Un feminismo contra la precarización de la vida: Trayectorias y perspectivas ante el cambio de ciclo político en Chile
por Daniela Schroder Babarovic.
Daniela Schroder Babarovic
“La incorporación de las mujeres al mundo será para el movimiento feminista un proceso transformador del mundo”
Julieta Kirkwood
Desde 2019 hasta el momento en que escribo este texto —mediados de 2022—, la vida política en Chile ha sido de una intensidad extraordinaria. Este artículo busca ofrecer algunos elementos para leer la trayectoria de las luchas antineoliberales que en los últimos años ha desarrollado el movimiento feminista junto a otros sectores sociales, que en octubre de 2019 culminaron en una revuelta popular que ciertamente marcó la temporalidad histórica de nuestro país. Dicha revuelta fue la apertura conmocionante de un nuevo ciclo político, apertura iniciada en las calles con una fuerte carga de impugnación al orden de los últimos treinta años, y que hoy está batallando por consolidarse institucionalmente a través de un proceso constituyente.
Siguiendo este esquema histórico, el texto se organiza en dos partes. La primera está dedicada al proceso de formación de un feminismo contra la precarización de la vida y a la manera en que fue entroncando con las luchas estudiantiles, medioambientales y por las pensiones de las décadas previas. La segunda parte aborda el inicio de este nuevo ciclo político: el momento de la revuelta popular, el proceso constituyente, y los desafíos que se vislumbran ante una posible nueva etapa política que, si bien es tiene elementos esperanzadores, se da en el marco de una profunda crisis económica, social y política, y tiene el duro desafío de sobreponerse a la derrota que tuvo la primera propuesta de texto constitucional en el plebiscito de septiembre de 2022.
Para intentar dar cuenta de este proceso en curso voy a recurrir a las reflexiones colectivas que se han levantado desde espacios de militancia en los que participo, como la Coordinadora Feminista 8M, que convoca a una diversidad de organizaciones e individualidades, y que se ha dado el trabajo fundamental de registrar y relatar la propia historia al mismo tiempo que la vamos construyendo en la acción, reflexionando sobre los aprendizajes que podemos sacar de cada coyuntura para pensar en cuestiones políticas más estratégicas. Mi perspectiva está inevitablemente marcada por ese posicionamiento, por lo que en ningún caso pretende ser representativa o expresiva de la totalidad de un movimiento feminista muy amplio y diverso.
La formación de un feminismo contra la precarización de la vida
Feminismos transfronterizos en lucha contra la violencia hacia las mujeres
Para comprender la enorme relevancia que ha tenido el movimiento feminista en los últimos años en Chile, no podemos sino atender a los lazos que se han tejido entre las luchas de las mujeres en toda Latinoamérica y a nivel mundial. Cinzia Arruza (2019), reconocida feminista y teórica italiana, destaca la dinámica expansiva de la nueva marea feminista mundial y la caracteriza en dos sentidos: primero, por su diseminación internacional; segundo, por su masividad y transversalidad. La masividad inédita que ha alcanzado este ciclo de movilizaciones —tanto en las manifestaciones en las calles, como en la creciente militancia de mujeres y disidencias sexogenéricas— ha sido fundamental para hacer de las mujeres y disidencias sexogenéricas sujetes ineludibles de la vida política contemporánea. En Chile esto no sucedía desde que el movimiento social de mujeres en los años 80 fue parte protagónica de la resistencia contra la dictadura de Pinochet y las feministas de la época salieron a exigir “Democracia en el país y en la casa”. Durante los 90 y 2000 la organización feminista ciertamente no desapareció, pero su carácter de masas no volvió a verse de manera tan potente hasta que en 2016 se levantaron movilizaciones retomando la consigna trasandina “Ni una menos”. Dicha consigna, que había surgido el año anterior en Argentina en el marco de la lucha contra la violencia contra las mujeres y, en particular, contra el femicidio,[1] se transformó en una chispa que no tardaría en prender en el mundo entero.
Una vez más, la violencia patriarcal fue enfrentada con la resistencia de mujeres que se organizaron para defender juntas sus vidas gritando desde todos los territorios: “¡Vivas nos queremos!”. El abandono que el Estado y las instituciones públicas tenían respecto a la violencia de género se evidenciaba en la ausencia incluso de estadísticas oficiales. La Red Chilena Contra la Violencia hacia las Mujeres —una de las muchas organizaciones que convocaron a aquella marcha— fue uno de los agentes clave que comenzaron la brutal tarea de contar año a año nuestras muertas, y han sido ellas también las que han impulsado salir del enfoque necrológico, sensacionalista y revictimizante que todavía predomina en los medios cuando le dan cobertura al tema. La necesaria perspectiva de los derechos humanos todavía brilla por su ausencia en los discursos oficiales y en los de masas.
Fue el resurgir de una larga lucha contra la violencia patriarcal, que empezó a poner el énfasis en la multiplicidad de sus formas de expresión y reproducción, y en la lucha contra la complicidad de los medios, los lugares de trabajo y estudio, y las instituciones estatales. A lo largo de este recorrido se ha logrado el reconocimiento jurídico de la figura del femicidio, y se ha avanzado lentamente en distintos frentes para prevenir, sancionar y erradicar todas las formas de violencia patriarcal, incluyendo la violencia económica, sexual, psicológica y simbólica, en sus diferentes manifestaciones. Si bien la lucha contra la violencia hacia las mujeres ha sido históricamente un tema central en las luchas feministas, en este periodo se han visibilizado formas de violencia específicas que antes estaban naturalizadas, como el acoso sexual en los distintos espacios que habitamos.
