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CuadernosChina en el (des)orden mundial

Crisis del orden mundial y disputa por su reconfiguración

El presente cuaderno busca ahondar en la actual crisis de hegemonía, a partir de analizar el orden mundial y su proceso de reconfiguración. Esta es la tercera tendencia estructural de la actual transición histórica-espacial. El ascenso de China y el declive de la hegemonía estadounidense son piezas centrales para comprender las dinámicas de poder y, particularmente, la crisis del orden mundial al interior de la hegemonía estadounidense-británica.

Por eso, nos detenemos en los conceptos de hegemonía y orden mundial, para luego analizarlos en relación con una periodización histórica que se inicia con la Segunda Guerra Mundial y llega hasta las disputas del presente. Buscamos poder dar cuenta de cómo se fue desarrollando la transición histórico-espacial y cómo se va configurando y perfilando un nuevo orden mundial multipolar, en relación con la crisis de hegemonía estadounidense-anglosajona y el resquebrajamiento del orden mundial globalista unipolar. Por último, introducimos una lectura desde la región latinoamericana y caribeña, para referirnos a las expresiones de esta crisis en nuestros territorios.

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Introducción

En este cuarto cuaderno nos dedicaremos a otra de las tendencias de la transición histórico-espacial contemporánea que venimos desarrollando, la tercera de acuerdo a lo señalado en el primer cuaderno: se trata de la crisis del orden mundial y la creciente disputa por su reconfiguración, ante el ascenso de China. En la actualidad, vivimos tiempos de “desorden mundial” y “caos sistémico”, como señalaba Arrighi para identificar los períodos de guerras de 30 años que acompañan las transiciones de poder.  En un mundo por demás convulsionado por la pandemia de covid-19 y la aceleración de las tendencias señaladas, la escalada en la guerra en Ucrania y las crecientes tensiones que se advierten a nivel global son expresión de este nuevo momento, como hemos analizado en el tercer cuaderno de este proyecto. Asimismo, el ascenso de China en particular, y de Asia-Pacífico y Eurasia en general, constituye un factor estructural de estos procesos, como hemos desarrollado en el segundo cuaderno del proyecto.

En este trabajo presentamos, en primer lugar, cómo concebimos el orden mundial en relación con la hegemonía, o cómo un ciclo de hegemonía incluye distintas configuraciones del orden mundial. Luego realizamos un breve recorrido histórico por las reconfiguraciones del orden mundial en la segunda mitad del siglo XX, en función del ascenso de Estados Unidos (EE. UU.) como potencia hegemónica del sistema-mundo moderno capitalista. Seguido de ello, abordamos la crisis de hegemonía y del orden mundial en el presente siglo, frente al declive de EE. UU., el ascenso de China y la creciente multipolaridad relativa. Indagamos allí en el actual proceso de constitución del nuevo orden mundial en relación al juego dual chino: con un pie en la vieja institucionalidad multilateral de raíz estadounidense-británica, y con otro pie en el nuevo entramado institucional que la potencia oriental ha ido creando en los últimos años —expresión central del nuevo multilateralismo multipolar— y que tiende a la construcción de otro orden. Por último, nos preguntamos cómo nos impacta este proceso en la región latinoamericana, identificando determinadas oportunidades y amenazas.

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Hegemonía y orden mundial

Con el estallido del conflicto bélico en Ucrania en 2014, el lanzamiento de la Iniciativa de la Franja y la Ruta (IFR), el avance de los BRICS (bloque compuesto por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) y en plena expansión de la Organización para la Cooperación de Shanghái (OCS) protagonizada por China y Rusia, en el Occidente geopolítico comienzan a escucharse crecientes preocupaciones por las “amenazas” al orden mundial imperante. En septiembre de ese año, en plena cumbre de la OCS, cuando se acuerda la incorporación de nada menos que la India y Pakistán a dicha organización multilateral euroasiática, la famosa revista inglesa The Economist publica un número sobre lo que llama el desarrollo de la “Pax Sinica”. Para una de las usinas editoriales más importantes de las fuerzas globalistas anglo-estadounidenses, la OCS es una especie de OTAN liderada por China, y sostiene que Beijing “plantea un desafío al orden mundial encabezado por EE. UU., pero uno mucho más sutil”. Para que no queden dudas, el artículo cierra con la siguiente frase: “China no es solo un desafío al orden mundial existente. Poco a poco, desordenadamente y, al parecer sin un final claro a la vista, está construyendo uno nuevo”.

Pero, ¿qué es un orden mundial y qué significa que China no solo desafíe al existente sino que esté construyendo uno nuevo, según la perspectiva de las fuerzas dominantes del orden mundial anterior? Para abordar este tema, primero necesitamos precisar algunas cuestiones conceptuales, recuperando ideas de A. Gramsci, R. Cox, G. Arrighi, B. Silver, P. Taylor, S. Amin y T. Dos Santos. 

