Crisis de hegemonía y ascenso de China. Seis tendencias para una transición
El siguiente trabajo aborda las principales características y dimensiones de lo que aquí se denomina como transición histórico-espacial del sistema mundial, la cual se ha agudizado a raíz de la actual pandemia de Covid-19, delineando un nuevo momento geopolítico mundial. Se recorre de manera general cada una de las principales tendencias de esta transición, remarcando con mayor centralidad el ascenso de China a la par del declive de Estados Unidos: ambos procesos como indicadores de la actual crisis de hegemonía estadounidense (o en términos más completos anglo-estadounidense) y, por consiguiente, del orden mundial. Asimismo, se recuperan las contradicciones político-estratégicas y las guerras híbridas en distintos escenarios, incluyendo también la crisis económica global y el nuevo paradigma tecno-económico emergente, todas expresiones de la crisis de época o sistémica a la que asistimos. Hacia el final se abordan algunos efectos que produce todo este proceso descrito en las periferias del mundo -también denominadas Sur Global-, abordando en particular las perspectivas que se abren para Nuestra América, frente a la disyuntiva entre la profundización de la condición periférica, dependiente y “subdesarrollada” de nuestros países o bien la recuperación de la apuesta por la autonomía, la soberanía popular y la justicia social.
Introducción
La transición histórico-espacial del sistema mundial y sus seis tendencias principales
Mientras transitamos el segundo año de la pandemia por COVID-19, la situación mundial se presenta por demás caótica, convulsionada y conflictiva en estos tiempos. En ese marco, asistimos por estos meses a una disputa global por las vacunas, luego de la puja previa en torno a respiradores, mascarillas y otros insumos clave. Esta situación que enfrenta la humanidad ha puesto de manifiesto con mayor visibilidad la magnitud de la crisis y transición del sistema mundial en que nos encontramos, lo cual se ha podido apreciar en distintas señales y síntomas que ponen de manifiesto, con mayor intensidad, el declive estadounidense y occidental frente al ascenso de Asia-Pacífico, con China a la cabeza. Ésta ha tenido un rol destacado en lo que hace a gestión social de la pandemia, cooperación y capacidad de liderazgo a nivel interno e internacional, frente a la falta de cooperación, coordinación y articulación de las respuestas en el mundo occidental, además del propio desastre sanitario y el golpe económico sufrido.
El nuevo escenario es definido por el general chino retirado e intelectual dedicado al pensamiento estratégico, Qiao Liang, quien afirma en una entrevista (Dangdai, 2020), que: “Lo importante no es saber cuán terrible es la epidemia sino darse cuenta de que tanto los Estados Unidos como Occidente han tenido su hora de gloria y que ahora se han enfrentado a esta epidemia mientras se encuentran en declive.”
La crisis de hegemonía de EEUU ha entrado en el devenir hacia la fase de desorden global o caos sistémico, profundizando los antagonismos estructurales del sistema capitalista mundial y su orden geopolítico como también las luchas para definir nuevos rumbos frente a la crisis civilizatoria que atravesamos. En este sentido, la pandemia ha actuado como catalizador de un conjunto de tendencias previas de la transición histórico-espacial del sistema mundial. La aceleración de dichas tendencias han definido un nuevo momento geopolítico mundial.
Se presenta a continuación el abordaje general con el cual se trabajará, así como una lectura sobre las 6 dimensiones y tendencias generales de la crisis y transición del sistema mundial contemporáneo, en sus escalas y temporalidades, estructurada en: 1) El ascenso de Asia Pacífico, y de China en particular, a la par del declive relativo del Occidente geopolítico, y de Estados Unidos en particular; 2) La crisis de hegemonía y del orden mundial; 3) Las crecientes contradicciones político-estratégicas y generalización de la Guerra Mundial Híbrida y Fragmentada; 4) La crisis del capitalismo financiero neoliberal y de la llamada globalización; 5) El nuevo paradigma tecno-económico (“Cuarta Revolución Industrial”) en ascenso; 6) Una serie de procesos disruptivos en los países periféricos y semiperiféricos.
Se realizará aquí una breve presentación general sobre cada una de estas dimensiones que consideramos claves, y se profundizará particularmente sobre cada una de ellas en futuros documentos, empezando por la situación de China.
1. Declive de EEUU y ascenso de China
Se identifica como una de las dimensiones centrales de la transición actual el ascenso de China, a la par de la crisis de hegemonía y el declive estadounidense. Ello se hizo manifiesto a nivel mundial ante la actual pandemia a raíz de la superioridad en materia socio-estatal que han venido mostrando los países asiáticos para enfrentar este enorme desafío, logrando un bajo número de fallecidos y a su vez mantener funcionando sus economías. El contraste fue notorio con el mundo occidental -con Estados Unidos y el Reino Unido a la cabeza- junto con sus aliados más cercanos en el Sur como el gobierno de Brasil, que se destacaron por las cifras de muertes y contagios, descoordinación entre países (y hasta una carrera de robo de insumos), combinadas con profundas caídas en sus economías. A la par, China viene encabezando la producción y exportación de vacunas a nivel mundial y en América Latina y el Sur Global en particular (con sus vacunas Sinopharm, Sinovac y CanSino), donde también ha sido importante el alcance de la vacuna rusa Sputnik V, mientras EEUU y Europa se quedaron atrás, debiendo priorizar su complicada situación interna.