La vivencia de la violencia y su resistencia colectiva ha evidenciado la necesidad de lograr entender su complejidad como problema social, problema que es posible de transformar si identificamos sus condiciones de posibilidad y apuntamos a combatirlo de raíz. Así, se hizo posible una lectura que politiza los femicidios y la violencia machista, una lectura que los entiende no como crímenes sexuales, relegados a las problemáticas de la privacidad doméstica, sino como crímenes que expresan un sistema de opresión general contra las mujeres y cuerpos feminizados, que los sitúan como crímenes políticos, como bien plantea la antropóloga y activista feminista argentina Rita Segato (2013). De ahí que sea imposible pensar en la violencia de género como un asunto aislado de otras violencias estructurales que atraviesan a nuestras sociedades, como la violencia clasista y la violencia racista y colonial (Gago, 2020: 61-63).
A partir de las luchas libradas en cada territorio contra las múltiples violencias que enfrentamos las mujeres, se fue formando un cauce transfronterizo que tuvo un hito en 2017: el primer Paro Internacional de Mujeres. Esta convocatoria logró un alcance mundial que creció notablemente en los años posteriores, y fue el inicio de un proceso de articulación internacionalista de un sector del feminismo que, con toda su diversidad, optó por darse una orientación política más definida. Como propone Verónica Gago, la huelga se ha vuelto un proceso creativo que ha permitido acumular fuerzas y radicalizar políticamente la lucha. De este modo, señala: “La huelga deviene un dispositivo específico para politizar las violencias contra las mujeres y los cuerpos feminizados porque las vincula con las violencias de la acumulación capitalista contemporánea”(Gago, 2020: 24).
La huelga general feminista ¡VA! El proceso de organización y movilización en Chile
¿Cómo fue, entonces, el proceso local de pasar de poner el foco específicamente en la lucha contra la violencia hacia las mujeres a ponerlo en la lucha “contra la precarización de la vida”? En Chile el proceso de movilización y organización feminista entroncó con las luchas antineoliberales que se venían desarrollando en las últimas décadas. El tránsito del que aquí intentaré dar cuenta no se explica porque el feminismo se haya “acercado” a las luchas sociales en general, sino que fue producto del desarrollo de un sector del movimiento feminista y de mujeres que ha sido y es parte fundamental de esos movimientos sociales, a veces desde posiciones de liderazgo y otras veces, sosteniendo las organizaciones día a día a través de su trabajo invisibilizado.
A comienzos de 2018, la tradicional organización del Día Internacional de la Mujer Trabajadora se dio en un contexto político particular: se iniciaba el segundo mandato de Sebastián Piñera, representante de la derecha que esta vez venía con un programa aún más duro. Entre las organizaciones feministas y de mujeres reunidas se comenzaba a ver que la situación que se vivía en Chile no era excepcional. Por esos meses se preveía la posible elección de Jair Bolsonaro como presidente de Brasil, amenaza que ya se había concretado en Estados Unidos con la llegada de Donald Trump. Así, la lectura que se fue perfilando es que se trataba de un vértice histórico en el que la ultraderecha amenazaba con retomar posiciones de poder a nivel mundial.
En el escenario local, las diversas organizaciones de mujeres y feministas se prepararon para la que sería una jornada no solo de conmemoración, sino también de protesta. Reunidas en asambleas, organizaron el itinerario, las vocerías y la consigna del año: “Mujeres trabajadoras a la calle contra la precarización de la vida”. Ese lema marcó la orientación de un proceso que hoy sigue en curso. A nivel internacional ya se había desplegado el primer paro de mujeres, pero en Chile había todavía un camino que recorrer antes de dar ese salto y ese fue el desafío que asumieron quienes decidieron dar continuidad a la articulación lograda para ese 8M. Con ese sentido surge la Coordinadora Feminista 8M (CF8M), un nuevo espacio en el escenario de los feminismos locales que permitió articular a diversas agrupaciones e individualidades en torno a tres objetivos: 1) transversalizar el feminismo en los movimientos sociales; 2) dinamizar las articulaciones entre diferentes organizaciones; 3) crear una agenda común de movilizaciones contra la precarización de la vida (Coordinadora Feminista 8M, 2021: 22).
“Transversalizar el feminismo” es una manera de decir que el movimiento busca llegar a todos los rincones de la sociedad y a todos sus espacios de organización, permeando agrupaciones y luchas preexistentes. Así, lo que se busca es salir de la “política de departamento” en la que las luchas feministas habían sido reducidas a ser meramente “temas de mujeres”, algo que interesa a un sector acotado de la sociedad y cuya lucha se organiza en un espacio confinado. En cambio, se vio la necesidad de que el feminismo despliegue su potencia en todos los espacios de la vida. Más aún, comienza a pensarse el feminismo como un posible espacio de convergencia y unidad de las diversas luchas sociales y políticas que habían estado fragmentadas en las últimas décadas. Como señala Arruza en el artículo ya citado,
la transversalidad también puede ser entendida como el proceso de universalizar el movimiento feminista, que, comenzando desde un lugar específico (el de la opresión sexual y de género y de las identidades que eso genera) articula una política de liberación para todas las personas o —para citar la consigna del paro feminista en España— una política que quiere “cambiarlo todo” (Arruza, 2019 [traducción libre]).
