la India fue testigo de la mayor migración a pie desde la Gran Partición, cuando el subcontinente fue dividido entre India y Pakistán en 1947. Aunque la migración por falta de oportunidades no es algo nuevo, la pandemia y el confinamiento subsecuente han sacado a la luz estas penurias. De acuerdo con la Encuesta Económica (2017), alrededor de 139 millones de migrantes estacionales o circulares realizan trabajo esencial en la India que permite el funcionamiento del resto de la economía, desde las fábricas hasta los edificios de oficinas.
A pesar de ello, lxs migrantes a menudo están excluidos de varios programas gubernamentales. Muchxs son de zonas rurales pero se han trasladado a las ciudades para encontrar trabajo, dependen de habitaciones alquiladas para alojarse y carecen de ahorros y salario regular. Después del confinamiento surgieron una serie de informes que describían el sufrimiento de lxs trabajadorxs migrantes que se quedaron varados en las grandes ciudades metropolitanas sin alojamiento, comida, ingresos ni ahorros para volver a casa. Durante el período inicial del confinamiento, decenas de miles de personas se vieron obligadas a caminar cientos de kilómetros sin medios de transporte disponibles para regresar a sus pueblos y ciudades de origen.
Al constatar la falta de respuesta del Gobierno a la situación de lxs trabajadorxs migrantes, el Tribunal Supremo intervino y emitió su primera orden el 26 de mayo, seguida de una orden provisional el 28 de mayo y la orden completa el 5 de junio. Las órdenes hacían hincapié en los lapsos en que el Gobierno no proporcionaba medios adecuados a lxs trabajadorxs migrantes varadxs y no facilitaba sus medios de transporte durante el confinamiento. Como reportó PRS Legislative Research, la Corte Suprema ordenó al Gobierno central y a los Gobiernos estaduales que se responsabilizaran de la crisis de los migrantes a través de una serie de medidas. Entre ellas se incluía proporcionar alimentos gratuitos a lxs migrantes varadxs, ordenar que el estado que recibiera a lxs migrantes pagara su transporte lo antes posible y dentro de los quince días siguientes a la emisión de la orden el 9 de junio, y garantizar que lxs trabajadorxs migrantes no pagaran el pasaje de tren o autobús.
A pesar de estas órdenes, la situación de la India sigue siendo sombría, ya que millones de personas de clase trabajadora sufren y luchan cada día por su supervivencia. El informe “Vidas trabajadoras: hambre, precariedad y desesperación en medio de la pandemia” documenta la respuesta de una serie de trabajadorxs migrantes y arroja luz sobre los problemas que enfrentan. Un migrante varado relató lo siguiente:
Bhagwam bharose chal rha hai kyunki sarkar se koi umeed hai nahi; woh bas ghosana kr deti hai, mara jata hai gareeb. [Se nos deja que nos defendamos solos porque no tenemos ninguna expectativa del gobierno. Solo hacen anuncios repentinos; son los pobres los que pagan el precio].
Una situación similar se ha producido en Sudáfrica durante la pandemia, ya que se están llevando a cabo desalojos en todo el país. En todas las principales ciudades los gobiernos municipales han desalojado a personas que vivían en barracas, en contravención tanto de las leyes del país que prohíben llevar a cabo desalojos sin una orden judicial, como de las normas que rigen el confinamiento, que incluyen una moratoria de los desalojos. En Durban, Abahlali baseMjondolo, un movimiento de habitantes de barracas —que es el mayor movimiento popular surgido en el país desde el fin del apartheid— ha sido objeto de desalojos diarios durante los cuales ha habido una considerable violencia estatal y en ocasiones se ha disparado munición real a lxs moradorxs. El movimiento cuenta con más de 75.000 miembros activos en Durban, la mayoría de los cuales son mujeres, y en muchos casos madres, luchando por proteger sus hogares.
La organización de mujeres de Abahlali ha emitido dos declaraciones explicando el impacto de género de los desalojos: «¿Por qué este sufrimiento?» y “¡Sekwanele! ¡Ya es suficiente!”. En la primera declaración, las mujeres dicen que:
Tenemos miedo del coronavirus, pero no hay virus peor que no tener un lugar donde quedarse. No hay un virus peor que hombres armados atacando y destruyendo tu casa. No hay virus peor que hombres armados disparando a tu familia, incluyendo niñxs y personas ancianas. No hay virus peor que tener que dormir afuera, donde siempre tenemos miedo de ser violadas. No hay virus peor que nuestros niñxs despertando en medio de la noche y gritando de miedo.
En conjunto, estas dos declaraciones señalan que los desalojos colocan a las mujeres en riesgo muy alto de agresión sexual cuando tienen que dormir a la intemperie después de los desalojos. Los desalojos causan un tremendo estrés y ansiedad en lxs niñxs, cuyo impacto es manejado sobre todo por las mujeres, algunas de las cuales además han perdido a sus compañeros debido a esta violencia estatal.
Las formas comunes de organización como reuniones o protestas callejeras son imposibles durante el confinamiento. Es increíblemente difícil acceder a apoyo legal o prepararse para las acciones judiciales por varias razones: es difícil viajar, las estaciones de policía se han negado a certificar documentos y firmar declaraciones juradas, etc. Para las mujeres que ya no tienen ingresos durante el confinamiento, la organización en línea también es imposible. Es de vital importancia que las organizaciones formadas por activistas de género de clase media permanezcan muy alertas sobre lo difícil es organizarse en el confinamiento para las mujeres que han perdido sus ingresos durante esta crisis.
Mantener los frágiles logros alcanzados por las activistas de base de los derechos de las mujeres en anteriores oleadas de lucha requerirá concentración y fortaleza. También requerirá que miremos con un lente de género incisivo cada movimiento de los gobiernos y los Estados en los próximos meses.
El impacto del coronashock en las diversidades sexo genéricas
Como hemos comentado, el impacto de la covid-19 es muy diferente en distintas comunidades de todo el mundo. Los peores efectos del virus los han sentido comunidades marginadas por clase, raza, orientación sexual, género y especialmente, identidad de género. Las condiciones previas causadas por la transfobia, fuertemente agravadas también por la clase y la raza, ponen a las personas trans en el punto de mira de la covid-19. En esta sección, vamos a describir brevemente algunos de los principales desafíos que enfrentan a nivel mundial las personas de las diversidades sexo genéricas, especialmente la comunidad trans, en medio de la pandemia de covid-19.
El primer desafío para medir el impacto de la covid-19 en la comunidad trans es que prácticamente no hay datos. Esto no es casualidad, a pesar de los impactos objetivos de la discriminación, la violencia patriarcal y la marginalización de la vida material de las personas trans, ellas son en gran medida invisibles. En Estados Unidos, el estado de California es uno de los pocos que recoge información del impacto de la pandemia en la comunidad trans. En Brasil, los datos nacionales sobre los 12,9 millones de desempleadxs no mencionan a las personas trans, tampoco lo hacen los informes gubernamentales sobre el aumento de 53% de las personas sin techo en la ciudad de São Paulo en los últimos cuatro años (de 15.900 personas en 2015 a 42.300 en 2019). Si bien es imposible cuantificar totalmente el impacto de la pandemia en las personas trans, las redes de apoyo de la comunidad ven esta realidad en sus vidas y en las calles y señalan que hay un número desproporcionado de personas trans entre las personas desempleadas y sin techo.