Para analizar esta coyuntura debemos tener presente que, en términos más amplios, nos encontramos atravesando un proceso inverso al acontecido desde fines del siglo XV de expansión y ascenso de Occidente y de su consolidación a fines del siglo XVIII y principios del XIX, conocido como “Gran Divergencia”. En esos años, mediante la conquista del subcontinente indio y las “guerras del opio” contra China, el imperialismo capitalista occidental encabezado por Gran Bretaña logró subordinar y periferializar las economías más importantes del mundo y las dos civilizaciones milenarias más populosas, para imponer el sistema capitalista moderno a nivel mundial. Este evento constituye un punto de quiebre que cristaliza el ascenso de Europa occidental iniciado a finales del siglo XV y que, a finales del siglo XIX completa, con la conquista de África, su extensión al conjunto del orbe. Entre 1492 y 1914, Europa occidental conquistó el 84% del mundo, imponiendo su modernidad.
En contraste, en el siglo XX y luego del vertiginoso ascenso de Japón y de los “tigres asiáticos” re-emerge China, centro histórico de Asia Pacífico, que hasta principios del siglo XIX explicaba una tercera parte de la economía mundial. Es a partir del proceso de liberación victorioso que se cristaliza en la revolución nacional y social de 1949 cuando comienza la reconstrucción del poder nacional de China, en donde las fuerzas populares protagonizadas por el campesinado pobre aprovechan la oportunidad estratégica del período de guerra interimperialista, crisis y transición hegemónica 1910/1914-1945/1953.
Por otro lado, los primeros signos de reacción en Asia Pacífico se dieron con el desarrollo de Japón, primero como imperialismo capitalista con proyecto propio y luego, derrotado en las guerras mundiales, como pilar clave en dicha región de la hegemonía anglo-estadounidense de la posguerra y parte del núcleo orgánico del capitalismo mundial, conocido como Norte Global. De hecho, Japón fue central en el desarrollo de la llamada “Tercera Revolución Industrial”, como denominación de la mundialización de la Revolución Científico-Técnica, centrada en el paradigma micro-electrónico o electro-informático y el avance de las Tecnologías de la Información y la Comunicación. Esta transformación guardó relación con el desarrollo de la forma transnacionalizada del capitalismo y la instauración de las relaciones de producción bajo el paradigma flexible. En ese marco, la región que se conoce como Asia-Pacífico, o Asia oriental, emergió como nuevo polo dinámico de acumulación del capitalismo mundial -en tanto “solución espacial” para la crisis de acumulación de esos años.
Sin embargo, el caso de China (como también Vietnam) es especial por su escala, por su historia y por las características de su proyecto político y modelo de desarrollo. El “aprovechamiento” por parte de China de la deslocalización industrial y la transnacionalización económica, así como las reformas de mercado, se hicieron desde un proyecto de desarrollo nacional que implicó, entre otras cuestiones, el establecimiento (obligatorio) de empresas conjuntas entre el capital extranjero y sectores productivos nacionales, la protección industrial nacional, y la exigencia de transferir tecnología y de reinvertir en China las ganancias obtenidas.
Además, China mantuvo el control de la economía nacional mediante grandes conglomerados estatales que canalizan el excedente hacia una enorme inversión para desarrollar las fuerzas productivas, los cuales conquistaron el mercado mundial. Es decir, lejos estuvo China de adoptar un modelo de privatización salvaje, extranjerización de la matriz productiva y las famosas “reconversiones productivas” que terminaron siendo, bajo las experiencias comandadas por el programa financiero neoliberal, grandes procesos de desindustrialización y destrucción de la complejidad productiva.
Las reformas de 1978, si bien dieron lugar a una liberalización y privatización de distintos sectores económicos, se gestionaron bajo la dirección estatal de acuerdo a planes estratégicos que evaluaban cómo y dónde abrir su economía, en pos de captar los flujos excedentes de capital abundantes en el este asiático. A la par, se sostuvo la propiedad colectiva de la tierra (impuesta con la revolución del ‘49) y el control estatal de sectores y palancas estratégicas de la economía nacional, como el sector bancario y la moneda. Las características de este modelo serán un tema central para abordar en próximos documentos.
Otra cuestión que suele resaltarse del ascenso de China es su acercamiento a Estados Unidos en los años 1970’ y casi que se establece la misma caracterización del desarrollo japonés luego de la derrota en la Segunda Guerra Mundial. Es cierto que el acercamiento geopolítico entre Washington y Beijing, como quedó de manifiesto en la visita de Richard Nixon a China en 1972 y los acuerdos con Mao para “normalizar” las relaciones entre ambas potencias, resultó clave en esta historia. De hecho, fue fundamental el distanciamiento entre la Unión Soviética y China para modificar profundamente el escenario de poder mundial a favor de Estados Unidos y, a su vez, sortear los bloqueos geopolíticos que tenía Beijing para destrabar el exponencial desarrollo de las últimas décadas. Pero ese acercamiento no implicó de ninguna forma una subordinación estratégica de Beijing, ni consistió en un “desarrollo a convite” o “capitalismo asociado” con el que siempre se ilusionan buena parte de elites latinoamericanas de Brasil, México o Argentina. China no devino en un “vasallo” con el territorio militarmente ocupado como Alemania y Japón luego de sus respectivas derrotas en la Segunda Guerra Mundial, donde les fue “permitido” re-emerger, pero bajo esa condición. En contraste, en la actualidad es tal el desarrollo de las fuerzas armadas chinas que ya eclipsaron la primacía que tenía Estados Unidos en el Pacífico occidental y junto con Rusia han desarticulado el monopolio de la supremacía militar absoluta que ostentaba el Pentágono.