Tras la conformación de la CF8M como espacio orgánico, se dio paso a un trabajo colectivo constante e inquebrantable para levantar las herramientas organizativas que harían posible la primera Huelga General Feminista. La primera tarea fue organizar un gran Encuentro Plurinacional de Mujeres que Luchan (EPL),[2] en el que construir un diagnóstico común, un programa propio y un plan de lucha unificado. El EPL ha sido una instancia de enorme relevancia para el feminismo local, en parte porque en Chile no hay una tradición de encuentros de mujeres tan fuerte como la que hay, por ejemplo, en Argentina; pero además porque acá nos propusimos un encuentro de debate programático y estratégico.
Las diferentes expresiones del feminismo que se han reunido en los EPL han ido delineando un proyecto político común, que no se define solo en oposición a la precarización de la vida que trae consigo el orden capitalista patriarcal y racista, sino que busca construir alternativa. Ese proyecto está desarrollado en diferentes ejes temáticos del programa (Encuentro Plurinacional de las y les que Luchan, 2021a), pero está atravesado por una orientación general hacia la socialización radical de la vida, esto es, la socialización de todos los trabajos, de la riqueza, de los bienes comunes y del placer, entre otras cosas, en una apuesta por una nueva forma de producir y reproducir colectivamente la vida como condición para la emancipación y el buen vivir la sociedad en su conjunto. No se trata de un feminismo que se quede en lograr la “equidad de género” en este sistema de explotación y opresión. En ese sentido, como planteó en los años 80 la socióloga y feminista socialista Julieta Kirkwood, creemos que:
El feminismo rechaza la posibilidad de realizar pequeños ajustes de horarios y de roles al orden actual, pues eso no sería otra cosa que la inserción en un ámbito-mundo ya definido por la masculinidad (el otro término en la relación de opresión). La incorporación de las mujeres al mundo será para el movimiento feminista un proceso transformador del mundo. Se trata, entonces, de un mundo que está por hacerse y que no se construye sin destruir el antiguo (Kirkwood, 2010: 56).
Así, se inició un proceso que fue a la vez de acumulación de fuerzas y de perfilar la política de un feminismo de los pueblos. En el texto colectivo que la CF8M escribió en el libro La Huelga General Feminista ¡VA! Historias de un proceso en curso, se describe con lucidez ese tránsito:
Reivindicar nuestro lugar como trabajadoras, nuestro lugar en las calles y la impugnación de la precarización que atraviesa nuestras vidas fue un vector de transformación y ampliación de la lucha contra la violencia machista. Tuvimos la certeza de que la única manera de terminar con la violencia hacia las mujeres y niñas era transformándolo todo y no enfocándonos en un campo específico de disputa. No era una “cuestión de mujeres”, sino la lucha por una transformación estructural de la forma en que se organiza la vida y la sociedad en su conjunto (Coordinadora Feminista 8M, 2021: 22).
Tras el agitado 8M de 2018, hubo al menos dos hitos que permitieron generar vínculos más orgánicos entre el feminismo y otros movimientos sociales. El primero fue el llamado “mayo feminista”, en el que adolescentes y mujeres jóvenes de distintas zonas del país se tomaron sus escuelas y universidades durante dicho mes como una forma de radicalizar la lucha contra el acoso sexual en los establecimientos educativos y contra la complicidad de sus instituciones y comunidades. A partir de ahí, las estudiantes, pero también las profesoras y trabajadoras de la educación, agitaron la lucha por una educación no sexista, en continuidad pero también dándole un giro al movimiento estudiantil que, en 2006 y 2011, ya había luchado por la desmunicipalización de la educación, la educación gratuita y el fin al lucro en la educación. Como señalan las militantes feministas Rosario Olivares y Emilia Schneider, las movilizaciones del mayo feminista implicaron repensar integralmente el sistema educativo:
Sabíamos que no solo debíamos acceder a la educación como un derecho, sino que también defender un proyecto educativo para la transformación y profundización democrática de la sociedad (…) Currículum escolar, producción de conocimiento, feminización de la carrera docente, protocolos contra el acoso y el abuso, democratización, superación de los sesgos, roles, binarismos y heteronormatividad, son algunos de los tantos temas que resuenan en las aulas de escuelas y universidades (Olivares, R. y Schneider, E., 2021: 72)
Unos meses después se realizó el Encuentro Mujeres y Pensiones, en el marco del movimiento NO + AFP. Este movimiento lucha por el fin de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP) instaladas por la dictadura, organismos que lucran con los ahorros de las y los trabajadores, quienes a su vez reciben jubilaciones de miseria. Como se aprecia en el relato de sus protagonistas, las dirigentas Pamela Valenzuela y Vesna Madariaga, la instancia marcó un punto de inflexión: “Como lo hemos conversado tantas veces, a ese encuentro llegamos para debatir sobre pensiones y salimos hablando de la necesidad de un programa de trabajo y seguridad social que contenga un sistema plurinacional de cuidados” (Valenzuela, P. y Madariaga V., 2021: 37). Se comenzó a instalar con fuerza una agenda siempre postergada en el mundo del trabajo, la que aborda las brechas de género en las condiciones laborales y la seguridad social, los cuidados y el trabajo no remunerado, el acoso y la violencia machista, etcétera. Las mujeres trabajadoras y sindicalistas comenzaron a ser un núcleo clave de la organización feminista que se estaba tramando.
Las mencionadas fueron solo algunas de las formas en que las luchas sociales y las luchas feministas se vincularon estrechamente y fueron construyendo cierto marco común contra el neoliberalismo. Para el 8 de marzo de 2019, el proceso de organización y movilización del periodo previo había dado sus frutos y estaban las condiciones para hacer el primer llamado a lo que se denominó como Huelga General Feminista. La conjunción de estas inéditas palabras buscaba ir más allá de la concepción tradicional asociada a las paralizaciones legales en el marco del empleo formal, reconociendo y valorando el trabajo que hacen las mujeres que cuidan y realizan labores domésticas sin remuneración, así como la realidad de las mujeres con empleos informales y precarizados. Considerando la heterogeneidad del escenario, el llamado incluyó las “100 formas de participar de la Huelga General Feminista”, en el que se consideró un amplio repertorio de acciones de protesta que van desde la organización de espacios colectivos de trabajos de cuidados como ollas comunes o guarderías, hasta la huelga laboral y de consumo, pasando por la intervención artística del espacio público.