La disparidad comienza temprano en la vida, muchos niñxs de diversidades sexo genéricas, y especialmente lxs trans, son expulsados de sus hogares por familias que no les apoyan, lo que resulta en menores niveles de educación y habilidades profesionales requeridas por buena parte del sector formal, elemento que es agravado por la discriminación. Las personas trans son a menudo obligadas a permanecer en el armario o corren el riesgo de perder sus empleos, lo que provoca niveles mucho más altos de depresión, ansiedad y suicidio. Una investigación realizada entre 498 personas trans (452 mujeres trans y 46 hombres trans) mostró que en Argentina el 40% de los hombres trans y un tercio de las mujeres han intentado suicidarse en algún momento de su vida, comenzando en promedio a los 13 años en el caso de los hombres y 16 en el caso de las mujeres. Otra encuesta realizada en Estados Unidos entre 27.715 personas trans encontró que el 40% de las personas encuestadas había intentado suicidarse en algún punto de su vida, una cifra ocho veces mayor que la de la población total. En la medida en que muchas escuelas se cierran y dependen del aprendizaje virtual, lxs niñxs trans en hogares que no los apoyan están atrapados con sus abusadores.
En la era de la covid-19, esto significa que niñxs y adultos sin techo tienen un riesgo mayor de exposición a la enfermedad y tienen menos acceso a atención si contraen el virus. Algunos relatos señalan que, al contrario de muchxs migrantes que se apresuraron a regresar a sus hogares con escasos recursos en medio de una tremenda adversidad, las personas adultas y niñxs trans a menudo no tienen un hogar o familia donde volver. Muchas personas trans también son migrantes, como se ha visto con la crisis en la frontera entre México y Estados Unidos, donde a lxs migrantes que sobreviven al traicionero viaje se los mantiene en centros de detención miserables y hacinados.
En Sudáfrica, la covid-19 ha arrojado luz sobre la complejidad de las luchas de lxs refugiadxs de minorías sexuales y de género. Victor Chikalogwe, el coordinador de proyectos de género y diversidades sexo genéricas y refugiadxs en People Against Suffering, Oppression and Poverty (PASSOP) [Gente contra el Sufrimiento, la Opresión y la Pobreza], señala que el trauma severo y prolongado que los refugiados queer experimentan en sus países de origen se agrava una vez que las personas intentan establecerse en Sudáfrica. En un artículo en New Frame, Chikalogwe señala que “a diferencia de muchxs refugiadxs que pueden confiar en el apoyo de sus comunidades o compatriotas, usualmente no es posible que lxs refugiadxs de minorías sexo genéricas hagan eso. Sin ese apoyo, puede ser mucho más difícil para ellxs”.
No sorprende entonces que, dada esta realidad, las personas trans estén desproporcionadamente sin techo. Según una encuesta en Buenos Aires, el 65% de las personas trans viven en habitaciones de hotel precarias y subsidiadas por el Estado para personas que no pueden pagar alquiler; 22,5% alquilan sus casas, 6,6% viven en refugios o en las calles y apenas 5,9% tienen casa propia. La discriminación juega un papel importante, ya que a las personas trans a menudo se les niega oportunidades de vivienda estable, se encuentran con propietarios abusadores o con alquileres exorbitantes. Florencia, una mujer trans, cuenta que “No tenemos comprobante de ingresos, y enfrentamos el estigma de que las mujeres trans alquilan para convertir el lugar en un burdel, entonces nos cobran el doble o el triple de alquiler que a otras personas”.
En Hyderabad (India), hay afiches que advierten que hablar con personas trans podría exponerlos a contraer covid-19. Basados únicamente en la transfobia y el miedo, rumores como este tienen, sin embargo, consecuencias concretas: The Hindu reporta que “complejos habitacionales pidieron a personas trans abandonar sus alojamientos alquilados”.
Las personas trans también son sistemáticamente excluidas del mercado laboral formal y con frecuencia solo les quedan las opciones del trabajo sexual o mendigar. Por ejemplo, poco después de que Sudáfrica fuera puesta en confinamiento nacional en marzo de 2020, la Grupo de Trabajo para la Educación y la Defensa de Trabajadorxs Sexuales (SWEAT por su sigla en inglés) anunció el 6 de mayo que lxs trabajadorxs sexuales, muchxs de quienes son trans, eran “lxs más marginadxs de todxs lxs trabajadorxs porque su profesión no está reconocida como trabajo en Sudáfrica”. Según Larisa Heüer, académica asociada al Centro de Derechos Humanos de la Universidad de Pretoria, el estatus ilegal de lxs trabajadorxs sexuales los hace especialmente vulnerables a los abusos de policías, profesionales de la salud y clientes. Heüer resalta que la falta de acceso a la justicia de lxs trabajadorxs sexuales crea condiciones de trabajo malas y peligrosas y fomenta su continua estigmatización en la sociedad sudafricana. La pérdida de ingresos precipitada por la pandemia solo agravó las ya deterioradas condiciones, como la falta de abrigo y la imposibilidad de acceder a comida, medicamentos y otras necesidades básicas.
En Argentina, 90% de las mujeres trans trabajan o han trabajado como trabajadoras sexuales, y solo una de cada diez mujeres y hombres trans tiene aportes jubilatorios. En palabras de una trabajadora sexual panameña, Mónica, quien mantiene a su familia y a dos hermanas con sus ingresos, “Muchas personas trans trabajan como trabajadoras sexuales aquí en la ciudad», dice. «¿Es nuestra primera opción? No, pero es regular y significa que puedo cuidar a mi familia”. Como las vendedoras ambulantes, el impacto del distanciamiento físico y la cuarentena ha prácticamente evaporado el ingreso de lxs trabajadorxs sexuales y mendigxs.
A esto se suma el hecho de que muchas personas trans no tienen documentación básica y, como escribe Divya Trivedi de Frontline sobre la situación de la comunidad trans en la India, “ellxs entonces permanecen fuera de la cobertura de los programas de seguridad social del gobierno como raciones y pensiones, lo que hace imposible que sobrevivan en estos difíciles tiempos de confinamiento”. Esta falta de documentación básica también les excluye de programas de ayuda básica, como la escasa asistencia financiera y alimentaria proporcionada por el gobierno, así como otros beneficios de la seguridad social, como pensiones.
En Brasil, buena parte de la comunidad de diversidad sexo genérica, y en particular la comunidad trans, no tiene la documentación de identificación necesaria para acceder a la poca ayuda que proporciona el gobierno. Las personas trans están dentro del 40% de la población afrodescendiente que no tiene acceso a internet, lo que constituye una primera gran barrera para inscribirse en los programas de ayuda.
