Movimiento feminista en el Perú hoy: política, nudos y esperanzas
por Lucía Alvites Sosa.
Lucía Alvites Sosa
América Latina un polo de creación feminista
América Latina viene siendo un territorio fértil para los feminismos. Lo vemos con marchas masivas, agendas en primera plana cotidianamente, vocerías que se imponen en los niveles más altos de la decisión política. Reivindicaciones feministas históricas hechas política pública, que constituyen un parteaguas hacia los derechos de las mujeres. Es el caso del hecho más reciente en la materia como es la decisión de la Corte Constitucional de Colombia de despenalizar el aborto, la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo en Argentina en el año 2020, la victoria ese mismo año de una Convención Constituyente paritaria en Chile, son algunos de los sucesos fruto de la movilización.
Sin duda presenciamos y somos parte de la cuarta ola del movimiento feminista, que como bien plantea Rosa Cobo tiene como característica más importante “que por primera vez en la historia no encontramos un solo país sin presencia de organizaciones feministas o asociaciones que defiendan los derechos de las mujeres” (Cobo Bedia, R., 2019: 12). Esta característica se aplica muy bien a nuestra región, que como vemos se ha convertido en un polo de movilización, reflexión y creación inédita desde los feminismos. No es menor el hecho, y dice mucho de lo que estamos afirmando, que dos de las expresiones más importantes del movimiento a nivel mundial hayan nacido aquí en el sur del continente. Me refiero a la performance Un violador en tu camino del colectivo chileno interdisciplinario y feminista Las Tesis, que recorrió el mundo y sus idiomas juntando a millones de mujeres diversas que denunciaban que la violencia patriarcal de ninguna forma es individual, sino que está en las estructuras de nuestra sociedad. Y, por supuesto, nos referimos también al pañuelo verde en Argentina, inspirado en los pañuelos blancos que Madres y Abuelas portaban exigiendo saber dónde estaban sus hijos y nietos desaparecidos por la dictadura militar de este país, que ha sido símbolo protagonista de la marea feminista por la legalización del aborto. El pañuelo verde nació aquí pero hoy lo podemos ver en distintas partes del mundo, colgado del cuello o del brazo de alguna mujer que afirma la libertad para decidir sobre su cuerpo.
En este contexto, es importante apuntar dos elementos de análisis. El primero es que la potencialidad de los feminismos latinoamericanos no se desarrolla igual en todos los países de la región. Si bien es innegable que en todos —o casi todos— nuestros países encontramos en la agenda pública temas empujados desde una perspectiva feminista (enfoque de género, despenalización del aborto, paridad, acoso sexual, etcétera.), la masividad en las calles, la proliferación y diversidad de organizaciones o la influencia en la toma de decisión en la política pública desde los feminismos es bastante desigual.
El segundo elemento tiene que ver con las luchas del movimiento feminista en medio de la emergencia y popularidad de sectores políticos ultraconservadores que construyen su identidad y programa, en gran medida, contra las principales reivindicaciones de los feminismos en la actualidad. El ascenso de posiciones autoritarias y antiderechos no solo es un hecho en América Latina, lo es en el mundo, y expresa la crisis estructural, agravada y puesta aún más en evidencia por la pandemia del COVID-19. De esta situación crítica, emerge la necesidad profunda de las mayorías de buscar alternativas y discursos que les brinden certezas y confianza en un escenario cruzado por la absoluta incertidumbre en lo económico, en lo laboral, en la seguridad, en la salud. Es así que los sectores políticos antiderechos usan esta realidad, enarbolando discursos xenófobos, misóginos, homofóbicos, incentivando el miedo al otro, y levantando como uno de los últimos reductos de certezas la “defensa de la familia”, que no es otra cosa que la afirmación de un único modelo de convivencia basado en la heteronormatividad.
Estos sectores profundamente reaccionarios, que disputan la administración del Estado, se encuentran en los países latinoamericanos con distintas intensidades. En el caso peruano, la intensidad es alta: logran marchas masivas, representantes en el parlamento y en las últimas elecciones presidenciales sus discursos y referentes estuvieron presentes en varias candidaturas.