Retomando nuestro argumento, es central observar, entonces, que el acercamiento geopolítico de Beijing con Washington se hizo desde un lugar de fortaleza relativa en el sistema mundial, sobre un Estado de dimensiones continentales y con la mayor población mundial organizada para llevar adelante una revolución nacional y social, cuya fortaleza militar ya había quedado demostrada en la Guerra de Corea (1950-1953) cuando obligó a las fuerzas lideradas por Estados Unidos a retroceder al sur del paralelo 38. Con autonomía estratégica, China aprovechó la crisis de la hegemonía estadounidense de 1970 para resolver el peligro de quedar atrapada en el juego de pinzas en el que la encerraba Moscú (lo que incluía una posibilidad de enfrentamiento bélico de gran escala luego del conflicto militar fronterizo de 1969 con la gran potencia nuclear euroasiática) y acercarse a Washington desde una posición de fortaleza, sin tener que hacer concesiones que dañasen los intereses nacionales.
También desde esta perspectiva geopolítica puede entenderse el significado del giro que se produce a partir de 1996-1997 cuando, en plena era unipolar, se produce un acercamiento entre China y Rusia frente al expansionismo amenazante de Estados Unidos y la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) sobre puntos clave de Asia central. Esta alianza finalmente se cristalizará en la creación de la Organización para la Cooperación de Shanghái (OCS) en 2001 –junto a Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán— y desde ahí se fortalece para cambiar el escenario político-estratégico mundial. No es un dato casual que meses después del relanzamiento de la OCS, Washington y sus aliados inician la guerra e invasión en Afganistán, justo en la frontera sur de dicha región, paso estratégico de las viejas rutas comerciales euroasiáticas y Estado tapón que en su momento utilizó el imperio británico frente a la expansión hacia el sur del imperio ruso y donde también se detuvo el avance de la URSS.
Si en la transición anterior China salió despojándose de su subordinación neocolonial y abrió su propio camino nacional-popular para escapar de su absoluta periferialización, en esta transición se observa el salto de semi-periferia a centro económico en sus núcleo más desarrollados (que enlazan a una población de 400 millones de personas con ingresos comparables a los de Europa occidental) y de potencia regional a gran potencia mundial, constituyéndose en un “rival sistémico” –como suelen señalar en los documentos oficiales—, para la declinante primacía anglo-estadounidense y occidental que lleva dos siglos.
2. Crisis del orden mundial
Cuando hablamos de crisis de hegemonía nos referimos a la descomposición del orden mundial que se estableció luego de la Segunda Guerra Mundial y que se fue reconfigurando hacia 1980-1990. Este orden implicó el ejercicio de dominación y conducción anglo-estadounidense y del Norte Global en el entramado político y económico mundial, a partir de un conjunto de instituciones que buscaban darle cierto orden y equilibrio al sistema internacional. Éste se fue resquebrajando y perdiendo grados de consenso, hasta su carácter hegemónico en el tablero mundial luego del 2008. Estados Unidos mantuvo su dominio, pero dejó de ser el árbitro global exclusivo de las relaciones internacionales.
La primacía del dólar y el poder financiero, la capacidad militar del Pentágono y sus satélites y el liderazgo científico-tecnológico son indicadores insoslayables del poderío de Estados Unidos. Pero el poderío relativo de una potencia y de sus grupos dominantes no quiere decir hegemonía: ésta implica el establecimiento de un conjunto de alianzas con otros grupos dominantes y subalternos del sistema que edifican un determinado orden mundial; la capacidad de instituir un sistema de mediaciones, un orden que cristaliza las jerarquías interestatales, de ejercer el arbitraje y administrar el uso de la fuerza como elemento disciplinante en última instancia; la construcción de una legitimidad (fuerza más consenso) anclada en aspectos materiales y simbólicos; y la coordinación de un proceso de acumulación ampliada de la economía mundial, entre las principales cuestiones. Son justamente estos aspectos claves de toda hegemonía los que se han quebrado.
Este proceso de crisis de hegemonía se corresponde con la pérdida de poder relativo en el plano económico y tecnológico mundial, la falta de consenso con los aliados de la OTAN en distintos tableros (de los cuales la invasión y la guerra en Irak desde 2003 es uno), sus contradicciones internas entre las clases dominantes y el malestar de las clases populares ante la creciente polarización social. En el plano interno, esta crisis puede verse desde finales de los años noventa con la derogación de la Ley Glass-Steagall en 1999 (promulgada por Roosevelt en 1933), que regulaba a los bancos comerciales y separaba las actividades comerciales de la banca de inversión, buscando mitigar la especulación financiera. En el marco del proceso de globalización neoliberal, se da una puja interna entre fracciones de poder -globalistas y americanistas- en ascenso, que genera un punto de inflexión con la crisis financiera global de 2008.
En paralelo, el gran crecimiento de la economía china, la crisis europea en 2009 y las tensiones con el eje franco-alemán, el lanzamiento de los BRICS en 2009 como expresión de las grandes potencias de la semi-periferia emergente, la guerra en Ucrania en 2014 y los procesos de insubordinación del Sur Global contribuyen al resquebrajamiento del mundo unipolar.
La crisis económica devenida en política y social se vislumbra con mayor fuerza con la derrota de Hillary Clinton en las elecciones presidenciales de 2016 ante Donald Trump. La administración republicana termina de consolidar el proceso de declive que ya venía transitando EE.UU. como líder global en tanto las fuerzas nacionalistas-americanistas que asumen el gobierno desarrollan una política que golpea algunos de los pilares del orden mundial en crisis, como la propia OTAN, la Organización Mundial del Comercio que es atacada por el proteccionismo estadounidense y la desarticulación de grandes tratados multilaterales de comercio e inversión -el Tratado Trans-Pacífico y el Tratado Transatlántico para el Comercio y la Inversión- que constituían una herramienta fundamental para contener a China, Rusia y los poderes emergentes, entre otras cuestiones.