Excluidxs de la fuerza de trabajo formal, expulsadxs de las redes de apoyo familiar, y negada la ayuda del gobierno, las personas trans tienen muchas más probabilidades de sufrir afecciones médicas preexistentes, y menos probabilidades de recibir atención médica si se enferman. En Brasil, la esperanza de vida media de las personas trans es de 35 años, comparada con el promedio de 76,3 años de la población en general, de acuerdo con la Asociación Nacional de Travestis y Transexuales.
Según la Organización Mundial de la Salud, a nivel mundial las mujeres trans “tienen 49 veces más posibilidades de vivir con VIH que otrxs adultxs en edad reproductiva con una prevalencia mundial estimada de VIH del 19%”. Esta disparidad es aun mayor en algunos países donde la tasa de prevalencia del VIH entre las mujeres trans es 80 veces mayor que entre la población adulta en general. Las personas positivas para VIH/SIDA pueden tener el sistema inmune comprometido, lo que lxs pone en mayor riesgo de morir por covid-19, como señala un informe.
En Brasil, 60% de quienes mueren por VIH/SIDA son hombres negros homosexuales. En la misma línea, la OMS anota que hay pocos datos disponibles sobre las tasas de VIH entre hombres trans. Más aún, muchas personas seropositivas para VIH no revelan su estatus por temor a la discriminación, lo que pone en riesgo de subregistro a las estimaciones formales. La falta de acceso a empleos estables y a servicios de salud contribuye a que estas enfermedades muchas veces no se traten o se traten insuficientemente, y es más posible que se dejen de lado a medida que se da prioridad al tratamiento de covid-19.
Además, barreras históricas como la discriminación impiden que muchas personas trans busquen atención médica. Un estudio realizado en Argentina muestra que, hasta la reciente aprobación de la Ley de Identidad de Género (2012), siete de cada diez personas trans dependía del sistema público de salud y ocho de cada diez experimentaban discriminación por su identidad de género (aunque esta cifra ha disminuido a tres de cada diez desde la implementación de esta ley). Entrar a un hospital para buscar atención muchas veces implica someterse a acoso, burlas, denegación de atención médica e incluso abuso físico y sexual.
La exclusión de la atención de salud se ve agravada por lo que algunos llaman “transgenocidio”, oficialmente sancionado por el Estado y las políticas públicas. Un ejemplo reciente en los Estados Unidos: en junio el gobierno de Trump intentó reducir las protecciones contra la discriminación de las personas trans en la atención de salud, lo que resultó en un nivel récord de llamadas a las líneas de crisis para personas trans que ya se habían disparado en un 40% desde el comienzo de la pandemia. Aunque un juez detuvo los esfuerzos de Trump en agosto, su gobierno ha logrado eliminar otras protecciones y una amenaza constante de aumento de la precariedad se cierne sobre la comunidad trans.
Por otra parte, en algunos países se implementaron políticas públicas específicas para esta comunidad durante la pandemia, en particular para hacer frente a la precaria situación de muchos transexuales. En Argentina, el Ministerio de las Mujeres, Género y Diversidad en articulación con organizaciones de la sociedad civil, reforzó la asistencia alimentaria a las personas de diversidades sexo genéricas, a través de la entrega de alimentos durante el periodo de confinamiento. Asimismo, se incorporó a la comunidad trans a los programas de ayuda social implementados por el gobierno nacional durante la pandemia. El 4 de septiembre, el gobierno nacional sancionó por decreto el Cupo Laboral Travesti Trans en la administración pública nacional. Esto implica que el personal de la administración pública nacional deberá incluir a personas trans en su plantilla de personal al menos en un 1 por ciento.
Una ley reciente en Brasil muestra la absoluta insensibilidad del Estado contra las personas pobres, de clase trabajadora, racializadas, de diversidades sexo genéricas y otros grupos marginados, permitiendo la cremación sin certificado de defunción, dando carta blanca al Estado para quemar y desaparecer los cuerpos no reclamados. A pesar de la falta de información, podemos imaginar que las personas trans que han sido expulsadas de sus hogares, repudiadas por sus familias, excluidas del mercado laboral, obligadas a decidir en medio de la pandemia entre trabajos precarios —como el trabajo sexual— o morir, están entre esos cuerpos. A medida que Brasil se convierte en un epicentro mundial de casos y muertes por covid-19, algunos han acusado al Estado, liderado por Bolsonaro, de genocidio.
Esta sección apenas araña la superficie de los impactos de la covid-19 en la comunidad de la diversidad sexo genérica, buena parte de la cual permanece invisible e ignorada. Ante estos problemas, lxs activistas, grupos de base y ONG hacen un llamamiento al gobierno para que despenalice el trabajo sexual, proporcione asistencia, comida y vivienda de emergencia para las personas trans y queer sin techo, y apoye a las comunidades migrantes e indocumentadas en sus esfuerzos por acceder a los servicios esenciales para su sobrevivencia. Está por verse si sus demandas serán escuchadas.
II. Trabajo de cuidado y coronashock
El trabajo de cuidado es trabajo. Es trabajo que proporciona las condiciones materiales y psicológicas para atender a nuestras necesidades básicas y nuestro desarrollo humano como sociedad. Comprende las tareas continuas que se llevan a cabo para mantener y cuidar el ambiente, el cuerpo, el ser y todo lo que es necesario para entretejer una compleja red para sostener la vida y su reproducción. Entre esas tareas se encuentran el cuidado de lxs niñxs, las personas ancianas y personas con enfermedades o discapacidades físicas o mentales, conjuntamente de las tareas domésticas como cocinar, lavar y limpiar. Aunque este trabajo además es indispensable para la reproducción de la fuerza de trabajo —mercancía fundamental para el capital—, usualmente suele estar mal pagado o no ser remunerado en absoluto, y casi siempre no es reconocido.
Un informe reciente de Oxfam (2020) muestra que las mujeres son responsables por 75% del trabajo de cuidado no remunerado realizado en el mundo. Eso es más de 12.500 millones de horas que las mujeres y niñas alrededor del planeta gastan haciendo este tipo de trabajo cada año. De acuerdo con el informe, esto equivale a aproximadamente 10,8 billones de dólares de trabajo de cuidado no remunerado al año que subsidia la economía global, lo que equivale a tres veces el tamaño de la industria tecnológica.
En las comunidades rurales y países de bajos ingresos, las mujeres dedican hasta 14 horas diarias al trabajo de cuidado no remunerado, cinco veces más que los hombres. En Sudáfrica, en promedio las mujeres hacen el triple de trabajo de cuidado en los hogares que los hombres. En Brasil, 90% del trabajo de cuidado se realiza en los hogares, 85% del cual es llevado a cabo por mujeres. En 2019, las mujeres dedicaron en promedio 21,4 horas por semana al trabajo de cuidado, mientras que los hombres dedicaron solo 11 horas. Las mujeres que trabajan fuera del hogar dedicaron en promedio 8,2 horas más por semana a tareas domésticas que los hombres que trabajan fuera del hogar.