La convocatoria a la huelga de 2019 fue un llamado a enfrentar ese ciclo político no solo desde el lugar de la oposición, sino tomando distancia de los partidos que han administrado el orden neoliberal en una transición eterna a la democracia que nunca llegó. Fue un llamado a construir un camino propio, reconstruyendo el tejido social en todos los sectores con una perspectiva feminista. Sin ingenuidad respecto a las resistencias que esto generaría incluso al interior de los movimientos sociales y partidos políticos de izquierda, la tarea a la que nos llamamos fue a transversalizar el feminismo contra la precarización de la vida hasta convertirlo en el horizonte común hacia el que caminemos en conjunto.
Ese primer año se logró la adhesión y paralización efectiva de importantes confederaciones de trabajadores de la salud pública, así como de profesoras, trabajadoras de casa particular, funcionarias públicas, etc. En las calles, la marcha fue la movilización más grande desde el fin de la dictadura. En el pavimento de lo que unos meses más tarde se conocería como Plaza Dignidad, se leía escrito “HISTÓRICAS”, en una de las múltiples intervenciones de la Brigada de Arte y Propaganda Laura Rodig (parte de la CF8M). El 8M de 2019 fue la antesala de la revuelta de octubre, y el feminismo era sin duda uno de los afluentes que había alimentado ese momento de quiebre.
Abriendo un nuevo ciclo político: el feminismo en la revuelta popular y el proceso constituyente
“El neoliberalismo nace y muere en Chile”: la revuelta de octubre de 2019
Si bien las protestas que irrumpieron en octubre de 2019 pueden entenderse en continuidad con las luchas sociales crecientes de las últimas décadas, en un primer momento su radicalidad y masividad inéditas provocaron profunda conmoción e incertidumbre. Una vez más, las y los estudiantes secundarios se habían volcado a las calles a manifestarse, pero esta vez la situación escaló hasta convertirse en una verdadera revuelta popular. Una de las primeras consignas que tomó centralidad en este nuevo escenario fue: “No son 30 pesos, son 30 años”, lo que daba cuenta de que el alza de pasajes del transporte público en Santiago de Chile había sido solamente el detonante de las protestas, pero las causas de fondo eran otras.
Los treinta últimos años en Chile estuvieron marcados por el carácter pactado que tuvo la transición a la democracia, a una democracia que prometió alegría pero que significó una continuidad evidente con la herencia dictatorial. En primer lugar, se trata de treinta años de impunidad, en los que la democracia que se había conseguido claramente no era suficientemente sustantiva para lograr verdad, justicia y reparación por los diecisiete años de terrorismo de Estado que marcaron la vida de generaciones y generaciones. Sin duda, esa impunidad largamente sostenida fue una de las condiciones que posibilitaron que el presidente Sebastián Piñera decidiera sacar a los militares a las calles ante un país que, desde su perspectiva, estaba “en guerra contra un enemigo poderoso e implacable”. Frente a la acción directa y la auto defensa inclaudicable de la población, la represión que en estas décadas se había vuelto rutina contra las movilizaciones sociales de pronto se transformó en graves y masivas violaciones a los derechos humanos por parte de Carabineros y los militares. De acuerdo con los distintos informes de organizaciones de DD. HH., no se trató de hechos aislados, sino “recurrentes, coordinados, y no se corrigen en el tiempo” (Areyano, F.,Faure, E., López, M. J., Muñoz, P., Olivares Y. y Santos Herceg, J. (2019). Ejemplo de esto son las víctimas de trauma ocular —460 personas según el Instituto Nacional de Derechos Humanos (2020)—, personas que perdieron total o parcialmente su visión producto del uso indiscriminado, excesivo y fuera de protocolo de armas de fuego por parte de las fuerzas represivas, que se siguieron produciendo aún cuando ya se había alertado de sus gravísimas consecuencias.
Pero la fuerza de la revuelta no solo fue respuesta a esta escalada represiva, que sin duda jugó un rol fundamental, sino que tiene sus raíces en la precarización de la vida instalada en dictadura y profundizada en los gobiernos de la Concertación y la derecha. Estos últimos treinta años han sido de administración y gestión de un neoliberalismo que en Chile redujo al Estado a un rol subsidiario y permeó todos los rincones de la sociedad y la organización de la vida. Esta vez, las protestas ya no eran una impugnación solamente a su expresión en la educación o en las pensiones, sino al modelo en su conjunto. Por esos días, un rayado en un muro de Santiago sintetizaba el horizonte que comenzaba a emerger cuando decantaban las partículas de los gases lacrimógenos: “El neoliberalismo nace y muere en Chile”. Tras ser la cuna donde los Chicago Boys[3] pudieron dar rienda suelta a la implementación de este nuevo modelo —gracias la “doctrina del shock” de la dictadura—, ahora los pueblos de Chile buscaban pasar adelante en la historia para poner un fin a una política que los precarizaba para asegurar las ganancias de unos pocos. En ese sentido, las protestas fueron el resultado y a la vez el despliegue de un proceso social de balance crítico de los últimos treinta años. En cierta medida, fue también un balance de los cimientos mismos del Estado de Chile en la violencia colonial, en el contexto de un país entero que ahora vivía en carne propia la extrema violencia policial que es el día a día del pueblo mapuche en el Wallmapu, su territorio ancestral.