Más allá de las pugnas a su interior, la política exterior estadounidense en términos geopolíticos y de seguridad internacional, se enfoca estratégicamente en el tablero euroasiático, buscando frenar toda posibilidad de que se consolide como un bloque continental. También se propone evitar el ascenso de potencias que pongan en jaque su rol de liderazgo, o cuyas aspiraciones contradigan sus objetivos de política exterior. En ambos puntos, la estrategia china choca con el horizonte de poder estadounidense. Tanto por la propuesta de “Belt and Road Initiative” (Iniciativa de la Franja y la Ruta, o BRI por sus siglas en inglés, también llamada “nueva ruta de la seda”) como con su rol preponderante a nivel mundial, el histórico rol hegemónico de Estados Unidos se encuentra hoy en crisis.
Esto implica también la crisis de la hegemonía del eje atlantista de la economía mundial, que tradicionalmente dirigió la civilización capitalista moderna, centrada, principalmente, en el norte de Europa Occidental y, actualmente, bajo la dirección estadounidense. Con el ascenso de Asia Pacífico y la reorientación del proceso de acumulación hacia allí, se profundizan también las contradicciones entre unipolaridad y multipolaridad relativa. A la par que se comenzaba a desgastar el diseño mundial unipolar –con la preponderancia de un polo de poder mundial- hacia 2001-2008, se pueden identificar dos geoestrategias diferenciadas a lo interno de EEUU y el mundo angloamericano en general (incluyendo también al Reino Unido y sus esferas de influencia): la unipolaridad unilateral, expresada por Trump, y parcialmente por Bush anteriormente, miembros del Partido Republicano, en EEUU, y la unipolaridad multilateral, más vinculada a los globalistas del Partido Demócrata como Clinton, Obama y ahora Biden. En cambio, la multipolaridad pone de manifiesto la posibilidad de distintos bloques de poder con sus respectivos proyectos estratégicos. Actualmente, el orden mundial articula rasgos de multipolaridad con bipolaridad (EEUU vs. China).
Así, ante la imposibilidad del viejo orden mundial de subordinar y contener a los nuevos polos de poder emergentes, de los cuales China es su principal expresión, Estados Unidos no encuentra un modo de superación de dicha crisis. Asimismo, dentro del propio Norte Global avanza hace algunos años la emergencia de nacionalismos conservadores que rechazan las recetas neoliberales y globalizadoras y proponen un retorno a políticas nacionalistas y proteccionistas, con cierto apoyo popular, como en los paradigmáticos casos de Donald Trump y Boris Johnson, desde el poder del Estado en EEUU y Reino Unido. Si bien con la derrota de Trump estas fuerzas quedan subordinadas en lo político, siguen manteniendo un enorme poder de veto e influencia social, configurando una situación permanente de fractura social y disputas estratégicas en las clases dominantes.
Por su parte, en los territorios periféricos del Sur Global, las consecuencias de largo alcance de las políticas neoliberales instauradas a partir del Consenso de Washington (1989) generan el cuestionamiento al capitalismo financiero transnacional, y tuvieron cierto margen de autonomía relativa durante la primera década de los años 2000, con un contexto favorable para los países emergentes. Particularmente en la región latinoamericana y caribeña, la crisis del régimen neoliberal junto con el acercamiento de China, han impactado directamente en el rol hegemónico de EE.UU. para con su histórico “patio trasero”.
Por otro lado, la estrategia de política exterior china plantea un juego dual que mantiene en vigencia las instituciones creadas por Estados Unidos en la posguerra (como el FMI, el Banco Mundial o la Organización Mundial de Comercio), a la par que ha creado nuevos instrumentos como los BRICS (bloque Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (BAII) que eclipsó al FMI y al Banco Mundial, la Asociación Económica Integral Regional (RCEP en inglés) en Asia Pacífico y la exponencial Iniciativa de la Franja y la Ruta, ya mencionada, integrada por casi 70 países. También se destaca a nivel regional en Nuestra América la importancia que le da China a la CELAC, incluso a pesar de los propios gobiernos neoliberales-conservadores de la región. Todo ello pone de manifiesto el carácter multipolar de la estrategia de poder promovida por China en el contexto actual, de la mano del declive estadounidense, y las especificidades que el ascenso chino plantea, a ser desarrolladas en próximos documentos con mayor detenimiento.
3. Contradicciones político estratégicas y Guerra Mundial Híbrida y Fragmentada
En el marco del panorama mundial que venimos describiendo, también se expandieron los conflictos entre diferentes fuerzas sociales. Por un lado, aquellas que buscan sostener el viejo orden, antes predominante y hoy en crisis, y por otro, las fuerzas emergentes que, ante el resquebrajamiento de éste, pujan por un mundo multipolar. El establecimiento mismo de este nuevo orden pone en jaque la supervivencia del proyecto anglo-estadounidense que tuvo a Estados Unidos como potencia mundial predominante durante los últimos 70 años, lo cual genera contradicciones que se agudizan a medida que avanza el ascenso de China.
La agudización de un conjunto de contradicciones sistémicas que incluye a los grandes poderes mundiales, se expresa en una generalización de conflictos que puede observarse como una especie de guerra híbrida mundial: se desarrollan diferentes niveles y planos en los enfrentamientos (guerra comercial, guerra económica a través de sanciones y bloqueos, guerra monetaria-financiera, guerra de información y “psicológica” y ciber-guerras), articuladas con conflictos bélicos o escenarios atravesados por enfrentamientos que combinan formas militares regulares e irregulares. Aumenta así la proliferación de enfrentamientos bélicos que, directa o indirectamente, involucran a las principales potencias mundiales. Esto conlleva a una situación de contienda fragmentada con rasgos novedosos que combinan viejas formas bélicas (en conflictos como Siria, Ucrania, Libia, Yemen, Irak, Afganistán, etc.), con formatos más “suavizados” o menos visibles -pero igual de obscenos-, como en Cuba, Venezuela, Bolivia, Nicaragua y el conjunto de América Latina. De esta manera, las situaciones de enfrentamiento se multiplican y se despliegan hacia todos los ámbitos: guerra comercial, ciberguerra, guerra de monedas, guerras financieras, guerra judicial (conocida como “lawfare»), etc.