El concepto de hegemonía no refiere solamente al poderío relativo de una potencia y de sus grupos y clases dominantes, aunque obviamente ambas cuestiones están íntimamente relacionadas. La hegemonía implica: el establecimiento de un conjunto de alianzas con otros grupos dominantes y subalternos del sistema; la capacidad de instituir un sistema de mediaciones, un orden mundial que cristaliza las jerarquías interestatales, desde el cual se ejercer cierto arbitraje y se administra el uso de la fuerza como elemento disciplinante en última instancia; la construcción de una legitimidad (fuerza más consenso) anclada en aspectos materiales y simbólicos (ideas dominantes); y la coordinación de un proceso de acumulación ampliada de la economía mundial, es decir, una expansión del sistema y el desarrollo de sus fuerzas productivas. Estos son aspectos claves de toda hegemonía, que pueden ir variando a lo largo de un ciclo de hegemonía (como el ciclo británico de 1815 a 1914 o el ciclo estadounidense-británico que comienza en 1945 y ahora se encuentra en crisis), dando lugar a diferentes configuraciones específicas. 

La hegemonía posee una dimensión material, basada en el poderío y las capacidades económicas, tecnológicas y militares. Resulta clave en este punto la capacidad de organizar y coordinar un orden en términos económicos, lo cual comprende su reproducción ampliada, las finanzas, el comercio, la tecnología, y las instituciones. A la par, la hegemonía comprende también un conjunto de ideas dominantes y determinadas mediaciones (teóricas y prácticas). Es decir, la hegemonía es un acople entre poder material, ideologías e instituciones (Cox). 

La institucionalización de una determinada distribución de poder y de los códigos geopolíticos dominantes en un momento determinado, es lo que define un orden mundial particular. Este orden implica la cristalización de determinadas jerarquías interestatales y de la relación de poder entre fuerzas sociales y materiales, así como el ejercicio del arbitraje y la administración del uso de la fuerza como elemento disciplinante en última instancia. Además, un orden mundial traduce en términos prácticos la construcción de legitimidad anclada en aspectos materiales y simbólicos.

De esta manera, observar el diseño y la configuración de las instituciones de gobernanza que configuran un orden mundial en un contexto socio histórico particular, se constituye en una manera de indagar en las relaciones de poder y la forma en que se cristaliza políticamente una hegemonía. Desde nuestra perspectiva, no se trata del establecimiento de un orden entre distintos Estados, sino que involucra un modelo de producción dominante que se relaciona con otros modelos subordinados y, por lo tanto, está en relación a un sistema mundial y a un ciclo de hegemonía dentro del sistema. 

A continuación, a partir de estas conceptualizaciones, vamos a analizar el proceso de hegemonía estadounidense y su posterior crisis.

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Hegemonía estadounidense y órdenes mundiales de posguerra

Con el fin de la transición hegemónica de 1914-1945 —período de “caos sistémico” y las grandes guerras mundiales interimperialistas— se inicia una nueva hegemonía. Además, se configura un nuevo orden mundial que expresa una determinada distribución del poder en el mundo y el establecimiento de determinados códigos geopolíticos que devienen de particulares en generales. Ello se cristaliza en un conjunto de instituciones e ideas dominantes. El nuevo orden mundial de la posguerra, bajo la hegemonía estadounidense, se definió en Yalta, Postdam y Bretton Woods, y expresó la preeminencia de los grupos de poder financieros del centro, con sus corporaciones multinacionales y sus élites políticas y militares. El núcleo central de poder se concentró en Estados Unidos, secundado por el Reino Unido y los grupos dominantes de Europa occidental (eje franco-alemán) y Japón, que se incorporaron  como potencias económicas de las periferias euroasiáticas, pero sin autonomía político estratégica, en tanto protectorados militares de EE. UU. Ello sumó a las oligarquías de las periferias y semiperiferias ligadas al Norte Global o Primer Mundo. El polo de poder secundario se estableció bajo la primacía de la URSS, el pacto de Varsovia (el Segundo Mundo) y China. 

Frente a aquellos dos polos de poder centrales emergieron las “Terceras Posiciones” y los proyectos autonomistas del Tercer Mundo, que se expresaron en la Conferencia de Bandung (Indonesia, 1955) y, luego, en el Movimiento de los No Alineados. Desde allí se impulsó el altermundismo, la coexistencia pacífica, el respeto por la soberanía e integridad de los pueblos oprimidos y la democratización de la riqueza y el poder a nivel global.

La “Guerra Fría” y la “bipolaridad” fueron categorías que dominaron y  aún dominan el análisis geopolítico y estratégico de la etapa 1947-1991, aunque desde el Sur Global debemos tener una mirada crítica al respecto, especialmente porque se invisibilizan los procesos populares revolucionarios de las periferias y semiperiferias del sistema que se producen durante la transición 1914-1945 y con el inicio del nuevo ciclo de hegemonía. Estos son centrales para entender la transición que se abre en el siglo XXI y el propio ascenso de China, como trabajamos en el Cuaderno 2.  