A nivel inmediato, ese balance se expresó en la exigencia de la salida del gobierno criminal de Sebastián Piñera —expresada de manera contundente en la huelga general del 12 de noviembre de 2019— y de la conformación de una Asamblea Constituyente para dejar atrás la Constitución del 1980 engendrada por Jaime Guzmán en dictadura. La primera cuestión no sucedió, luego de que una serie de actores políticos[4] salieran a respaldar ese orden y su institucionalidad firmando el polémico Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución. Dicho Acuerdo propuso una salida institucional a la grave crisis social y política que vivía el país, que planteaba un itinerario determinado. El hito inicial sería un plebiscito que debía resolver si la ciudadanía quiere o no una nueva constitución y qué tipo de órgano debería redactarla: una Convención Mixta (50 % parlamentarios y 50 % representantes electos para la tarea) o una Convención Constitucional (100 % representantes electos para la tarea). El órgano constitucional tendría un máximo de 12 meses de funcionamiento, debía aprobar sus normas por un quorum de dos tercios, no podía afectar los tratados de libre comercio vigentes, y su propuesta de nueva constitución debía ser sometida a un plebiscito de salida. Ese era el acuerdo que los partidos se comprometían a apoyar en el Congreso.
El fantasma de la transición pactada a la democracia no tardó en aparecer ante los ojos de sectores de la izquierda. Como sucedió a fines de los años 80 tras una serie de protestas desestabilizadoras, eran nuevamente unos partidos políticos profundamente distanciados de las bases sociales los que estaban decidiendo los términos en que se abriría la nueva etapa política del país, y esos términos tenían “amarras” que no parecían legítimas. En un contexto de masivas violaciones a los derechos humanos, la ausencia de compromisos en esta materia no daba garantías de un proceso realmente democrático. Además, se criticó en particular el quorum de dos tercios y la ausencia de mecanismos que aseguraran la participación en igualdad de condiciones de mujeres, independientes y pueblos originarios.
A pesar del intento de cerrar el ciclo de movilizaciones con este acuerdo entre las cúpulas partidarias, las protestas continuaron su curso por varios meses más. Sostener la revuelta tanto tiempo tuvo un altísimo costo para los sectores populares, que fueron, como suele suceder, los que pusieron las y los muertos y mutilados. “A la normalidad no volvemos porque la normalidad era el problema”, se dijo, reconociendo la urgencia de correr los límites de la política “en la medida de lo posible” instaurada por la transición que encabezó Patricio Aylwin desde 1990.
La revuelta fue un punto de inflexión de un ciclo de politización de masas que venía gestándose a fuego lento los años anteriores, pero que ahora tuvo un carácter realmente masivo, que hizo que los barrios del país tuvieran en sus plazas a los y las vecinas organizándose, lo que se replicaba en diferentes espacios de trabajo y de socialización con un marcado ánimo refundacional, expresado especialmente en la simbología (la bandera chilena negra, la bandera mapuche, o el “Negro matapacos”, compañero canino de las manifestaciones callejeras). La política volvió a ser algo que se hacía entre todas, todos y todes, algo que abría espacio para imaginar otra vida posible, y no solo un reducto propio de una burocracia endogámica que se ve por la televisión. Ahora bien, este proceso de movilización y politización de masas comenzó y se desarrolló de forma bastante inorgánica, ya que no hubo un partido, organización o plataforma que condujera los múltiples esfuerzos desplegados. Esto no quiere decir en ningún caso que haya sido un “estallido social” del todo espontáneo, pues sabemos que durante la última década se habían producido importantes avances cuantitativos y cualitativos en el desarrollo de los movimientos sociales y políticos y en sus vínculos entre sí, que posibilitaron la emergencia de este balance generalizado. Sin embargo, ese proceso de organización popular no había cuajado en espacios orgánicos fuertes de articulación entre los múltiples y diversos sectores de la clase trabajadora. La revuelta se produjo en ese escenario movedizo, un escenario rico en experiencias locales, pero cuya inorganicidad pesó al momento de hacer frente al Acuerdo y sigue pesando hoy de cara al nuevo momento político que está comenzando.
En medio de este escenario de violaciones a los DD. HH. con que el gobierno enfrentó la protesta popular, el colectivo Las Tesis hizo por primera vez la performance Un violador en tu camino, en Valparaíso. Con la potencia propia del arte, la obra logró remover profundamente las sensibilidades en torno a la violencia política sexual ejercida por las policías con la complicidad de las instituciones del Estado, a la vez que insistía en el carácter político de la violencia sexual que mujeres y disidencias hemos vivido toda nuestra vida. Así reemergía el movimiento feminista que había sido uno de los afluentes principales del estallido de octubre, y que ahora insistía en el vínculo estrecho entre la violencia estatal que en ese momento vivía todo el país y la violencia patriarcal que día a día vivimos las mujeres y disidencias. La urgencia de esta denuncia llevó a la réplica espontánea de la performance en cientos de rincones y lenguas diferentes, en un movimiento transnacional que fue acumulando fuerza en cada nueva acción.