La escala del cuidado y del trabajo doméstico solo ha aumentado durante la pandemia. A medida que se impusieron cuarentenas y medidas de distanciamiento físico, la necesidad de trabajo de cuidado se ha vuelto cada vez más visible, ya que las personas pasan más tiempo en casa, cuidando no solo de esta, sino de sí mimas, sus familias, sus seres queridos, vecinxs e incluso su comunidad. Seguir las orientaciones recomendadas para la limpieza con el fin de combatir la covid-19 supone un esfuerzo adicional: limpiar constantemente objetos y superficies y lavar la ropa apenas llegar a casa, cuidar y convertirse en maestras sustitutas de niñxs que no van a la escuela, cuidar de más personas que se quedan en casa y además de las que se enferman, cocinar la mayoría de las comidas, arreglar la casa que está más desordenada, tener acceso restringido o nulo a ocio y espacios comunales como iglesias, parques, bares, plazas públicas y negocios. Esto significa que el trabajo de cuidado ha aumentado exponencialmente y la carga extra sigue cayendo sobre las mujeres.
Una investigación reciente, llevada a cabo por Gênero e Número y Sempreviva Organização Feminista sobre la vida y el trabajo de las mujeres en Brasil durante la pandemia, estima que el 50% de las brasileñas han tenido que asumir la responsabilidad de cuidar de alguien en este período y el 72% afirmó que aumentó la necesidad de monitoreo y compañía, especialmente por el cuidado de niñxs, ancianxs, personas enfermas o con discapacidad. Además de eso, el 40% de las mujeres afirmaron que la pandemia y la situación de aislamiento social han puesto en peligro su sustento y el de sus hogares, especialmente las mujeres negras, entre quienes el porcentaje sube a 55%. Además, el 41% de las mujeres que siguieron trabajando durante la pandemia manteniendo su salario dicen que trabajan más horas sin compensación adicional durante la cuarentena.
Incluso las mujeres que pueden trabajar desde casa se enfrentan a enormes retos, porque su trabajo remoto y el trabajo doméstico se juntan en una cadena aparentemente interminable de tareas que se superponen. El tiempo para ordenar, limpiar, lavar y cocinar se suma a sus otras exigencias: las madres que se encargan de la educación de sus niñxs en casa, y las hijas de padres ancianxs y/o enfermxs convertidas en sus principales cuidadoras, asumiendo roles que se solían compartir con centros de cuidado, escuelas y otras instituciones, a medida que se desvanece la separación entre casa y trabajo. El trabajo que requiere mucha concentración, por ejemplo, no va bien con la perturbación constante en casa. Después de que se implementaran las medidas de confinamiento en diferentes partes del mundo, los equipos editoriales de las publicaciones científicas informaron una fuerte disminución en los envíos de artículos por parte de académicas a nivel mundial, mientras que los artículos enviados por académicos aumentaron en casi un 50%.
El trabajo de cuidado en casa no solo es continuo, sino que también requiere otras consideraciones. Lxs cuidadorxs tienen que considerar las actividades de otras personas a su alrededor, no solo de las que cuidan, sino también los ruidos, las distracciones y la demanda de atención. La carga mental del amor y del cuidado emocional también está entre los roles asignados a las mujeres en la vida privada. Las mujeres continúan llevando a cabo las mismas tareas y trabajo emocional que antes de la pandemia, solo que ahora este trabajo se ha vuelto aún más agotador.
El hogar no es solo un espacio de relaciones privadas, sino también de producción y reproducción de comportamientos sociales, reglas y valores, así como de jerarquías y de la división sexual del trabajo. Cuando estas normas significan que el trabajo de cuidado realizado en casa debería ser trabajo de mujeres, esto pone en peligro su trabajo remunerado, su autonomía económica, y sus posibilidades de mejora profesional en comparación con los hombres.
No es coincidencia que, a nivel mundial, las mujeres constituyan la mayor parte del sector informal, porque deben cargar con la responsabilidad adicional de los cuidados y trabajo doméstico no remunerados. Según un informe de Oxfam, aproximadamente 42% de las mujeres del mundo no pueden encontrar trabajo porque todo su tiempo está dedicado al cuidado y a las tareas domésticas, mientras que solo el 6% de los hombres enfrentan el mismo problema.
Además, la idea de que el rol social de las mujeres está históricamente vinculado al trabajo de cuidado ha dado lugar a una especie de calificación profesional en la que se canaliza a las mujeres trabajadoras y de clase media baja, como escribió la socióloga brasilera Heleieth Saffioti en A mulher na sociedade de clases, publicado por primera vez en 1967: “en trabajos de segunda categoría, mal pagados, sin perspectivas de ascenso” que les dan poco prestigio y reconocimiento social (1978: 66). Saffioti concluye que “ya que la ocupación de una mujer es de importancia secundaria en su vida, no tiene ni el tiempo ni la motivación para concentrarse efectivamente en mejorar su capacidad de negociación en el mercado de trabajo a través de actividades sindicales” (1978: 66).
En Brasil, el IBGE estima que, entre niñxs y personas ancianas, en 2050 habrá alrededor de 77 millones de dependientes (un poco más de un tercio de la población del país) con necesidades de cuidado. La sociedad en su conjunto debería preocuparse por quien asumirá esta responsabilidad ya que el curso histórico continúa conduciendo a las mujeres a asumirlo. El mismo escenario se expresa en todo el mundo.
Las soluciones inmediatas a la crisis no son difíciles de encontrar. Como señala Oxfam, si el 1% más rico del mundo pagase un impuesto adicional de 0,5% sobre su riqueza por los próximos diez años, sería posible crear 117 millones de empleos en educación, salud y cuidado de personas ancianas. Pero dadas las realidades de la dominación de clases, no hay ninguna oportunidad real de que esto suceda en el futuro próximo. Al contrario, lo que vemos durante la pandemia son ayudas económicas estruendosas de los Estados capitalistas a los bancos y empresas grandes. En aquellos países donde se ha discutido sobre la posibilidad de incorporar un impuesto extraordinario a las grandes riquezas, como Argentina y Chile, se han encontrado fuertes resistencias por parte de la elite más poderosa, que han impedido hasta el momento avanzar en ese sentido.
A partir de esto comenzamos a entender lo que feministas como Alexandra Kollontai explicaron hace casi un siglo: “El capitalismo ha colocado un peso aplastante sobre los hombros de la mujer: la ha convertido en asalariada sin haber reducido sus tareas como ama de casa o madre”.