El primer orden mundial dentro del ciclo de hegemonía que comienza en 1945 es el de los “años dorados” del capitalismo fordista estadounidense (la primera etapa de la guerra fría), que comprende el período que va de 1945 a 1968-1971. Luego de haber ingresado hacia el final de la segunda guerra, en 1941, los estadounidenses impusieron su moneda —el dólar— y ciertas condiciones en la conferencia de Bretton Woods de 1944. Allí se establecieron los famosos acuerdos homónimos, los cuales delinearon la arquitectura económica y multilateral que estabilizaría el naciente orden, a través de instituciones como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT por sus siglas en inglés), además de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). En el orden mundial resultante, vemos las dimensiones que mencionamos en el primer apartado como parte constitutiva del ejercicio de hegemonía estadounidense (hoy en crisis): una arquitectura institucional con reglas, fuerzas sociales predominantes, un sistema económico y financiero, políticas de seguridad, y un conjunto de ideas que buscan dotar de legitimidad a este proceso.

Con la crisis de acumulación y hegemonía de los años setenta se produjeron determinadas transformaciones que dan lugar a un nuevo orden dentro del ciclo de hegemonía anglo-estadounidense. El ascenso de Europa occidental y Japón, el mayo francés (o la crisis en el centro con la revuelta de las clases populares), el comienzo de la retirada estadounidense de Vietnam y las revoluciones nacionales y sociales del Tercer Mundo son expresiones de la crisis del orden de posguerra. Un elemento clave fue la caída del patrón dólar-oro, es decir, el respaldo del dólar en ese mineral y su convertibilidad. Se inicia el Bretton Woods II, el dólar “liberado” del oro y como moneda fíat (o dinero fiduciario), asentada en el poderío bélico estadounidense y de la OTAN, y el petro-dólar (el monopolio del dólar en la comercialización mundial del petróleo), para lo que resulta clave la alianza de Washington con la potencia petrolera saudita y las monarquías del golfo. Esto fue clave para apalancar a las redes financieras globales de origen anglosajón. También se producía, a la par, la emergencia del paradigma de acumulación flexible, la transnacionalización económica y la emergencia de Asia Pacífico como polo dinámico de acumulación, como abordamos en los primeros cuadernos. 

En la dimensión política, se fundaba la Comisión Trilateral, agrupando líderes empresariales de América del Norte (EE. UU. y Canadá), Europa occidental y Japón, cual espacio supranacional que buscaba restaurar la gobernabilidad político-económica del orden mundial a partir de lo que Samir Amin denominó como la tríada imperialista. Esto reflejaba un cambio en las relaciones de fuerzas en el Norte Global o “Primer Mundo” a favor de Japón y el eje europeo Francia-Alemania-Italia, fortalecidos por la reconstrucción de la posguerra y el gran crecimiento económico. Por otro lado, el alejamiento estratégico de China con la URSS y el acercamiento con EE. UU. también sería un elemento fundamental del orden mundial que se desarrolla entre 1968/1971 y 1989/1991. Ello significa la progresiva incorporación de la China continental al orden dominado por Estados Unidos en instituciones clave (como el Consejo de Seguridad de la ONU), el aislamiento de la URSS y el desbloqueo para Beijing de las constricciones geopolíticas que tenía para su desarrollo. Es el período de la Segunda Guerra Fría, la crisis de hegemonía estadounidense, el disciplinamiento del “patio trasero” latinoamericano a través de golpes y genocidios, y la reconfiguración capitalista hacia el “posfordismo”, la globalización y el desarrollo de las redes financieras globales. Surge el neoliberalismo. 

Con la desintegración de la URSS y de gran parte del mundo comunista hacia 1989-1991, se desplegó en todo su “esplendor” la belle epoque neoliberal, el unipolarismo y la llamada globalización, bajo el programa del Consenso de Washington y el comando del capital financiero global y sus transnacionales. En este nuevo orden mundial el orbe devino unipolar y emergió el globalismo como descripción ideológica de la nueva fase del capitalismo mundial, pero, también, como proyecto político estratégico. A la transnacionalización financiera, productiva y, en buena medida, cultural, debía corresponderle una estructura de poder transnacional que administrara el nuevo orden del sistema mundial y suturase las contradicciones del capitalismo global. Una nueva acumulación de poder político militar era necesaria para sostener y conducir una nueva fase de acumulación de capital. El proyecto de Estados Unidos como Estado (y gendarme) verdaderamente global era imposible —comenzó a quedar “pequeña” la potencia norteamericana para la nueva escala de poder necesaria—, pero a su vez, sobre su base y desarrollo, y junto con el Norte Global se configuró el andamiaje de una institucionalidad globalista. En función de ello, se fortalecieron algunas organizaciones multilaterales claves de la posguerra bajo el control de EE. UU. y el Norte Global: el FMI y el Banco Mundial. Además, se creó la Organización Mundial del Comercio (OMC) y comenzaron a impulsarse un conjunto de normas globales referidas al comercio, la inversión, la propiedad intelectual, etcétera, plasmadas en acuerdos e instituciones. Incluso, se establecieron tribunales internacionales, como el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones (CIADI), despojando de herramientas soberanas a los Estados nacionales. Toda esta institucionalidad globalista, donde el G-20, lanzado en 1999 (y relanzado hacia 2008) en sustitución del G-7, aparecía como nuevo espacio de gobernabilidad global, significó un proceso de debilitamiento de las soberanías nacionales, una desnacionalización progresiva de los Estados. Se trataba de un nuevo multilateralismo pero de un mundo unipolar; un multilateralismo que denominamos globalista.  