Las múltiples crisis y las respuestas feministas en Perú
El Perú fue un país extremadamente afectado por la pandemia. De acuerdo a cifras oficiales del Ministerio de Salud, son más de 200 000 peruanas y peruanos fallecidos por el COVID-19. Somos tristemente uno de los países con mayor mortalidad por el virus a nivel global. Nuestra salud pública colapsó y dejó ver las consecuencias más dolorosas de treinta años de neoliberalismo y militancia de lo privado. La precariedad económica también se evidenció: según el Instituto Nacional de Estadística e Informática, 3 330 000 personas pasaron a la pobreza en el año 2020; en el trimestre de abril a junio de ese mismo año la población ocupada de Lima Metropolitana, la capital del país, disminuyó en 55,1 % (2 699 100 personas).
En esta realidad, sin duda, las mujeres fuimos de los grupos más golpeados. Por un lado porque a comparación con otros delitos, la violencia sexual, física, psicológica no descendió, todo lo contrario. De acuerdo a reportes oficiales del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables las llamadas a la Línea 100, canal que brinda orientación y consejería emocional a personas víctimas de violencia familiar o sexual, se incrementaron en un 97 % en 2020 en relación al año 2019 (Redacción EC, 2021). Quedando demostrado, una vez más, que los espacios privados suelen ser el centro del círculo de agresiones.
Por otro lado, fueron las mujeres quienes más vieron afectados sus trabajos, estando la mayoría en la economía informal. En el mismo ámbito, la pandemia dejó claro que trabajos fundamentales y esenciales para la sociedad son mayoritariamente asumidos por mujeres, como las docentes de la escuela básica, las enfermeras y las obreras de limpieza públicas. Cabe decir que, además, son de los más precarizados.
A la situación de violencia y precariedad, se sumó una situación nunca antes tan visible: el trabajo de cuidado no remunerado de las mujeres. De acuerdo a datos oficiales del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) recogidos en la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo del 2010 y tomados del Informe de brechas de género 2018 (INEI 2019), las mujeres dedican 39 horas con 28 minutos a la semana al trabajo doméstico no remunerado, mientras que los hombres lo hacen 15 horas con 54 minutos. Es decir, nosotras dedicamos un promedio de 23 horas y media más a la semana a las labores de la casa que ellos, sin recibir nada a cambio.
La pandemia quebró la cadena de cuidados en las familias, sean éstas remuneradas o parte de la red familiar o social de las mujeres, la consecuencia fue la cuadruplicación de la jornada diaria laboral. Las mujeres en pandemia tuvimos que teletrabajar, realizar las tareas de la casa, cuidar a los hijos y ser, a la vez, las nuevas tutoras que acompañan la escuela virtual.
Esta realidad de cuádruple jornada laboral que afrontamos, y aún afrontan, miles de mujeres, es de hecho, una inédita híperexplotación que no solo puede traer como consecuencias afectaciones de salud física o mental, sino que, también, significa un impedimento al desarrollo personal, profesional o político. El “techo de cristal”, ese límite invisible al que nos enfrentamos las mujeres para ascender laboralmente por los roles tradicionales de cuidado o el mandato obligatorio a la maternidad —que tiene exigencias sociales que no posee la paternidad— descendió abruptamente con la cuádruple jornada.
Paradójicamente, de esta realidad tremendamente injusta, nacieron organizaciones de mujeres para solucionar el problema básico de la alimentación: nos referimos al surgimiento masivo de las ollas comunes. Si bien no se puede medir la magnitud de las ollas, según el registro de la Municipalidad Metropolitana de Lima, el año pasado (2021) se han registrado 1300 ollas comunes en treinta y tres distritos. De acuerdo a esta cifra estas organizaciones estarían alimentando a 129 000 personas (El Gran Angular, 2021).La organización de las ollas no solo suplieron la alimentación en los barrios más populares, también a través de este tejido social que se fue hilvanando se sostuvieron redes de salud solidarias que contenían a familias afectadas por el COVID-19.
En este contexto, se posicionó un relato que contaba que la crisis la enfrentábamos sobre todo las mujeres, lo cual era cierto, sin embargo se hacía desde un mensaje reproductor de desigualdades. Nos referimos a que los medios y sectores hegemónicos de siempre usaron lo descrito para exaltar a la mujer valiente y luchadora, ensalzando el sacrificio infinito, como si esto fuera algo exitoso e imitable; en la práctica se romantizaron carencias estructurales bajo una especie de empoderamiento femenino. La expresión, una vez más, de un discurso complaciente y funcional a la violencia, el patriarcado, la precariedad y la sobreexplotación.