Asimismo, el hecho de que China haya conseguido la primacía productiva, quiebre los monopolios tecnológicos, dispute el acceso, la producción y la comercialización mundial de las materias primas, o que junto a Rusia termine con el monopolio de la supremacía militar absoluta de Washington y el polo de poder angloamericano, son indicadores de un nuevo mapa de poder mundial. Lo cual alimenta la situación económica de disputa en términos de guerra comercial, guerra financiera (a través de sanciones, bloqueos, y otros mecanismos) y guerra por la supremacía tecnológica (con Huawei y el 5G como punta del iceberg), que constituyen tres frentes en los que se libra la actual Guerra Mundial Híbrida y Fragmentada.
En la coyuntura actual por COVID, las políticas sanitarias en relación a las vacunas e insumos que China y Rusia vienen teniendo, exacerban -junto con los elementos antes señalados- las reacciones de Estados Unidos y el Occidente geopolítico. Por ello se habla también de “guerra de vacunas” o se analiza a la propia pandemia como a un escenario de guerra. Así, la pandemia acelera un proceso de transición y exacerbación de las disputas, donde la cuestión central son las reacciones cada vez más fuertes de los poderes que declinan.
En este escenario, la emergencia de nuevas fuerzas antiglobalistas en Estados Unidos y el Reino Unido desde 2016 daban la pauta de un nuevo ciclo de recrudecimiento y polarización política en el cual los sectores cuyos intereses ya no reivindican la globalización neoliberal construyen una estrategia de oposición a las instituciones internacionales como la OMS (Organización Mundial de la Salud), y redirigida hacia China y Rusia especialmente. Es decir, la guerra comercial, económica y financiera se expande hacia un cambio en la estrategia militar de EE.UU. desde 2017 (Estrategia de Seguridad Nacional del Estado norteamericano), donde se retoma la centralidad del enfrentamiento con aquellos Estados que amenazan la “prosperidad” y los “valores” estadounidenses más tradicionales.
En sintonía con esta modificación, y a pesar de las diferencias con EE.UU., en marzo de 2019 la Unión Europea definió por primera vez a China como un “rival sistémico”. A esto siguió en diciembre la Declaración de Londres de la OTAN mediante la cual, también por primera vez, se subraya “la creciente influencia internacional china”. Esta organización extendió más allá de Rusia su foco de atención y localizó a Beijing como un reto significativo. Si bien esto no implica una alianza lineal entre Europa occidental y EE.UU. en su enfrentamiento con China, marca el carácter y el tono de las disputas actuales, junto con el recrudecimiento y la polarización política entre extremos y polos de poder.
4. Crisis económica estructural del capitalismo financiero global
Atravesamos una crisis económica estructural que se observa con claridad desde 2008, especialmente en el Norte Global, y que está en relación a la crisis del capitalismo financiero neoliberal y de la globalización bajo dicho proyecto. Desde 2008 buena parte del mundo ingresó en una fase de bajo crecimiento, que particularmente se acentúo en el núcleo orgánico de la economía capitalista mundial. Ello coincide con el freno al denominado proceso de “globalización” económica por el cual, desde los años ochenta, por cada punto de crecimiento del PBI mundial, crecieron dos puntos el comercio y tres puntos la inversión extranjera directa. Desde 2008-2009 ya no se verifica esa fórmula.
En el marco de la pandemia la crisis se acelera, reforzando las asimetrías entre el estancamiento y la depresión económica en el Norte Global y América Latina, y el crecimiento (menor pero sostenido) de China y Asia Pacífico. Esta situación agudiza la lucha entre capitales, y las tensiones entre los Estados por los recursos naturales, por las patentes y los monopolios tecnológicos, las resistencias y luchas sociales que articulan demandas de clase, género, étnicas, ambientales, entre varias otras.
Una de las caras que adopta la crisis estructural podemos verla con la llegada de Trump a la administración estadounidense, y los intentos por desacoplarse de la economía china, junto con las políticas proteccionistas e industrialistas -impensadas unas décadas atrás en pleno auge de la globalización neoliberal. Ahora bien, ante este panorama, existen diferentes visiones en torno a cómo caracterizarla y qué salidas se ven en el mediano y largo plazo. Algunos pensadores neokeynesianos observan una situación de “estancamiento secular” (como Lawrence Summers, quien fuera director del Consejo Económico Nacional al principio del gobierno de Barack Obama), mientras que otros vislumbran una fase similar a la de la Gran Depresión.
Ante el problema de crecimiento de la economía mundial luego de la crisis financiera de 2008, nos encontramos con una situación de estancamiento y crisis difícil de revertir bajo los mismos parámetros de financiarización del capitalismo global. La economía capitalista no ha podido volver a las tasas de crecimiento previas a la crisis de 2008, por lo cual se trataba de un problema previo, que la pandemia vino a agravar. Un problema que también contrasta con la situación de China.
La cuestión de la financiarización y el estancamiento debe articularse con el análisis a largo plazo, ya que se encuentra estrechamente relacionado a la crisis de hegemonía y los procesos de sobre-acumulación de capital propios de estas transiciones geopolíticas, como observa Giovanni Arrighi. Desde esta perspectiva, las expansiones financieras en todo el sistema son el resultado de dos tendencias complementarias: una sobreacumulación de capital (exceso de ahorro que no encuentra inversiones rentables en la producción y el comercio) y una intensa competencia interestatal por el capital móvil –competencia que necesariamente está en relación a una agudización de las disputas geopolíticas.