El “trabajo de mujeres” como una construcción social
A pesar de los esfuerzos por convencernos de lo contrario, el hecho de que las mujeres asuman estas responsabilidades no es “natural”. La situación de las mujeres en la sociedad de clases es resultado de la imposición de valores en dos ordenes diversos: el orden natural y el orden social. El primero resulta de hechos biológicos relacionados principalmente con la maternidad, debido al embarazo y al período de lactancia, lo que permitió a la sociedad atribuir las tareas del cuidado como responsabilidad exclusiva de las mujeres. Aunque, como dijo Saffioti en A mulher na sociedade de clases, “estando la sociedad interesada en el nacimiento y socialización de nuevas generaciones como una condición de su propia sobrevivencia, es ella la que debe pagar por al menos una parte del precio de la maternidad” (1978: 86).
En la década de 1970 surgió un movimiento feminista mundial que promovió la Campaña de Salarios para el Trabajo Doméstico. La plataforma de la campaña también incluía el derecho a la igualdad de remuneración y a la licencia parental. Creada en Europa, sobre todo Italia e Inglaterra, se propagó hacia Estados Unidos y otros países del Sur Global por las acciones de Selma Jones, Silvia Federici, Leopoldina Fortunati y otras activistas. La campaña también denunciaba la división sexual del trabajo y el proceso de jerarquización de unas tareas por sobre otras, lo que ocasionó la desvalorización de los trabajos reproductivos, que a pesar de ser claves en la producción y reproducción de la vida de las personas, han sido desde hace siglos identificados como improductivos, desvalorizados, no reconocidos y por tanto excluidos de toda relación salarial. En una sociedad en la que el dinero es el medio de todas las interacciones, el acceso de las mujeres a ciertos bienes y servicios disminuye enormemente y su poder se ve sistemáticamente socavado. Mientras su lugar esté en el trabajo doméstico, que no es remunerado, las mujeres estarán económicamente subordinadas a los hombres.
Haciéndose eco del análisis de Friedrich Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Angela Davis expande este punto, escribiendo en Mujeres, Raza y Clase que esta jerarquización del trabajo se profundiza con el desarrollo del capitalismo y de la propiedad privada:
En sociedades capitalistas avanzadas (…) El trabajo doméstico orientado al servicio de las amas de casa, que raramente pueden producir pruebas tangibles de su trabajo, disminuye el estatus social de las mujeres en general. A fin de cuentas, el ama de casa, según la ideología burguesa, es, simplemente, la sirvienta de toda la vida de su marido
La subordinación arraigada y estructural de las mujeres es, por lo tanto, parte integral del modo de producción capitalista y de la codicia sin fondo del capitalista, que trata de subsidiar sus ganancias y costos de producción con el trabajo reproductivo no remunerado realizado predominantemente por las mujeres.
La división sexual del trabajo es una construcción social dentro de la división general del trabajo, en la cual ciertas tares han sido delegadas históricamente de manera diferente entre hombres y mujeres. En el capitalismo, esta división es indiscutiblemente desigual, con ciertos roles considerados como principalmente masculinos (en los ámbitos políticos, religiosos y militares, por ejemplo) mientras otros son considerados como femeninos (roles relacionados con la reproducción, trabajo de servicio, y cuidado de la casa y la familia). Para mantener el control sobre esta organización desigual de la fuerza de trabajo, se les da mayor valor en términos de prestigio y pago a las tareas realizadas por los hombres. Entonces, la división sexual del trabajo se basa en dos principios organizadores. Primero, la distinción entre lo que constituye “trabajo de hombres” y “trabajo de mujeres” y, en segundo lugar, la jerarquía que atribuye más valor al “trabajo de hombres”. Esta estructura sustenta la desigualdad de género y la sobreexplotación y opresión de las mujeres a través de su trabajo y su rol en la sociedad.
Como resultado de la división sexual inscrita en la lógica social del trabajo, el trabajo doméstico y de cuidado se desvalorizan e invisibilizan continuamente. Esto no solo ha demostrado ser útil para el capitalismo, ya que permite que este trabajo permanezca incuestionablemente no remunerado, sino que también se alimenta de los efectos sicológicos en las mujeres, quienes se ven a sí mismas con un destino social profundamente determinado por su sexo biológico y por lo que la sociedad les permite o exige hacer en base a ello.
El coronashock abre una oportunidad para iniciar un debate mundial sobre la naturaleza esencial del trabajo de cuidado. Este trabajo ha permanecido invisible durante mucho tiempo para la burguesía, que se beneficia de su estatus de trabajo no remunerado y que es responsable por perpetuar esta estructura de explotación. La burguesía nunca ha querido cuestionar la división sexual del trabajo y promover la responsabilidad social y colectiva por el trabajo reproductivo. La burguesía recauda miles de millones de dólares cada año por el trabajo reproductivo no remunerado y absuelve al Estado de asumir la responsabilidad del trabajo de cuidado. Como clase, la burguesía promueve un programa político para privatizar los servicios y recortar las inversiones sociales, poniendo la carga de esos roles en los hogares y las mujeres.
Las mujeres que más sienten el impacto de esta carga son las racializadas, las pobres y las inmigrantes. Ellas limpian, lavan, cuidan de todo y de todxs y son responsables por los roles que permiten la reproducción social de la humanidad. El subestimar este trabajo sirve a un propósito para el capital. La guerra librada por el 1% contra el 99% parece no tener límites, pero su invisibilidad sí.
El 99% versus el 1%
De acuerdo con la OIT, la mayoría de lxs trabajadorxs del mundo —alrededor del 93%— vive en países con algún nivel de paralización económica y pérdida de empleo. Los países del Sur Global experimentan los peores recortes. Esa misma mayoría es aquella que tiene que salir de sus casas para trabajar y buscar —o intentar desesperadamente mantener— alguna fuente de ingresos, pues no tiene ahorros para pasar la cuarentena durante la pandemia sin la intervención del Estado. La incapacidad del Estado para proporcionar un ingreso básico o ayuda de emergencia en gran parte del mundo —con importantes excepciones como Cuba, Venezuela, Kerala (India) y Vietnam— mostró una vez más que el sistema neoliberal se preocupa más por las ganancias que por la vida humana.
Por lo general, los sectores más ricos de la sociedad no han concedido licencias remuneradas a sus empleadxs durante la pandemia, incluso cuando la OMS recomendó distanciamiento físico y cuarentena. Se mantuvo trabajando a muchxs empleadxs (domésticas y prestadores de servicios) para cuidar de las casas, de los cuerpos, de la salud y el bienestar de los ricos a domicilio. Mientras lxs trabajadorxs se ven obligados a ponerse en peligro, son sus empleadorxs quienes pueden quedarse seguros en sus hogares como recomienda la OMS.