Este proceso de institucionalización transnacional, que articuló un esquema regulatorio global, profundizó los mecanismos de subordinación y desarrollo desigual: normas multi o bilaterales de protección de intereses comerciales (mediante la OMC), de inversiones (vía Tratados Bilaterales de Inversión) y de ventajas tecnológicas y de los derechos de la propiedad intelectual (vía la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual). Como observó Samir Amin, se consolidaron los monopolios tecnológicos, comerciales y financieros del Norte Global —además del control de los recursos naturales, las armas de destrucción masiva y los medios masivos de comunicación—, marco en el cual operaba la ley del valor. 

Se puede encuadrar aquí la serie de grandes acuerdos de comercio e inversión desplegados desde entonces. En los años noventa se lanzaron el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y el Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA), ambos de carácter regional, y este último rechazado finalmente en el año 2005 por la mayoría de los presidentes latinoamericanos. Ya entrado el nuevo siglo, se lanzan acuerdos regionales pero de alcance global como los Tratados Transpacífico (TTP) y Transatlántico (TTIP). A través de estos distintos instrumentos, los cuadros y grupos de poder globalistas han buscado constituir formas de institucionalidad jurídico-política afines al capital financiero global, vía organismos multilaterales (como la OMC o el G-20) y aquellos mega acuerdos comerciales. Se trata de un multilateralismo unipolar, ya que, si bien las instituciones de gobernabilidad abarcaban a distintos países, no se desafiaba la preeminencia del núcleo de poder mundial anglo-estadounidense y occidental (que es una forma de referirse al Norte Global o al G-7). Pero tanto el TTP como el TTIP fueron parte de las iniciativas globalistas en una nueva etapa, luego de la crisis del propio orden mundial globalista unipolar en 2008-2009, con la gran crisis económica mundial con epicentro en los Estados Unidos y occidente. En 2009-2010 y luego de diez años de desarrollo, emerge una nueva realidad multipolar. 

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Crisis de hegemonía y del orden mundial en el siglo XXI

Como hemos señalado con mayor profundidad en el primer cuaderno del proyecto, hacia fines de siglo pasado y comienzos del actual comienzan a advertirse fisuras e indicadores del actual proceso de crisis y transición histórico-espacial, con la crisis de hegemonía estadounidense-anglosajona y el resquebrajamiento del orden mundial, las cuales se harían más evidentes ante el estallido de la crisis financiera global de 2008.

Hacia fines de siglo, en el auge del neoliberalismo y el globalismo, comenzaron a manifestarse los primeros síntomas de la crisis. Mientras el levantamiento del campesinado zapatista en el sur de México en 1994 puso en evidencia el feroz impacto en los pobres del Sur Global del proyecto financiero neoliberal, hacia 1999 se manifestaron un conjunto de contradicciones entre los grupos dominantes del sistema —tanto centrales como semiperiféricos y periféricos— y comenzaron a observarse en términos políticos y estratégicos los primeros indicios de la particular multipolaridad y de la nueva forma geopolítica de la transición, como desarrollamos en otros trabajos. A partir de allí, la reconstrucción de la hegemonía estadounidense de los años ochenta y su esplendor en los noventa, empezó a mostrar sus propios límites y contradicciones: si la llamada globalización, la transnacionalización económica y los vínculos con China fueron pilares de dicha reconstrucción, estos elementos contenían a su vez el germen de la crisis de la hegemonía estadounidense.   

Hacia el fin de los años noventa los BRICS constituían mercados emergentes, espacios fundamentales de la expansión del capital transnacional del Norte Global, a la vez que nueva solución espacial a la acumulación del capital, integrados progresivamente como semiperiferias en las instituciones internacionales de gobernabilidad global creadas por Occidente. Sin embargo, también se observará lo que pocos años después será una realidad poco feliz para el establishment defensor del orden mundial entonces vigente: el desarrollo en algunos países llamados “emergentes” o del Sur Global, de capacidades estructurales y fuerzas político-sociales desafiantes de las jerarquías estatales establecidas, de las instituciones del orden mundial y del lugar asignado en la división internacional del trabajo. 

Luego de la gran crisis económica  de 2008, una bisagra en el mapa del poder mundial, emergen los BRICS en 2009 como institucionalidad multilateral de un mundo multipolar en ciernes, integrado ya no meramente por “mercados emergentes” sino por potencias emergentes de la semiperiferia del sistema y del Sur Global que buscan redistribuir el poder y la riqueza mundial a la par que modificar las jerarquías interestatales cristalizadas en las instituciones dominantes. Allí sobresale China, gran “rival sistémico” declarado por Occidente. Es decir, comienza a emerger otro orden, de transición, inestable, relativamente multipolar con ciertos rasgos bipolares; y que se combina con una profunda crisis de hegemonía que avanza hacia la etapa de “caos sistémico”.