Esta crisis en el viejo núcleo orgánico de la economía capitalista mundial obedece en gran medida a la estrategia neoliberal que deprimió salarios y multiplicó la desigualdad para aumentar las ganancias apropiadas fundamentalmente por las redes financieras globales. Todo ello se puso brutalmente de manifiesto, e incluso se recrudeció, ante la pandemia, en un marco de endeudamiento e “híper liquidez”. Esta última, sostenida por la emisión monetaria y una tasa de interés cercana al 0% en las principales potencias, lo cual genera una gran burbuja financiera que acentúa la brecha entre la economía real y la ficticia, en la que predominan los instrumentos financieros. En este sentido, la Reserva Federal estadounidense emitió en tan solo tres meses del 2020 lo equivalente a seis años (3 billones de dólares), además de la compra de activos y la emisión de bonos del tesoro. Estas cifras ilustran el fuerte rol del Estado norteamericano en el sector financiero, que fue definida por un periodista del Financial Times como una nacionalización de facto del mercado de bonos.
Asimismo, los bancos centrales de Europa y Japón expandieron sus reservas en 1 y 0,7 billones de dólares respectivamente. Tenemos por un lado la exacerbación del mercado de valores y la financiarización de la economía ficticia visible en empresas tecnológicas de punta como Alphabet (holding matriz de Google), Amazon, Apple, Facebook y Microsoft, las cuales representan ahora una quinta parte del índice S&P 500. Y por otro, las acciones estatales para robustecer sus economías reales ante la situación de crisis por COVID-19 y recesión de la economía del Norte Global, con una deuda pública cercana a los niveles de la segunda posguerra. Y al igual que en la crisis financiera de 2008, las perspectivas son de mayor concentración y centralización de capital para las redes financieras globales y sus transnacionales, que se robustecen en este escenario mientras que las pequeñas empresas son las más perjudicadas.
De esta manera, la crisis profundiza las fracturas existentes. La propia expansión financiera instrumentada para evitar una depresión que exacerbaría las tensiones políticas y sociales, aumenta aún más la financiarización y los procesos de “acumulación por desposesión” que tienden a profundizar la polarización social y las desigualdades centro-periferia. A su vez, la creciente transferencia de riqueza hacia el capital financiero concentrado tiende a provocar una aún mayor sobreacumulación del capital y las recurrentes crisis de rentabilidad.
Este círculo vicioso crea una profunda crisis de legitimidad y exacerba las tensiones entre las clases populares y el gran capital financiero, alimentando la luchas de clases, resquebrajando aún más el contrato entre el gran capital y las clases trabajadoras del centro y exacerbando las características plutocráticas de las repúblicas occidentales. También se polariza aún más la relación centro-periferia, alimentando las luchas Norte Global – Sur Global y dejando más en evidencia el dilema entre periferialización o insubordinación. De allí que la importancia para los pueblos de “desconectarse” (parafraseando a Samir Amin) de este modo de acumulación se vuelve cada vez más urgente.
A contramano con estas tendencias, China muestra sus posibilidades en torno a programas de inversión masiva y a largo plazo, en grandes volúmenes desde el sector público, como lo hizo durante la recesión de 2008-2009. En este escenario, mientras los Estados de las economías capitalistas centrales no poseen las herramientas suficientes para quebrar la dinámica del estancamiento y retomar el crecimiento, el gobierno chino controla las finanzas nacionales, y comanda públicamente los núcleos de su economía, además de contar con una población comprometida en el desarrollo productivo a través de distintas formas de propiedad y/o participación económica, como se desarrollará en futuras publicaciones.
China, con su crecimiento ininterrumpido y en ascenso a una tasa del 9% anual durante las últimas cuatro décadas, ha logrado superar a EE.UU. como la mayor economía mundial en términos de PBI, en el año 2014. Previamente ya asomaba como principal inversor y financiador de proyectos de infraestructura, y principal exportador de bienes y servicios (así como comprador de productos primarios, lo cual ha reforzado su acercamiento con América Latina). Además, mientras el Norte Global sufre desde 2008 una situación de estancamiento, China cuadruplicó su PBI en términos nominales (como se ve en el gráfico).
La nueva mundialización china comandada por grandes conglomerados estatales da cuenta de la emergencia de otro tipo de globalización, con características chinas. Ello se refuerza con el hecho de que China cuente con 124 de las 500 principales empresas a nivel mundial medidas por ingresos, cuando en 2007 tenía sólo 25, superando por primera vez a Estados Unidos (121), según el índice Fortune Global 500 del año 2020.
Por otro lado, en la tabla a continuación se puede ver las 10 primeras empresas del ranking Fortune 500, con empresas chinas en los lugares 2, 3 y 4.
Esta tendencia en ascenso abre la pregunta por el tipo de mundialización que emerge, desarrolla su territorialidad y logra subordinar a las demás formas, algo que está en juego al interior de China y en el resto de los territorios mundiales.
En el marco de esta tendencia de “des-occidentalización” del sistema mundial, cabe destacar que la reorientación del dinamismo económico hacia China y el este asiático pone en cuestión la división internacional del trabajo vigente, el poder global del capital (financiero) transnacional y sus instituciones, y las jerarquías del sistema interestatal con su dinámica centro-periferia. Es decir, el ascenso de China da cuenta de un cambio de gran relevancia en el mapa del poder mundial, con implicancias para todo el Sur Global, por las crecientes contradicciones con el Norte Global que esto acarrea. Lo cual expresa también la crisis del ciclo hegemónico anglo-estadounidense que se consolidó en la Segunda Posguerra.