Una serie de factores ponen a lxs pobres y a la clase trabajadora en mayor riesgo de enfermar y morir, entre ellos una falta de acceso a atención de salud de calidad y una mayor probabilidad de factores de riesgo preexistentes debido a los ataques estructurales a las comunidades pobres y de clase trabajadora: desde asma inducida por plantas de carbón y la contaminación que se mantiene alejada de las áreas ricas por movimientos como “Not In My Backyard” [No en mi patio trasero], hasta problemas crónicos causados por condiciones de trabajo precarias. No es coincidencia que la primera persona que falleció por covid-19 en el estado de Rio de Janeiro, Brasil, fuera una empleada doméstica de 63 años. Su patrona, recién llegada de Italia, no le informó de la posibilidad de estar infectada, y mientras hacía cuarentena no la liberó de trabajar en su apartamento ubicado en el metro cuadrado más caro del país. La patrona estaba con covid-19 y transmitió el virus a la empleada doméstica que falleció.
Se ha informado de muchos otros casos de trabajadoras domésticas que no fueron exoneradas por las patronas, incluso teniendo que enfrentar largos desplazamientos en transporte público y aglomeraciones entre sus hogares y el trabajo. Incluso hay casos de personas que, sabiendo que están infectadas por la enfermedad, exigen que sus trabajadorxs domésticxs continuaran trabajando. La visibilidad de la necesidad de la limpieza, del trabajo doméstico, del cuidado, se vuelve nítida; el valor de la vida de esas trabajadoras, no. Ese es el retrato de la desigualdad social, en la que unxs tienen la certeza que sus vidas valen más que las de aquellas personas, especialmente trabajadoras, que les prestan servicios, una lógica apoyada y alentada por las sociedades capitalistas.
La crisis de covid-19 puede resignificar el valor del trabajo y la importancia de las vidas de esas mujeres que cuidan de la reproducción y mantención de toda la sociedad. Debemos reconocer y remunerar este trabajo invisible, comprendiendo que todas las personas tienen derecho a ser cuidadas. Eso implica avanzar en un proceso de desmercantilización y desfamiliarización del cuidado, para que el acceso a las prestaciones del cuidado deje de ser un privilegio de unos pocos y se convierta en un derecho humano.
Algunos países y regiones han impulsando propuestas de creación de sistemas federales de cuidados que intentan dar respuesta a estas preocupaciones, como es el caso de Uruguay y Argentina. La creación del Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidades en este último país implicó un avance en la discusión sobre la organización del cuidado. Desde principios de este año se encuentran trabajando en un Mapa Federal de Cuidados, para desde allí planear políticas públicas en esta materia, que apunten a revertir las desigualdades de género que esconde la actual organización social del cuidado.
III. El aumento de la violencia patriarcal[1] en el coronashock
Antes de la pandemia, ya enfrentábamos una realidad mundial en la que, en promedio, 137 mujeres eran asesinadas cada día por alguien de su familia. ONU Mujeres estima que, a nivel mundial, una de cada cinco mujeres entre las edades de 15 y 49 años ha experimentado algún tipo de agresión física o sexual por parte de su pareja. No es una coincidencia que, a finales del siglo XX, la lucha contra la violencia contra las mujeres se convirtió en la mayor demanda de muchos movimientos de mujeres y feministas de todo el mundo. Por imposible que parezca, la violencia patriarcal ha empeorado significativamente desde las medidas de confinamiento. Durante los últimos años, hemos visto también un aumento de los transfemicidios en todo el mundo, impulsados por un crecimiento del discurso de odio y la ideología anti derechos humanos.
Si bien se sabe que los niveles de violencia de género son muy altos, especialmente en el Sur Global, es muy difícil conseguir estadísticas precisas. Sin embargo, sabemos que en períodos de emergencias y confinamientos esos índices se elevan, y no ha sido diferente durante el actual aislamiento. Cuestiones como el desempleo, el hacinamiento, el trabajo remoto, la sobrecarga de trabajo reproductivo, el empobrecimiento creciente, la crisis de la capacidad para mantenerse, y el abuso de alcohol y drogas, son algunos de los elementos que exacerban la violencia de género, más aún durante la pandemia. Los grupos de mujeres alertan que las condiciones de confinamiento pueden ser usadas por los agresores para controlar el comportamiento de sus parejas, bloqueando su acceso a la seguridad y al apoyo.
Conociendo esto y previniendo el escenario a enfrentar en el período de aislamiento social en todo el mundo, activistas feministas y autoridades políticas alertaron, desde muy temprano, que el aislamiento social y la cuarentena podrían tener impactos especialmente fuertes en las mujeres. La violencia de género se nutre del aislamiento social de las víctimas. Una característica importante de las mujeres en situaciones de violencia es que usualmente se las despoja de todos sus vínculos profesionales, sociales, amistosos y familiares. Ello refuerza su dependencia del agresor. Por ese motivo, el acompañamiento de mujeres en situación de violencia siempre tiene como tarea importante la restitución de redes afectivas que las pueda ayudar emocionalmente para que recuperen autonomía económica, emocional, cognitiva y de vivienda.
En Brasil, un país que ya contabilizaba un promedio de una mujer agredida cada 15 segundos antes de la pandemia, las tasas de feminicidios (asesinato de mujeres debido a su género) aumentaron mucho en 2020 con relación a los años anteriores. El estado de São Paulo, por ejemplo, identificó un aumento de 46,2% entre marzo de 2019 y marzo de 2020; en el estado de Rio Grande do Norte ese salto fue de 300%, mientras en el de Mato Grosso el crecimiento fue de 400%. Los incidentes policiales que involucraron violencia doméstica aumentaron en 44% en el estado de São Paulo, con un aumento de 51% en las detenciones en el acto. Estas cifras se refieren solo a los casos reportados a la policía, otros muchos otros casos no se denuncian y quedan fuera de estas estadísticas. En Argentina, el saldo de feminicidios del primer mes de aislamiento social fue de cerca de un asesinato por día. 66% de esos casos ocurrieron en la casa de la víctima.
En Sudáfrica, antes de la pandemia, las tasas de feminicidio ya eran cinco veces superiores al promedio mundial. Las estadísticas de ese país no reflejan adecuadamente los datos o análisis sobre violencia de género, debido a la dificultad de recoger datos fiables sobre el tema. Entre abril de 2018 y marzo de 2019, la policía registró 179.683 crímenes con contacto (violencia física) contra mujeres. De ellos, 82.728 fueron casos de agresión común y 54.142 agresión con intención de causar daños corporales graves. En 2020, 2.771 mujeres fueron asesinadas, con más 3.445 intentos de asesinato (aunque la policía no proporciona datos sobre los motivos de esos asesinatos) y se registraron 36.597 casos de delitos sexuales contra mujeres. Esa es una categoría amplia de delitos que incluye violación, intento de violación, agresión sexual y delitos sexuales con contacto.
En la primera semana de confinamiento en Sudáfrica, entre el 27 y el 31 de marzo de 2020, la policía recibió 2.300 llamadas sobre violencia de género. En un webinario realizado el 20 de abril de 2020, Sonke Gender Justice, una ONG que apoya mujeres, informó que ese número no revela toda la extensión de la violencia contra mujeres y niñxs, ya que la mayoría de las mujeres agredidas no pueden salir y denunciar sus casos en la actual coyuntura.