Por su parte, en el núcleo del poder mundial anglosajón se observa una fractura con la irrupción del neoconservadurismo americanista estadounidense encarnado por George W. Bush a partir de 2001. Este impuso un unilateralismo que impugnó desde el centro del sistema a las instituciones multilaterales vigentes. Como afirma Giovanni Arrighi, se trató del fracaso del proyecto imperial neoconservador en su intento de supremacía mundial. Así, la ocupación de Irak viene a sellar el proceso de deslegitimación estadounidense a partir de la pérdida de credibilidad de su poderío militar, junto con la pérdida de centralidad del dólar y de EE. UU. en la economía global. En paralelo, el ascenso de China como alternativa al poder estadounidense en Asia oriental son algunos de los elementos centrales que Arrighi destaca para referirse a la “crisis terminal de la hegemonía estadounidense».

Desde entonces, la contradicción entre el unilateralismo americanista-anglosajón y el multilateralismo globalista se hace cada vez más profunda al interior del proyecto unipolar de los grupos y clases dominantes de EE. UU., Reino Unido y aliados. Ello guarda relación con dos geoestrategias diferenciadas a lo interno de EE. UU. y el mundo angloamericano en general: la unipolaridad unilateral, expresada predominantemente por los republicanos Trump (desde 2017), y parcialmente por Bush (anteriormente, entre 2001 y 2008) como “reacción americanista”; y la unipolaridad multilateral, más vinculada a los demócratas globalistas como los Clinton (bajo las presidencias de Bill, hacia 1993-2001 y luego liderados por Hillary), Obama (2009-2017) y desde el 2021, con Biden.

A la par, otros polos de poder habían comenzado a resistir las avanzadas hegemónicas estadounidenses, a la par que tendían puentes en la búsqueda de instituir un nuevo orden de carácter multipolar. Es decir, un mundo marcado por la coexistencia de distintos polos de poder con sus respectivos proyectos políticos estratégicos. Como ya señalamos, es a partir de la crisis de 2008 cuando se hace más claro el escenario de creciente y relativa multipolaridad, con la aparición del bloque BRICS como actor geopolítico, a la par del ascenso de la República Popular China y de la región de Asia Pacífico, el establecimiento de alianzas euroasiáticas con tendencias contrahegemónicas, con un papel muy relevante de la Federación Rusa, y una creciente insubordinación del Sur Global.

Emergió entonces un multilateralismo multipolar, más acorde a las nuevas relaciones de poder a nivel mundial ante el ascenso de nuevos actores emergentes. Esas otras visiones y prácticas del multilateralismo comprenden no solo un cuestionamiento del entramado institucional vigente y reclamos para democratizar  las instituciones multilaterales del “viejo orden”, sino que también han impulsado la creación de nuevas instituciones multilaterales y compromisos Sur-Sur globales y regionales.

En América Latina, por caso, la “primavera” de gobiernos nacional-populares impulsó organismos de integración regional autónoma como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP, fundada en 2004), la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur, fundada en 2008) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC, fundada en 2010), sumado al reimpulso y la búsqueda de reorientación política del Mercado Común del Sur (Mercosur, fundado en 1991). El rechazo al ALCA se erigió en una condición para el avance de estas iniciativas, a partir de las cuales se buscaba ampliar el margen de maniobra en la región, aprovechando las condiciones emergentes a nivel global. Fueron tiempos que generaron una alerta para la hegemonía estadounidense en la región latinoamericana y caribeña. Como el propio Director Nacional de Inteligencia estadounidense James R. Clapper indicaba en 2011 en su Declaración sobre la evaluación de la amenaza mundial de la comunidad de inteligencia de los EE. UU ante la Cámara de representantes:

El éxito económico y la estabilidad política de Brasil lo han situado en la senda del liderazgo regional. Es probable que Brasilia siga utilizando esta influencia para destacar a Unasur como el principal mecanismo de seguridad y resolución de conflictos de la región, en detrimento de la OEA y de la cooperación bilateral con Estados Unidos. También intentará aprovechar la organización para presentar un frente común contra Washington en cuestiones políticas y de seguridad regionales (Clapper, 2011:25) .

Aparecía como “amenaza” la política de proyección regional y global que buscó fortalecer los lazos de Cooperación Sur-Sur en dirección al multipolarismo. Se crearon foros y cumbres de cooperación entre América del Sur y África, por un lado, y entre América del Sur y Países Árabes, por otro. Ello se sumaba al histórico Grupo de los 77, que agrupa desde los años sesenta a países periféricos y semiperiféricos (en la actualidad se amplió y comprende a más de 130 países), y que ganó impulso con el nuevo siglo, realizando las denominadas Cumbres del Sur. En 2014, ante el 50° aniversario del grupo, se invitó a participar a China, por lo cual se suele denominar desde entonces al grupo como G77+China.

Destacamos el año 2014 porque constituye un momento clave en la crisis y reconfiguración del orden mundial. Ese año tuvo inicio la guerra civil en Ucrania (sobre lo cual profundizamos en el tercer cuaderno), a la par del lanzamiento de una nueva arquitectura financiera y productiva mundial en la 7° Cumbre del BRICS, en Fortaleza (Brasil). Se lanzaron allí el Nuevo Banco de Desarrollo y el Fondo de Reservas de Contingencia del bloque, dos instrumentos que buscaban disputar la arquitectura financiera global. 