5. Nuevo paradigma tecnológico-económico
La crisis del proyecto de modernidad occidental trae aparejada la transformación en las relaciones de producción a raíz de la emergencia de un nuevo paradigma tecnológico que combina la inteligencia artificial, un salto en el proceso de robotización, las telecomunicaciones de 5° generación, internet de las cosas, Big Data y la transición energética “verde”, entre otros elementos que componen lo que el Foro de Davos -principal nucleamiento del capitalismo global- ha popularizado como “Cuarta Revolución Industrial”.
La crisis económica mundial, acelerada por la pandemia, implica una gran destrucción de valor y ha acelerado, desde el punto de vista de la economía real, este proceso de racionalización y digitalización de los procesos productivos. Se trata de dos caras de un mismo proceso de “destrucción creativa”, que conlleva toda una reingeniería social del que hoy vivimos adelantos bajo estado de emergencia. La forma dominante de su desarrollo es algo incierto todavía, en tanto dicha transformación puede ser conducida por las fuerzas del capital y las oligarquías o por las fuerzas del trabajo y los pueblos.
Al acelerarse los procesos de transformación tecno-productiva en los núcleos más dinámicos de la economía mundial y en Asia-Pacífico en particular, las formas menos productivas o retrasadas quedan desplazadas, van a la ruina o sobreviven como “empresas zombis” mediante el endeudamiento.
Un dato sobresaliente para pensar la actual transición es que está abierto y en disputa quién comandará el pasaje a este nuevo paradigma, lo cual se suma a que China, gran contendiente en la lucha por el liderazgo en estas tecnologías, no tiene un patrón de acumulación capitalista clásico, sino que combina distintos modos de producción, como se ha señalado. Es decir, el salto tecno-económico que transitamos se inserta en la formación social china en relaciones de producción combinadas, que dan lugar a lo que se conoce como “socialismo de mercado”, que trabajaremos en futuros documentos.
El gigante asiático ya superó a EE.UU. en solicitudes de patentes, todo un indicador del grado de desarrollo científico-tecnológico que ha alcanzado, aunque todavía Estados Unidos posea ventajas en términos cualitativos.
Si en las décadas de 1990 y 2000 se identificaba el “Made in China” como sinónimo de productos baratos y de mala calidad, ello ha cambiado fuertemente en las últimas décadas. Se aprecia en su economía una importante expansión de sectores capital intensivos y absorción de tecnologías avanzadas, bajo un muy relevante desarrollo científico-tecnológico propio en los últimos tiempos.
Esto último fue fruto de la construcción de capacidades nacionales desde la revolución de 1949, sumado al aprendizaje realizado de las transnacionales que recibió en sus Zonas Económicas Especiales desde las reformas de 1978, que dio lugar a la innovación propia en los últimos tiempos: para observar esto último se puede apreciar que el gasto estatal en I+D (investigación y desarrollo) pasó de 0,8% del PIB a principios de los ’90 a un 2,1% en 2015. A su vez, el plan de desarrollo industrial oficial (“Made in China 2025”) establece la meta de ser el país líder en industrias de alta tecnología.
Es decir, China no se limita a ser la gran fábrica del mundo en tanto semi-periferia industrial del Norte Global que, bajo la división internacional del trabajo en clave posfordista y transnacional, se especializó en el diseño, las altas finanzas, la tecnología de punta y la administración estratégica a partir del control de las redes financieras globales y sus empresas transnacionales, deslocalizando procesos económicos de menor complejidad. Beijing ha quebrado este esquema de la nueva división del trabajo posfordista: en 2019 superó a Estados Unidos en materia de solicitud de patentes (con la tecnológica Huawei como estandarte), encabeza algunas tecnologías de vanguardia para la llamada cuarta revolución industrial (inteligencia artificial, internet de las cosas, 5G) y lidera la transición energética junto a otros países de Asia Pacífico. Además, planea achicar su retraso tecnológico relativo en otras ramas como la robótica, los semiconductores y la industria aeroespacial a través del Plan Made in China 2025 y otras iniciativas.
El gigante asiático se encuentra actualmente en pleno proceso de conformación de ser uno de los mayores núcleos económico-productivos y tecnológicos a nivel mundial, con grandes niveles de complejidad. Sus productos industriales de alta tecnología pasaron de constituir el 7% del valor mundial al 27% en 11 años (del 2003 al 2014). Resulta paradigmático en este sentido el caso de la empresa china de alta tecnología Huawei, por tratarse del mayor proveedor mundial de equipos de telecomunicaciones, con un 28% de participación del mercado y más de 4 mil patentes, y explica por qué es uno de los blancos principales de la guerra comercial lanzada por EE.UU.
A la par de lo anterior, China también compite por primera vez al máximo nivel junto a otros centros tecnológicos mundiales en el desarrollo de medicamentos y de la vacuna para el COVID-19, a lo que debemos agregar que el 90% de los componentes de los antibióticos se hacen en China y este país provee el 80% de materias primas para todos los medicamentos del mundo.
La otra cara de la moneda de este proceso de complejización productiva es que los salarios tuvieron un aumento cercano a triplicarse en los últimos doce años, lo cual también se explica por el giro político que se produjo desde 2008, tanto para enfrentar la crisis económica global y los límites del modelo de desarrollo centrado en las exportaciones, y para aprovechar el golpe que recibió el núcleo del capitalismo global y avanzar en la propia estrategia de desarrollo opuesta al recetario del Consenso de Washington, como también por la presión de sus movilizadas clases trabajadoras que obligaron a importantes transformaciones en el modelo.