En ese contexto, las feministas reunidas en el Encuentro Plurinacional de las y les que Luchan decidimos que era necesario pasar a ser también primera línea contra el terrorismo de Estado. Como en las luchas contra la dictadura en los años 70 y 80, el movimiento feminista y el movimiento de derechos humanos (a su vez conformado en su mayoría por mujeres) desarrollaron un vínculo estrecho de solidaridad. De ese momento de encuentro y deliberación política colectiva emergió un acuerdo y un llamado aún vigente: a sostener con todas nuestras fuerzas la organización y movilización contra la precarización de la vida; a exigir juicio y castigo a los responsables directos y los responsables políticos de las violaciones a los DD. HH.; a impulsar la creación de una Comisión de Verdad, Justicia y Reparación que atendiera a esos hechos; y a luchar por la libertad a las y los presos políticos (Encuentro Plurinacional de las y les que Luchan, 2021b: 379), personas que presuntamente cometieron delitos en el contexto de la revuelta y que hasta el día de hoy —más de dos años después— siguen en prisión preventiva.
El proceso constituyente y el lugar del feminismo
El nuevo ciclo político comenzó a abrirse por la potente impugnación al orden existente que desplegaron los pueblos movilizados en las calles de todo el país. Esa apertura, por cierto, no fue un momento puntual, sino un proceso que ha tenido diferentes instancias. El triunfo apabullante del “apruebo” en el plebiscito por una nueva constitución (78 % de los votos) fue el inicio institucional de ese proceso. Lo que aún estaba en disputa era la caracterización que iba a tener el proceso constituyente que se iniciaba.
Frente al riesgo de que el proceso constituyente fuera meramente un nuevo proceso de cambios cosméticos, tanto el movimiento feminista como buena parte de los movimientos sociales y los pueblos originarios apostaron por desbordar los límites impuestos y tomar protagonismo. Bajo la consigna de “Saltar todos los torniquetes” (en referencia a los torniquetes que saltaron las y los secundarios al comienzo de la revuelta), un sector del feminismo que hasta el momento se había mantenido distante de la institucionalidad, apostó por participar de la disputa de la CC con candidaturas propias. La decisión estuvo marcada por la convicción de continuar la lucha, “para que el proceso constituyente se vuelva un proceso de apertura democrática para impulsar nuestro programa” (Encuentro Plurinacional de las y les que Luchan, 2021a).
Tras la confluencia de múltiples esfuerzos, logramos dotarnos por primera vez en Chile de un órgano constitucional democrático, que fue el primero en el mundo en tener una composición paritaria. Finalmente, la Convención quedó con una composición excepcional, en la que los pueblos y sus diversas organizaciones tuvieron un lugar central, mientras la derecha no alcanzó el tercio que buscaba para tener poder de veto y los partidos de la ex-Concertación vieron muy mermado su espacio de incidencia.
Con una velocidad realmente extraordinaria, la Convención Constitucional llevó a cabo un proceso democrático inédito en el país que debió enfrentar los esfuerzos desestabilizadores de la derecha desde el primer día. Los meses siguientes estuvieron marcados por el ataque insidioso de la maquinaria de los grandes medios de comunicación, que en Chile tienen una concentración particularmente marcada. En este escenario, poco ayudaron episodios como el quiebre de la Lista del Pueblo, que había sido una plataforma electoral formada tras la revuelta por sectores movilizados, y las polémicas de algunos de convencionales
Frente a la derrota en el plebiscito de salida (4 de septiembre de 2022), en que el Apruebo obtuvo apenas un 38 % de los votos, mientras el Rechazo logró el 61 %, se abre un proceso de balance fundamental que es todavía muy incipiente. Antes de pasar a la necesaria autocrítica y a abordar los desafíos que vienen para continuar el proceso constituyente, vale la pena reponer aunque sea muy brevemente algunos de los puntos clave de la propuesta de nueva constitución, que serán parte ineludible del debate futuro.
La propuesta constitucional que emergió de la Convención buscaba avanzar en desmontar el andamiaje neoliberal y abrir el camino a futuras transformaciones estructurales. El primer artículo es decidor: se establece que Chile es un “Estado social y democrático de derecho”. La disputa sobre el nuevo modelo, por supuesto, sigue abierta, pero estos son los márgenes que se habían acordado democráticamente para el desarrollo de la política.
En línea con dicha definición del Estado, que buscaba dejar atrás la subsidiariedad como principio rector, el texto consagraba como derechos constitucionales las demandas más sentidas por las grandes mayorías populares en las últimas décadas. Se garantizaban derechos sociales como salud, vivienda y educación, cuyos sistemas nacionales debían tener un eje robusto aunque no exclusivo en el sector público; así mismo, se garantizaba el derecho a la seguridad social, lo que hubiera implicado la creación de un sistema hasta ahora inexistente en Chile. Además, se consagraba el derecho a la libertad sindical, que comprende el derecho a la sindicalización, a la negociación colectiva (incluyendo la negociación ramal, que hasta el momento no es parte de la legislación laboral en Chile) y a la huelga, avances de gran envergadura para desmontar el Plan Laboral de Pinochet.
Por otra parte, había avances sustantivos respecto a los pueblos originarios, pues se establecía que Chile es un Estado plurinacional, y reconocía, entre otras innovaciones, autonomías territoriales indígenas y un pluralismo jurídico que incorporaba la justicia indígena. Junto con lo anterior, la nueva constitución otorgaba una protección socioambiental inédita, y declaraba el agua como bien inapropiable.