En realidad, todos los países relatan un aumento de la violencia contra las mujeres desde el comienzo de la pandemia. Por eso, la consigna en Argentina “el femicidio no se toma cuarentena” señala claramente el agravamiento de una realidad ya bastante complicada. Como solución a esta situación en Francia, que experimentó un aumento del 32% en los casos de violencia doméstica en los primeros días del confinamiento, el gobierno comenzó a poner a las víctimas de violencia en habitaciones de hotel y anunció la creación de centros de atención para apoyar a las mujeres que sufren abusos domésticos.
El repertorio de acción de los movimientos de las mujeres contra estas realidades asumió nuevas formas. En Argentina, durante la segunda semana de cuarentena —el 30 de marzo— y después de un doble feminicidio, el movimiento feminista organizó un «ruidazo federal» contra la violencia patriarcal. En un contexto de circulación restringida, las redes comunitarias y barriales adquieren un papel importante para crear sistemas de apoyo. Como resultado, los gobiernos se vieron obligados a reconocer y mantener activos los servicios y las redes de protección a las mujeres como esenciales para cuidar de la vida. Durante la primera etapa de la cuarentena, países de América Latina, como Brasil y Argentina, promovieron políticas para intervenir en los efectos del aislamiento en cuestiones de violencia de género. Las primeras medidas se centraron en el desarrollo y mejora de aplicaciones para celulares y líneas de atención telefónica para las víctimas de violencia de género. En Argentina durante el primer mes y medio de la pandemia, la demanda en la línea telefónica por consultas sobre violencia de género aumentó entre las distintas jurisdicciones un promedio de 40% respecto del mes previo a la declaración de la cuarentena. Con la extensión de la cuarentena, los recursos públicos se fortalecieron con nuevas estrategias de acompañamiento y atención telefónica y de coordinación entre las jurisdicciones nacional, de la provincia de Buenos Aires y de la Capital Federal. Así, durante la segunda fase de la cuarentena en Argentina, el apoyo feminista a las mujeres en situación de violencia se declaró actividad esencial, permitiendo a los grupos de apoyo continuar su trabajo ayudando a las víctimas.
En Brasil, cobraron fuerza iniciativas de movimientos y organizaciones sociales como el Mapa de Acogida, un servicio que ayuda a conectar mujeres que precisan de ayuda psicológica o jurídica con profesionales voluntarixs para atención presencial o remota. La Marcha Mundial de Mujeres (MMM) promovió debates y acciones de solidaridad en red por todo el país, divulgando, inclusive, una lista de demandas concretas exigiendo medidas del Estado y de la sociedad para lidiar con la pandemia y la situación de las mujeres (incorporadas al final de este estudio).
Sin embargo, cabe señalar que lo que las organizaciones feministas y de mujeres han denunciado en este último período no es solo el aumento de los casos de violencia patriarcal durante la cuarentena, sino también el aumento de la crueldad de esa violencia, como bien señaló Rita Segato, a medida que ideas neofascistas de subordinación femenina eclipsan ideas más ilustradas sobre las mujeres. Ideas que transitan en gran escala, por ejemplo, en Brasil con el gobierno de Bolsonaro, en la India bajo el gobierno de Modi y en tantos otros países con gobiernos conservadores de extrema derecha.
Inspirada por una ideología neofascista, la retórica adoptada por los jefes de gobierno que promueven vocalmente el odio y fomentan actitudes misóginas legitima inevitablemente a los autores de la violencia contra las mujeres. La violencia se considera entonces como un acto común o normal que las autoridades no evitarán ni combatirán, al contrario, lo incentivan. Esto contribuye de manera significativa al aumento de la incidencia de la violencia: luchar y eliminar a las personas es la regla de la barbarie, apoyada por el discurso del odio, y por la falta de asignación de responsabilidades o criminalización de esas actitudes.
La profundización del discurso de odio y la ideología machista está acompañada de un incremento en la retórica homofóbica y transfóbica, que tiene notables repercusiones en la violación de los derechos de las diversidades sexo genéricas. Durante la pandemia, la comunidad trans ha sido sometida a discriminación, acoso, abuso y persecución por parte de la policía y las fuerzas de seguridad. En muchos países, las políticas públicas impulsadas por las autoridades políticas se han caracterizado por la falta de inclusión de la comunidad trans.
En muchos países se implementaron restricciones a la movilidad basadas en el sexo biológico, alternando días en que mujeres y hombres podían salir de sus casas, una política que excluye a las personas no binarias y trans. La aplicación de estas políticas se ha dejado a menudo a la discreción de las fuerzas de seguridad para decidir si se permite a una mujer trans salir con otras mujeres o con hombres —conforme su sexo de nacimiento— o queda atrapada en el medio y se le prohíbe salir en absoluto. En medio de esta incertidumbre, la policía y otras fuerzas de seguridad han perpetrado a menudo actos de violencia contra las personas no binarias y trans, y vendedores de almacenes se han negado a atenderlxs, sea por transfobia flagrante, o por miedo de ser multadxs o castigadxs por las autoridades por no respetar órdenes estatales.
En algunos casos, la pandemia se ha utilizado para aumentar el acoso y los ataques a las organizaciones y activistas de las diversidades sexo genéricas, obligando a veces a las personas trans a ocultar o negar su identidad. Como resultado de esta realidad, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos lanzó en abril un llamado a los Estados de las Américas para que garanticen los derechos, la igualdad y la no discriminación de las diversidades sexo genéricas en las medidas emitidas para contener la pandemia.
En este sentido, las consecuencias sociales de las actitudes políticas no pueden ser desconsideradas y separadas del análisis del aumento de la violencia patriarcal en el período de cuarentena en diversos países del mundo. Ese escenario crea en Brasil, en la India, o donde sea, un modelo de vida que se torna inviable. No se trata simplemente de una pandemia que agrava problemas históricos y sociales, sino de una sociedad que se desgasta al punto de evidenciar su ineficiencia, su decadencia. Es hora de librarse de las jerarquías y miserias heredadas del pasado y construir las utopías posibles y necesarias para el futuro.
IV. Las demandas feministas populares
El coronashock expone la crisis estructural del capitalismo, demostrando la urgente necesidad de superar problemas de larga data que se han vuelto aún más graves en los últimos tiempos, como las crisis sociales, económicas, políticas e ideológicas que preceden a la pandemia.
Mientras que la burguesía mundial es incapaz de resolver problemas básicos como el desempleo, el hambre, la violencia patriarcal y el menosprecio, la precariedad e invisibilidad del trabajo de reproducción social, los movimientos populares proponen sus propias soluciones. Las mujeres de organizaciones políticas y movimientos sociales de todo el mundo se han organizado para presentar sus demandas y propuestas para superar todas estas crisis en medio de la crisis sanitaria mundial. Con las mujeres populares y las mujeres racializadas organizadas a la cabeza de este cambio, sabemos no solo que otro mundo es posible, sino que un mundo socialista, feminista y antirracista en el que el bienestar de la humanidad y de nuestro planeta se anteponga a la acumulación interminable de beneficios no solo es posible, sino necesario. A continuación, presentamos una lista de demandas urgentes de organizaciones feministas desde Brasil hasta India y Sudáfrica que luchan por crear ese mundo.