6. Disrupciones en las periferias del sistema mundial. Una mirada desde Nuestra América
En el marco del conjunto de tendencias que se han señalado aparecen claros los efectos de toda la situación a que se ha hecho referencia para las periferias y semiperiferias del sistema mundial, o para los pueblos del Sur Global. Ya desde los inicios de este siglo en curso se podía apreciar lo que ha sido señalado como una “segunda oleada” del despertar de las naciones del Sur global, luego de la primera, signada por procesos de descolonización y liberación nacional y social de posguerra en los tres continentes periferializados a manos de Occidente: América Latina, Asia y África.
Este proceso de creciente insubordinación de amplias porciones del Sur Global -que se articula con el ascenso de poderes emergentes y el desarrollo de un mundo crecientemente multipolar- presenta, sin embargo, características contradictorias, flujos y reflujos, revoluciones y contrarrevoluciones, bajo una multiplicidad de proyectos que muestran distintas conducciones, así como también un conjunto de crisis y luchas de las clases y movimientos populares en el centro.
En nuestros países se ha venido buscando frenar y transformar los históricos vínculos de dependencia, por proyectos populares autónomos, de integración y emancipación de los pueblos. Se agudiza la tensión entre declive periférico o, en contraste, el desarrollo de capacidades y procesos de insubordinación para enfrentar estas tendencias presentes, acelerando así la transición geopolítica.
En América Latina en particular, el “cambio de época”, o giro nacional-popular o progresista, fue frenado en 2014-2015 por un giro neoliberal-conservador liderado por el poder financiero y las oligarquías (cuyos primeros intentos se observan en los “golpes blandos” de Honduras en 2009 y Paraguay en 2012). Este giro dio lugar a un proceso acelerado de fragmentación, estancamiento y desindustrialización, articulado con una clara subordinación geopolítica a Estados Unidos y Occidente. Las políticas de periferialización regional llevaron a una pérdida muy importante de capacidades estatales en materia de ciencia y tecnología, inversión en salud y educación, estructura productiva, etc., justo antes de que estallara la pandemia. Sin embargo, ese giro conservador no logró sostenerse, y son evidentes los síntomas de que el «sistema no se aguanta» y que está agotado el neoliberalismo periférico impuesto a fuerza de golpes en los 1970-1980.
Ello se refuerza con el hecho de las crecientes movilizaciones populares, las luchas políticas y sociales y los cambios de rumbos que están en disputa en países en donde en los años recientes hubo una continuidad neoliberal. La región andina se encuentra en plena insubordinación popular.
Son prueba de ello los continuos levantamientos populares en Chile desde 2019 (con los resultados electorales favorables en la Constituyente) y en Colombia, intensificados durante la pandemia; la aparición y el reciente triunfo de Pedro Castillo en Perú (ante Keiko Fujimori); la derrota del golpe de Estado en Bolivia con el triunfo de Luis Arce; el estallido de los pueblos indígenas contra el ajuste neoliberal en Ecuador en 2019 (que no se tradujo en la política institucional por falta de unidad política pero sigue presente y depara un incierto futuro para Lasso) y la derrota del macrismo en Argentina. A su vez, a pesar del verdadero genocidio que están significando las políticas del gobierno de Bolsonaro en Brasil, la posible vuelta del lulismo termina por conformar un escenario donde las resistencias y luchas populares conducen a una nueva oportunidad para que la región vuelva a ponerse de pie.
La pandemia ha agudizado la polarización social y ello alimenta las luchas políticas y sociales. En 2020, cuando la economía de América Latina y el Caribe cayó en promedio 7,7%, los 73 mil «superricos» de la región que conforman las clases económicas dominantes ampliaron su patrimonio en 48.200 millones de dólares, 17% más que antes del COVID-19. Con la exacerbación de la dinámica desigual y combinada del capitalismo periférico y neoliberal, la pobreza ascendió a 209 millones de personas, lo que representa el 33,7% de la población total, de los cuales 78 millones se encuentran en una situación de pobreza extrema.
En materia de empleo, 40 millones de personas perdieron sus trabajos y 140 millones de personas (55% de la población activa) está en la informalidad, lo que complica enormemente las políticas restrictivas para combatir la pandemia. A su vez, la inversión pública promedio en salud de los países de América Latina es del 4% del PIB, la mitad que los países miembros de la OCDE (Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico), lo cual ya predetermina importantes falencias estructurales.
El escenario regional se presenta por demás convulsionado y abierto. Ante la dificultad de sostener esta estructura social tan desigual, contener los estallidos sociales y frenar un nuevo giro nacional popular democrático o “progresista”, emergen fuerzas reaccionarias con elementos neofascistas en tensión con el conservadurismo liberal, que llevan el debate a lo ideológico y, sobre todo, al pleno emocional, se despojan de todo ropaje republicano y obturan la discusión de intereses y proyectos.
En plena transición del mapa del poder mundial, con profundas transformaciones que apenas estamos vislumbrando, en la región recrudecen las disputas para definir el rumbo que se tomará. La pandemia aceleró esta encrucijada tanto como las injusticias de la realidad social.
De ahí que se tornan relevantes los análisis rigurosos sobre el carácter específico que adquieren estas crisis y transiciones, dentro de las cuales el caso de China, analizado en diálogo con el declive de la hegemonía norteamericana, nos permite continuar profundizando en los rasgos que este nuevo momento geopolítico asume. En esta línea se continuará en próximos documentos, acercando mayor precisión para indagar en aspectos específicos del peso de China a nivel mundial, incluyendo elementos de su situación interna, con un repaso histórico por el proceso de ascenso, identificando los elementos que hoy convierten al gigante asiático en uno de los grandes polos del poder mundial, y recorriendo los ejes centrales de su proyecto geopolítico.