La propuesta introducía también importantes transformaciones a la institucionalidad política y estatal, que había sido profundamente debilitada por el neoliberalismo. La reducción de la esfera política a un espacio sectario de gestión entre tecnócratas y cúpulas de partidos lejanos a sus bases y a la población general, fue uno de los principales factores que contribuyeron a la gestación de la profunda crisis que —no existiendo un verdadero espacio democrático para procesar la conflictividad social y política— reventó en octubre de 2019. Respecto a este punto, la ex convencional Alondra Carrillo[5] señaló en una de sus intervenciones que el objetivo había sido construir un nuevo texto que “deje atrás los dispositivos autoritarios instalados en la Constitución de la dictadura, y pueda avanzar en una distribución del poder político que asegure una apertura a los pueblos en la deliberación dentro del Estado”. En ese sentido, la apuesta era que el nuevo sistema político propuesto sirviera como herramienta para materializar las necesarias transformaciones que se disputarán en el nuevo ciclo político, una herramienta de democratización política y social.
La gran mayoría de estas cuestiones eran parte de demandas históricas de los pueblos, que han sido también impulsadas desde sectores del feminismo que reconocen que la precarización de la vida que trae consigo el neoliberalismo es especialmente profunda para las mujeres y disidencias sexogenéricas. De ahí que desde la Colectiva Feminista —agrupación de convencionales feministas de diversos sectores— se haya impulsado imprimirle un enfoque de género a la constitución en su conjunto y a los diversos derechos sociales en particular.
La primera de las demandas de la agenda feminista histórica que se instaló en el debate público fue la de la paridad, ya que este debate se abrió al momento de discutir los diversos mecanismos de integración de la Convención Constituyente. Así, la primera batalla fue para que no solo las candidaturas fueran paritarias, sino para que se asegurara la composición paritaria del órgano. Una vez que se hizo la elección de convencionales, se vio que la noción de paridad instalada estaba funcionando en la práctica como un techo para la participación de las mujeres. A partir del reconocimiento de que uno de los géneros se desarrolla en condiciones históricas de opresión y exclusión de la deliberación política, surge la necesidad de instalar una noción de paridad sustantiva, que implica que la composición de un órgano debe tener un piso mínimo de 50 % de participación de mujeres, sin que esto sea un límite a su participación política.
Desde esa premisa, se logró la consagración de una democracia paritaria, que establece que: “El Estado promueve una sociedad donde mujeres, hombres, diversidades y disidencias sexuales y de género participen en condiciones de igualdad sustantiva, reconociendo que su representación efectiva es un principio y condición mínima para el ejercicio pleno y sustantivo de la democracia y la ciudadanía”. En concreto, se establece que todos los órganos colegiados del Estado, los órganos autónomos constitucionales y los órganos superiores y directivos de la Administración, así como los directorios de las empresas públicas y semipúblicas, deberán tener una composición paritaria que asegure que, al menos, el cincuenta por ciento de sus integrantes sean mujeres. Asimismo, el Estado adoptará medidas para la representación de diversidades y disidencias de género a través del mecanismo que establezca la ley.
Otra de las demandas recogidas es el derecho a una vida libre de violencia de género, en el marco del cual el Estado deberá adoptar las medidas necesarias para erradicarla, lo que incluye prevenirla, investigarla y sancionarla, así como también brindar atención, protección y reparación integral a las víctimas. Un artículo aparte consagra los derechos sexuales y reproductivos, estableciendo que: “Todas las personas son titulares de derechos sexuales y derechos reproductivos. Estos comprenden, entre otros, el derecho a decidir de forma libre, autónoma e informada sobre el propio cuerpo, sobre el ejercicio de la sexualidad, la reproducción, el placer y la anticoncepción”, incluyendo explícitamente la educación sexual integral y la interrupción voluntaria del embarazo en uno de los incisos.
Por último, otro de los grandes avances es el reconocimiento del trabajo doméstico y de cuidados como “trabajos socialmente necesarios e indispensables para la sostenibilidad de la vida y el desarrollo de la sociedad. Constituyen una actividad económica que contribuye a las cuentas nacionales y deben ser considerados en la formulación y ejecución de las políticas públicas”. Además, se reconoce el derecho al cuidado, garantizado por el Estado a través de un Sistema Integral de Cuidados.
Estos avances tienen un lugar aquí porque siguen teniendo un lugar en el proceso constituyente, porque si bien no fueron aprobados como parte de la propuesta plebiscitada, serán una orientación fundamental para enfrentar las nuevas luchas en la etapa que viene.
Perspectivas y desafíos ante un posible nuevo ciclo político
Si hasta el momento veníamos viendo un proceso que, con sus contradicciones, podía leerse como la apertura de un ciclo político transformador en el país, la fuerte derrota electoral de la propuesta de nueva constitución hace necesario aceptar que ese camino no está dado, sino que continúa en una disputa abierta que se da sobre un terreno frágil. La tarea de hacer un balance del proceso constituyente y del plebiscito es de enorme importancia política y probablemente tardará un buen tiempo en madurar, pero cabe aquí comenzar a dilucidar algunos elementos para ir comprendiendo qué es realmente lo que se rechazó en el plebiscito, porque no es tan claro que haya sido un rechazo al texto constitucional.
Sin dudas, no hay un solo factor que sea explicación suficiente para comprender que ganara el Rechazo y lo hiciera de forma tan contundente. Del entramado de factores, la extensión y profundidad de la desinformación es algo que claramente no pudimos prever. La campaña del Rechazo se sostuvo sobre mentiras cuidadosamente construidas sobre la propuesta constitucional, que buscaban infundir el miedo de perder lo poco y nada que tienen los sectores populares, el miedo incluso a perder aquello que no se tiene, pero a cuyo deseo la gente se aferra como una posible fuente de seguridad en medio de una sociedad hostil. A eso se le suma que los grandes medios de comunicación contribuyeron activamente a la desinformación y la diseminación de noticias falsas, socavando la democracia y el derecho a la información de la ciudadanía. Con el 90 % del financiamiento total del plebiscito, el Rechazo empujó su campaña en medios de comunicación, redes sociales y en todas sus infraestructuras sociales. Con éxito, esta estrategia apelaba al arraigado individualismo neoliberal que se ha tomado la cultura del país, al racismo histórico que sigue reproduciéndose, a una sociedad que no tiene las herramientas de educación cívica o educación sexual integral para poder desenmascarar los engaños de la derecha. Así, la concatenación de la desinformación, su difusión masiva por medios de comunicación, y el terreno fértil de la cultura individualista fue parte clave de los resultados que vimos.