Sin embargo desde la trinchera de las organizaciones y la academia feministas en el Perú, toda esta situación fue visibilizada y denunciada. Durante la pandemia se realizaron asambleas feministas virtuales, se sacaron manifiestos y proliferaron reflexiones que ponían en altavoz como la pandemia había sacado al fresco las brechas estructurales de género. El movimiento feminista en el Perú, no era masivo. La única marcha que superó los cientos de miles en las calles, desde una agenda feminista, fue en agosto del año 2016 con la movilización Ni una menos. No obstante, el movimiento estaba vivo, con organizaciones y capacidad de poner su voz en la agenda nacional.
Esto definitivamente se evidenció en el pico más álgido de crisis política que tuvo el Perú. En plena pandemia en noviembre de 2020, el Perú sufrió un golpe de Estado, un suceso que expresó el agotamiento de un modelo que erigió un sistema político funcional a grandes intereses y, por tanto, con poca o nula capacidad de representar a la ciudadanía. Estábamos en medio de un modelo económico que por años fue mentado como exitoso pero que hizo agua por todas partes y un sistema político derruido ante la población.
El golpe quebró la cuarentena. La gente, sobre todo los más jóvenes, se volcó a las calles en marchas que hacían recordar los últimos días de la dictadura fujimorista de los noventa. La represión fue fuertísima: dos jóvenes asesinados, Inti Sotelo y Bryan Pintado, y decenas de heridos. De la fuerza de ellos y los miles de jóvenes manifestantes, nació la llamada “generación bicentenario”. En este estallido, el movimiento feminista desde diversos frentes de organización estuvo presente, de forma organizada pero también espontáneamente. Me parece importante destacar a las mujeres que con pañuelo verde en mano fueron parte de la primera línea, desactivando las bombas lacrimógenas que lanzaba la policía para disolver las manifestaciones. Tomando un protagonismo desde las calles que históricamente había sido reservado a los varones.
Asimismo, la visibilidad en torno a la alerta hacia la represión, que tenía una expresión desigual hacia las mujeres, donde la violencia sexual era parte de las detenciones o amedrentamientos a quienes se manifestaban, fue importantísima y de primer orden en las dinámicas movilizadoras.
Las elecciones y el debate feminista
Enmarcadas en estas múltiples crisis, sanitaria, económica y política llegaron las elecciones más importantes para el país, las presidenciales y parlamentarias. Con un descreimiento altísimo y con la mayoría mirando su sobrevivencia, inició una campaña que parecía no despegar nunca.
Las reivindicaciones feministas, desde hace varias elecciones, logran poner como puntos infaltables de los debates sus demandas más urgentes. Por ejemplo, en las elecciones complementarias parlamentarias del año 2020, la despenalización del aborto, la paridad y la alternancia, el matrimonio igualitario y la reafirmación del enfoque de género en la educación fueron temas a consultar a las y los candidatos en todos los espacios a los que eran invitados. En estas elecciones, por supuesto, los temas centrales eran las propuestas para salir de la crisis, para la vacunación, la reactivación económica. No podía ser de otra forma, éramos un país golpeado, donde las contradicciones económicas se habían profundizado, más aún con el accionar descarado de los privados que hicieron de las necesidades de salud de la pandemia una forma ruin de ganar más dinero. A pesar de ello, la agenda feminista fue parte del debate, aunque configuró una minoría en el abanico electoral.
El conservadurismo en lo que respecta a la igualdad y los derechos de las mujeres se impuso en los resultados electorales. De los primeros seis candidatos a la presidencia con mejores resultados, solo una candidatura, la de Verónika Mendoza, enarbolaba un programa claramente feminista. Otros cuatro, Keiko Fujimori, Rafael López Aliaga, Hernando de Soto, y Yonhy Lescano, empujaban una postura conservadora, algunos con más intensidad que otros pero la apuesta y el fondo eran el mismo.
En el caso de Pedro Castillo, hoy presidente del Perú, el tema era complejo. Castillo, profesor rural, dirigente sindical, rondero, campesino, representaba a los olvidados de la historia, a las mayorías discriminadas y excluidas sobre las que se había levantado el Perú oficial. El solo hecho de verlo en los debates presidenciales era ya un testimonio que irrumpía en un país excepcionalmente racista y clasista. Con su slogan “nunca más pobres en un país rico” levantó una candidatura programáticamente a la izquierda, pero con silencios en las reivindicaciones de la igualdad y los derechos de las mujeres. En algunos casos, sus discursos coqueteaban con una izquierda más conservadora.