- Asegurar que las medidas que exigen los movimientos ante el coronashock se pongan a disposición de todas las personas, prestando especial atención a las que están sistemáticamente más excluidas de esa ayuda: mujeres, trabajadorxs informales, migrantes, personas racializadas, castas inferiores y diversidades sexo genéricas. Estas demandas generales, que hemos delineado en textos anteriores con más detalle, incluyen:
- Cancelar el pago de facturas de servicios públicos como electricidad, agua, internet y alquileres mientras dure la pandemia. Garantizar que no se acumularán deudas por falta de pago.
- Distribuir suministros de higiene personal (incluidas mascarillas y desinfectante de manos) de forma masiva.
- Congelar los precios de suministros esenciales de limpieza, productos de higiene y productos alimenticios saludables, como granos, verduras y carne, de acuerdo con las especificidades culturales de cada país.
- Asegurar el derecho a vacaciones remuneradas a todxs lxs trabajadorxs; garantizar que no haya pérdida de ingresos o de derechos.
- Proporcionar asistencia económica —de al menos un salario mínimo— a lxs trabajadorxs informales y a lxs trabajadorxs por cuenta propia.
- Poner bajo control público las instalaciones y estructuras sanitarias privadas para luchar contra la covid-19. Ampliar la capacidad del sistema de salud al servicio de la gente.
- Adoptar medidas de emergencia para resolver la crisis de abastecimiento de agua en cada región y garantizar el acceso público.
- Garantizar total transparencia de información y datos sobre la evolución de la pandemia y sobre las medidas gubernamentales de cada país (desagregados por sexo, edad, ingresos, orientación sexual, identidad de género y región, siempre que sea posible).
- Incluir a las mujeres en posiciones de liderazgo en los movimientos populares para los procesos de toma de decisiones sobre iniciativas de respuesta y recuperación de las crisis actuales.
- Exigir que los gobiernos realicen campañas para alentar a hombres y mujeres a compartir las tareas domésticas por igual, de modo que las mujeres no tengan que asumir la mayor parte de la carga de las tareas domésticas.
- Aumentar la inversión pública a largo plazo para el bien público, en áreas como la protección social, las pensiones, la atención de salud pública y universal, el cuidado público gratuito de lxs niñxs, entre otras acciones que afectan directamente a las mujeres.
- Los paquetes de ayuda y estímulo financiero de los gobiernos deben incluir medidas de protección social que reflejen la comprensión de las circunstancias especiales de las mujeres y el reconocimiento de la economía del cuidado.
- Garantizar un ingreso mínimo para las mujeres y los hogares que realizan varias formas de trabajo de cuidado esencial (incluido el trabajo doméstico), especialmente los que tienen personas dependientes.
- Distribuir canastas de alimentos para las familias con niñxs en los lugares donde las guarderías y escuelas están cerradas.
- Exigir intervenciones de salud esenciales para proteger la salud de todas las personas, prestando especial atención a las personas marginadas: pobres, trans, migrantes, racializadas, ancianxs y con discapacidades. Esos servicios incluyen servicios de salud mental, medicamentos para el VIH/SIDA, tratamiento del cáncer, etc.
- Garantizar que las comunidades marginadas, incluidas las que no tienen acceso a la documentación oficial —en particular personas pobres, trans de clase trabajadora y migrantes— reciban servicios de ayuda. Garantizar la prestación oportuna de socorro de emergencia, como una renta básica universal, la distribución de alimentos y otros servicios que se exigen en esta lista.
- Exigir que el gobierno proteja de la discriminación a las diversidades sexo genéricas y a todas las personas marginadas, en el marco de las políticas destinadas a luchar contra la covid-19, como las políticas que solo permiten a los hombres o las mujeres salir de su casa en determinados días.
- Despenalizar el trabajo sexual, proporcionar asistencia y alimentos, proporcionar alojamiento de emergencia a las personas de las diversidades sexo genéricas sin techo y apoyar a las comunidades de personas migrantes e indocumentadas en sus esfuerzos por acceder a los servicios esenciales para su supervivencia.
- Garantizar como servicios esenciales líneas telefónicas de urgencia y otros canales y servicios de comunicación de acceso público para todas las víctimas de la violencia patriarcal.
- Exigir que los gobiernos asuman la responsabilidad de divulgar los números de las líneas telefónicas de auxilio y de canales de comunicación de acceso público por medio de servicios automatizados, mensajes de texto, folletos en el transporte público, vallas publicitarias, anuncios en espacios públicos y en los periódicos, etc., para que quienes los necesitan conozcan sobre los servicios.
- Los gobiernos deben poner a disposición instalaciones de asesoría para las mujeres, personas marginalizadas, pobres, de las diversidades sexo genéricas, migrantes, personas racializadas, ancianxs y personas con discapacidad en situación de vulnerabilidad y/o víctimas de violencia.
- Exigir que los gobiernos ofrezcan a las mujeres que luchan contra la violencia doméstica refugios alternativos, seguros y cómodos durante la pandemia, como habitaciones de hotel y edificios vacíos, y que proporcionen la protección y la seguridad necesarias en esos lugares. Asegurar la continuación de esos servicios a largo plazo para satisfacer la necesidad preexistente de tales servicios.
- Construir redes de solidaridad y ayuda colectiva que, respetando el distanciamiento físico, luchen contra el individualismo y la violencia. Crear grupos de derechos de las mujeres y campañas informativas de barrio sobre planes de emergencia para mujeres y niñxs en situación de violencia doméstica. Crear equipos para cuidar de las niñxs en barrios de mayor vulnerabilidad social.
- Movilizar a lxs trabajadorxs de la salud para ayudar a su comunidad, apoyar a las trabajadoras de la economía popular y asegurarse de que se les da el pago adecuado y el equipo de protección.
[1] Es importante distinguir violencia patriarcal de otros términos como violencia doméstica, que con demasiada frecuencia ignoran el poder y el dominio masculino inherentes a dicha violencia, así como el hecho de que la violencia contra la mujer no solo se ejerce en el hogar. En Feminism is for Everyone, bell hooks escribe que «durante demasiado tiempo el término violencia doméstica se ha utilizado como un término ‘suave’ que sugiere que surge en un contexto íntimo que es privado y de alguna manera menos amenazador, menos brutal, que la violencia que tiene lugar fuera del hogar». En cambio, el concepto de violencia patriarcal implica una definición más amplia que está vinculada a la desigualdad inherente al sistema capitalista y que se manifiesta de muchas formas, incluida la violencia doméstica y física de género, pero también la violencia simbólica y cultural. La violencia patriarcal «recuerda continuamente al oyente que la violencia en el hogar está conectada con el sexismo y el pensamiento sexista, con la dominación masculina», escribe bell hooks.