Ello se produjo en el marco de ciertas estratégicas iniciativas que China había lanzado el año anterior, en 2013: el megaproyecto de infraestructura con centro en Eurasia pero de proyección global, denominado Iniciativa de la Franja y la Ruta (IFR o BRI por sus siglas en inglés, también llamada popularmente “Nueva Ruta de la Seda”) y el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (BAII). Como describimos al principio, también resulta clave en este marco el fortalecimiento de la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), ideada por China y Rusia en 1997 como institución de seguridad conjunta frente a la estrategia estadounidense de avanzar con el control de Asia Central, y que fue fundada en 2001. La asociación entre China y Rusia, que comienza a forjarse hacia 1997-2001, desequilibró la ecuación de poder que sostenía la retomada de la hegemonía estadounidense-angloamericana a partir de los años ochenta, para la cual fue fundamental la ruptura entre China y la URSS y la alianza de Pekín con Washington concretada en 1972.

Según señala Zhao Huasheng, profesor del Centro de Estudios de Rusia y Asia Central de la Universidad de Fudan, ubicada en Shanghái, la importancia estratégica de la OCS para China es innegable. Señala cuatro razones fundamentales: 

  • Permitió a China construir y aumentar la confianza con los países vecinos de la ex Unión Soviética, asegurando la seguridad y la paz de sus extensas zonas fronterizas occidental y septentrional, permitiendo así concentrar fuerzas militares en las costas del Pacífico oriental y sudoriental del país. 
  • Ayuda a China a contrarrestar sus movimientos separatistas internos, principalmente en Xinjiang. 
  • La cooperación económica que persigue la OCS es beneficiosa para apoyar el programa de Pekín para el desarrollo de las regiones occidentales de China. 
  • La creación de una zona de estabilidad y desarrollo desde Asia Central hacia el sur de Asia, Eurasia y Oriente Medio creará un entorno favorable para la implementación de China de la “Iniciativa de la Franja y la Ruta».

En 2015 se produjo otro hito con la creación de la Unión Económica Euroasiática, en tanto proceso de integración en el espacio postsoviético, bajo comando de Rusia y con participación de Kazajistán y Bielorrusia, a la cual se sumaron luego Kirguistán y Armenia. Se crearon luego determinadas instituciones, como el Foro Económico Oriental, y el más reciente Foro Económico Euroasiático

Luego, en 2016 tiene lugar un cambio importante a nivel global, con la votación del Brexit (salida del Reino Unido de la Unión Europea) y el triunfo de Donald Trump en las elecciones de EE. UU., imponiéndose un giro nacionalista conservador en el seno del polo de poder anglo-estadounidense. Con el ascenso de Trump termina de consolidarse el proceso de declive relativo que ya venía transitando EE. UU. como líder global, mientras las fuerzas nacionalistas-americanistas que asumen el gobierno desarrollan una política que golpea algunos de los pilares del viejo orden mundial ya en crisis, que se resiste a perecer del todo. Al igual que la propia OTAN, la OMC es atacada por el proteccionismo estadounidense, junto con la desarticulación de los tratados multilaterales de comercio e inversión promovidos por la administración Obama (el TPP y el TTIP), los cuales constituían —entre otras cuestiones— una herramienta fundamental para contener a China, Rusia y los poderes emergentes. El trumpismo lograba hacia 2018 una de sus metas con la renegociación del TLCAN, renombrado como T-MEC (Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá), en tanto institucionalidad supranacional más afín a la doctrina America First (EE. UU. primero). Este nuevo acuerdo incluyó una cláusula específica (32) para contrarrestar la creciente influencia china en la región, en el marco también de la guerra (tecno)comercial declarada por Trump.

Otro hito importante del creciente multilateralismo multipolar y el papel central de China se pudo observar con la creación, en 2020, del mayor acuerdo comercial del mundo, establecido en Asia Pacífico: la Asociación Económica Integral Regional (RCEP, por sus siglas en inglés), el cual expresa alrededor del 30% del PIB, el comercio y la población mundial, en la región de mayor crecimiento económico. Este significa el primer gran acuerdo entre tres de las cuatro economías más importantes de Asia: China, Japón y Corea del Sur, las cuales forman parte de los nodos principales de la economía mundial en términos de comercio, finanzas y tecnología. Los dos últimos, a su vez, han constituido pilares fundamentales en la región en la construcción de la hegemonía estadounidense. El RCEP comprende también a los países de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) —Indonesia, Tailandia, Singapur, Malasia, Filipinas, Vietnam, Birmania, Camboya, Lagos y Brunei—, y los miembros de la “angloesfera”, Australia y Nueva Zelanda. 

Sin embargo, EE. UU. no se quedó atrás e impulsó recientemente un Marco Económico del Indopacífico (IPEF por sus siglas en inglés), suscripto junto a Japón y otros once países de Oceanía y del sudeste asiático, excluyendo a China. Sin embargo, se trata de un esquema de cooperación regional, según sus impulsores, y no un acuerdo de libre comercio, y no parece contar ni con la institucionalidad, el compromiso y el volumen de recursos que ofrecen China y el RCEP.