Castillo llegó en primer lugar a la segunda vuelta de la presidencia del Perú, disputándole a Keiko Fujimori, la heredera legítima de la dictadura noventera. El movimiento feminista, con debates álgidos y emplazamientos irónicos de una derecha que había bloqueado permanentemente avances para las mujeres y las diversidades desde sus espacios, pero que ahora usando nuestras reivindicaciones buscaba que ganara el fujimorismo, decidió en parte darle el voto al profesor rural. Otro sector del movimiento, su expresión más acomodada y menos politizada, que se caracteriza porque su límite para la defensa de la igualdad es cuando se empiezan a tocar privilegios económicos de algún grupo, optó por el blanco o viciado.
Pero más allá de los resultados y el voto del movimiento, lo que quedó clarísimo es que nuestro programa construido desde los feminismos y sus diversidades, era aún numéricamente muy acotado. Nuestros pliegos, arengas encendidas y largos debates se habían posicionado en los medios, en la agenda pública, pero no en el sentido común de sectores amplios. La pandemia, a su vez, había hecho que la atención estuviera en lo más básico de la supervivencia, como hablar de paridad y alternancia, de violencia contra nosotras, cuando las mujeres necesitaban resolver qué iban a comer sus hijos. No era contradictorio, pero sí establecía prioridades.
Colofón: Nudos y desafíos del feminismo peruano
El último proceso electoral abrió un debate entre los feminismos, haciendo más clara la frontera entre un feminismo liberal, llamado el feminismo “blanco”, que no duda en señalar la violencia o los posibles retrocesos en nuestros derechos a la igualdad ganados, pero calla ante políticas empobrecedoras que afectan sobre todo a las mujeres; y un feminismo interseccional y popular que cuestiona tanto la matriz de dominación patriarcal como la capitalista y cultural. Una frontera que se hace más clara aún, cuando sectores antidemocráticos usan la plataforma feminista para socavar procesos de transformación que podrían estar en marcha.
Los feminismos se expanden y crecen en el Perú, sin embargo sus preocupaciones y reivindicaciones suelen condensarse en un mismo sector medio y urbano y, por tanto, tener eco sobre todo ahí, que es una parte de la población que no necesariamente abraza otras reivindicaciones económicas estructurales y que es proporcionalmente muy pequeño.
Para los feminismos populares este justamente es el desafío, y es enorme: poder entrar en una disputa de sentidos en el corazón de las mayorías. No podemos seguir avanzando solas, o es con muchas o no es, como ya lo vimos. Es un camino más difícil, más complejo. Pero también con más posibilidades que hace diez o cinco años. Sí es posible construir una alternativa popular desde los feminismos, ese es el sueño y hacia allá vamos.
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Sobre la autora
Lucía Alvites Sosa es socióloga por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Es Magíster en estudios de género y cultura en América Latina por la Universidad de Chile. Ejerce como docente en sociología de género y sociología política en la UNMSM. Ha trabajado como consultora en temas de género y migración, así como en procesos formativos para funcionarios/as públicos en políticas de igualdad de género. Es autora del libro Madres e hijos/as de locutorio, la búsqueda de una familia sin fronteras. Militante feminista de La Junta, organización peruana miembro de Alba Movimientos. Es mamá de un niño de 4 años.
Referencias Bibliográficas
Cobo Bedia, R. (2019). La cuarta ola: la globalización del feminismo. Servicios Sociales y Política Social (Abril-2019). XXXVI (119) 11-20. Recuperado de La cuarta ola: la globalización del feminismo (serviciossocialesypoliticasocial.com)
El Gran Angular (6 de marzo de 2021). Ollas comunes para combatir el hambre en el Perú. Gran Angular. Recuperado de https://elgranangular.com/blog/reportaje/ollas-comunes-para-combatir-el-hambre-en-el-peru/
Redacción EC (21 de enero de 2021). MIMP: llamadas a la Línea 100 se incrementaron en un 97% en 2020. El Comercio. Recuperado de https://elcomercio.pe/lima/sucesos/mimp-llamadas-a-la-linea-100-se-incrementaron-en-97-en-el-2020-ministerio-de-la-mujer-y-poblaciones-vulnerables-nndc-noticia/