A la par de lo anterior, el presidente ruso, Vladimir Putin, ha llamado a la constitución de una Gran Asociación Euroasiática, bajo la concepción de un proyecto de civilización que impulse el cambio de la arquitectura política y económica mundial. En 2020, ampliando esa proyección euroasiática como punto de partida para delinear el nuevo orden mundial, Pekín y Moscú aumentaban su asociación estratégica, llamando a la “promoción paralela y coordinada de la Gran Asociación Euroasiática y la BRI”. A inicios de 2022 ambas potencias orientales volvían a estrechar sus vínculos diplomáticos y afirmaban tener una “amistad sin límites”, en pleno recrudecimiento de las tensiones mundiales, mientras proponían el establecimiento de los principios y las normas con las cuales superar el caos actual y organizar el nuevo orden mundial

Como parte del proceso de construcción y ascenso del multipolarismo, el BRICS viene ampliándose, con la perspectiva de incorporación de Argentina, Irán y Argelia, entre otros posibles países. También, en el pasado septiembre se pudo observar un hecho de peso en la cumbre de la OCS que tuvo lugar en Samarcanda (Uzbekistán), en donde se incorporó a Irán y se avanzó en los procesos de cooperación de todos los países de peso de Oriente: China, Rusia, India, Turquía, Irán, Pakistán, Kazajistán, Turkmenistán, Tayikistán, Kirguistán, Azerbaiyán, Mongolia, Bielorrusia y el país anfitrión. 

Este conjunto de procesos señalados permite analizar tanto la crisis de la hegemonía y el resquebrajamiento del orden mundial como la conformación de uno nuevo que a continuación abordamos.

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El nuevo orden mundial, entre la vieja y la nueva institucionalidad

La nueva configuración multipolar del mapa de poder mundial se ha expresado a niveles regionales, como lo referido a América Latina y el Caribe, Eurasia y Asia Pacífico, y propiamente globales. En este último nivel sobresale el rol de China, con las mencionadas instituciones emergentes como BRI y BAII en materia de infraestructura y financiamiento, usufructuando el enorme crecimiento chino de las últimas décadas y sus volúmenes excedentes de capital (financiero y productivo) en un plan de interconexión territorial y geoeconómica con base en Eurasia y de proyección planetaria. Ello se articula con el liderazgo chino en la diplomacia internacional, bajo su lema de una “comunidad de destino común para la humanidad”, y su poderío material, en términos de capacidades económicas, financieras, tecnológicas y militares, las cuales hemos abordado en los cuadernos precedentes.

A su vez, la estrategia de política exterior china plantea un juego dual que mantiene en vigencia las instituciones creadas por EE. UU. en la posguerra (como el FMI, el BM o la OMC), a la par que ha creado las nuevas instituciones señaladas. Resultó todo un hecho al respecto la incorporación china a la OMC en 2001, y su reclamo para ser considerada internacionalmente como una economía de mercado, junto con sus continuos esfuerzos para mejorar sus niveles de participación en aquella institucionalidad diseñada por el Norte Global. Por caso, se puede observar que en las últimas dos décadas la política de China para con el FMI impulsó un organismo más plural y menos dolarizado, pidiendo reformas para incrementar su participación en la cuota-parte. Logró ese cometido al aumentar su cuota-parte en el directorio desde el 3% a 6%, constituyendo en la actualidad el tercer país en la lista de aportantes, por detrás de EE. UU. (17%) —quien posee poder de veto en el organismo— y Japón (6%). Gracias a ello, participa en más decisiones dentro del organismo, y logró la incorporación del yuan a la canasta de monedas de las reservas del Fondo.

Por otro lado, en la etapa de desorden mundial (o caos sistémico) en que nos encontramos actualmente, en diálogo con el proceso de profundización de las tendencias a raíz de la pandemia de covid-19, el orden mundial articula una creciente multipolaridad relativa con rasgos de bipolaridad, ya que sobresale la tensión interestatal EE. UU. vs. China, la cual condensa un conjunto de contradicciones sistémicas del sistema mundial. Las potencias occidentales buscan sostener el viejo orden y sus instituciones mediante órganos como el G-7, el G-20 y la OTAN. La actual administración estadounidense de Biden ha regresado al Acuerdo de París contra el cambio climático (luego del retiro de su país bajo la presidencia de Trump), convirtiendo a ese tópico como uno de sus ejes de política exterior, con un programa de transición energética bajo comando de sus transnacionales y fondos de inversión global. También retornaron a la Organización Mundial de la Salud (OMS), de gran relevancia internacional a raíz de la pandemia de covid-19, y que había sido bastardeada por Trump. Asimismo, la administración de Biden ha buscado reflotar las negociaciones con Irán, con miras de retomar el acuerdo nuclear como el logrado durante la administración Obama. 

En síntesis, a través del intento de retorno del multilateralismo globalista, EE. UU. se apresta a mostrarse nuevamente como líder internacional con capacidad hegemónica, luego del giro americanista-nacionalista de Trump, para contrarrestar las fuerzas multipolares comandadas por China en su apuesta por instituir un nuevo orden mundial pluricéntrico. Pero no se trata de un mero juego de voluntades y decisiones. Asistimos a cambios estructurales que vuelven imposible la restauración del viejo orden. 

Arriba

Implicancias para América Latina y el Caribe

Todo este proceso de crisis del orden mundial y las pujas por su reconfiguración puede implicar importantes oportunidades para nuestra región latinoamericana, pero también entraña nuevos conflictos y amenazas para nuestra soberanía y nuestros intereses territoriales.

En términos de oportunidades, el contundente rechazo al ALCA en la Cumbre de Mar del Plata, en 2005, como resultado de la articulación de distintas fuerzas sociales, fue expresión de un cambio de época que la región iba a aprovechar mediante el desarrollo de las iniciativas mencionadas: ALBA, Unasur y CELAC. 

Sin embargo, el impulso a procesos de integración autónoma y el fortalecimiento de la región se encontró con limitaciones y procesos que generaron una fragmentación y crisis generalizada. Esto ha significado un cambio drástico en el mapa político regional y una pérdida de peso relativo a nivel mundial con el freno del proceso de integración regional hacia 2012-2013 y su definitiva desarticulación hacia 2019 —golpes de Estado y destituciones de por medio—. 

Reemergían en aquella época otros mecanismos de integración regional abierta, afines al multilateralismo globalista con centro en Washington y a la narrativa aperturista, como la Alianza del Pacífico, el Grupo de Lima y el Prosur. En paralelo, se produjo un giro neoliberal periférico y conservador que estrechó vínculos con el unilateralismo estadounidense trumpiano y su agenda de “palo sin zanahoria”. La región es expresión de la dualidad en la política exterior regional, con intentos por parte de los gobiernos locales de volver a la senda del regionalismo abierto, en un contexto global con cambios en la administración estadounidense y una diferencia fundamental: la presencia china en la región. A pesar de esta importante distinción en cuanto a las diferencias en la institucionalidad y las mediaciones que se plantean, lo que persiste en la agenda de política exterior estadounidense para con la región es su pretensión hegemónica y el rol que ésta tiene en su disputa con China.

En este marco, China le ha dado importancia a la CELAC, sosteniendo el organismo en base a las cumbres entre ambas partes, incluso a pesar de los propios gobiernos neoliberales-conservadores de la región, dado el interés de la potencia oriental por dialogar con la región como un bloque, lo cual considera provechoso en pos de consolidar acuerdos y proyecciones conjuntas. Esto se da en el contexto del paulatino acercamiento de China a las economías de la región, tanto en cuanto a ser el principal o segundo socio comercial de la mayoría, como en términos de inversiones en distintas áreas estratégicas como infraestructura, energía, petróleo, etcétera.

En la actualidad, la “segunda ola” nacional-popular o progresista que comenzó a asomar desde 2019 en la región no termina de consolidarse, y no se advierte un juego común. 

Por su parte, la imposición del trumpiano Claver Carone en la conducción del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), en 2020, en pos de contrarrestar la creciente presencia de China en la región, da cuenta de cómo son los mismos estadounidenses quienes vulneran la institucionalidad multilateral construida por la potencia del norte, dado que era una regla tácita que la conducción debía residir en un latinoamericano. Actualmente, Biden ha buscado recuperar el liderazgo en sus pretendido “patrio trasero”, retomando las Cumbres de las Américas que Trump había dejado de lado, aunque la crisis del orden mundial se expresa también en el sistema interamericano (recordemos aquí la complicidad de la Organización de Estados Americanos —OEA— y su secretario Luis Almagro  con el golpe en Bolivia, en 2019, y su pérdida de legitimidad por ello).

Para finalizar, se pueden advertir cuatro estrategias de inserción internacional en la región en los últimos años: 1) la que llevaron a cabo los gobiernos neoliberales tradicionales, basada en el regionalismo abierto y el multilateralismo globalista; 2) la reacción conservadora en grupos dominantes, subordinada al unilateralismo con centro en Washington y el rechazo al multilateralismo; 3) el multilateralismo multipolar de los gobiernos nacional-populares, tanto en su vertiente progresista (3a), abocada a consolidar el Mercosur y crear nuevas instituciones como Unasur, como los bolivarianos (3b), más radicales en su perspectiva contrahegemónica y antiimperialista. Se encuentra abierto el rumbo que tomará la región entre estas cuatro grandes estrategias. 

La articulación con China aparece cada vez más nítida como una opción para los gobiernos de la región, más allá de sus orientaciones políticas y estratégicas. Sea solamente para aliviar las balanzas de pagos y las necesidades de financiamiento en cuanto a los sectores exportadores de materias primas y la infraestructura necesaria para ello, o bien como un aliado para la construcción de un nuevo orden mundial más equitativo y democrático. En ese marco, la incorporación creciente de nuestros países a iniciativas como la IFR y el BAII pueden limitarse a reproducir las relaciones de dependencia y asimetría bajo nuevas formas, consolidando las estructuras productivas primarizadas, o bien encararse desde proyectos soberanos de desarrollo, con visión y estrategia propias en el mediano y largo plazo. Una posible victoria de Lula da Silva en Brasil podría terminar de inclinar la balanza para que la región retome esa senda inconclusa.