Ahora bien, no se puede atribuir la derrota exclusivamente a temas comunicacionales, evidentemente la propuesta no tuvo sintonía con las grandes mayorías del país, y eso en parte se debe a un rechazo al proceso constituyente, específicamente al órgano redactor. Los múltiples tropiezos que tuvo la Convención Constitucional a lo largo de su desarrollo, con algunos casos notorios, desacreditaron profundamente el proceso y su legitimidad. En este sentido, una hipótesis posible es que la población terminó asociando la CC a la dinámica tradicional de la clase política, frente a la cual hay un rechazo profundamente arraigado. Va a hacer falta seguir evaluando el peso real que tuvieron algunos elementos controversiales que sí eran parte de la propuesta, como la plurinacionalidad o la interrupción voluntaria del embarazo, que han sido rápidamente sacados a relucir por quienes leen estos resultados electorales como una derrota debido a la “radicalidad” de la propuesta y que ahora promueven un giro al centro que comience por abandonar los “gustitos” de los derechos de las mujeres y diversidades sexo-genéricas y de los pueblos originarios. Lejos de esa visión, la autocrítica que se ha ido levantando incipientemente en algunos sectores tiene que ver con la lectura que se hizo respecto del carácter de la revuelta y su apoyo social. Aunque sin duda tuvo una masividad y radicalidad inéditas, el curso de politización que abrió no necesariamente tuvo una orientación antineoliberal, o al menos esa orientación no es tan firme. Si consideramos el enorme crecimiento que han tenido nuevos sectores de derecha, como el Partido de la Gente, podemos pensar que sigue en abierta disputa la politización de grandes sectores populares que sienten una profunda apatía por la política tradicional, que tal vez fueron parte de la impugnación de 2019, pero que son más volátiles respecto de su apoyo a una u otra alternativa.
Otro factor clave fue la introducción del voto obligatorio (con inscripción automática) en esta última elección, que llevó a que el padrón electoral aumentara de unos 8 millones en la segunda vuelta presidencial, a los 13 millones de personas que sufragaron esta vez. La votación del Apruebo fue muy similar a la que obtuvo Boric cuando fue electo, mientras el Rechazo sumó los 3,6 millones de personas que votaron por Kast con unos 4 millones de votantes nuevos. Realmente no sabemos qué llevó a ese universo de nuevos votantes a optar por el Rechazo en el plebiscito. Sin duda hay varios elementos que entran en juego además de los ya mencionados, desde el rechazo a la política en general, el rechazo a la gestión del gobierno de Boric, o el peso de una crisis social y económica que es tal vez peor que la que se vivía al momento del estallido, entre otros.
De todos modos, aunque es claro que el escenario que se está configurando es muchísimo más adverso, el objetivo de desmontar el neoliberalismo comenzando por la Constitución de Pinochet sigue tan vigente como antes y ante eso hay una serie de tareas ineludibles que debemos asumir los diversos sectores del movimiento feminista y de la izquierda.
La primera de estas tareas es fortalecer la organización de la izquierda, sus partidos y movimientos, y volver a darle el anclaje popular del que hoy carecemos. Actualmente el principal conglomerado político de izquierda es el que encabezó Gabriel Boric al llegar a la presidencia, Apruebo Dignidad, conformado por los jóvenes partidos del Frente Amplio (de los que es parte el mismo Boric) y por los de Chile Digno, liderados por el Partido Comunista. Tras treinta años de gestión entre la ex-Concertación y la derecha, la nueva coalición carga con enormes expectativas de cambio sobre cimientos todavía poco sólidos. Más allá de lo electoral, el nuevo pacto no tiene el respaldo de una fuerza de masas propia. Pero si no ha ampliado su base de militancia social, el gobierno sí ha ampliado su configuración política con incorporación de importantes sectores de la ex-Concertación, que se vieron fortalecidos tras el último plebiscito. Es de enorme relevancia que el gobierno logre utilizar las herramientas del Estado para asegurar la continuidad de un proceso constituyente democrático, en el que los medios de comunicación faciliten y no obstruyan el necesario debate público poniendo límites claros a la desinformación.
Fuera de dicho conglomerado, la izquierda está compuesta por diversos movimientos sociales y organizaciones políticas que no tienen mayores vínculos orgánicos entre sí. Con algunas fluctuaciones, la izquierda chilena ha mantenido desde los años 80 una configuración en la que está muy marcada la división entre partidos políticos y movimientos sociales. Si el terrorismo de Estado debilitó al máximo a los partidos y al entramado social que los rodeaba, fue paradojalmente durante ese mismo periodo que la sociedad civil y las organizaciones populares lograron desarrollarse formando movimientos sociales que protagonizaron enormes jornadas de protesta nacional a principio de los 80. Tras ese momento de desestabilización del régimen, los partidos se rearticularon y lograron volver a tomar liderazgo, pero se caracterizaron por un funcionamiento cupular muy desacoplado de las bases. Finalmente, la mayoría de los partidos se plegó a la estrategia de la transición pactada y se transformaron en los principales beneficiarios del nuevo orden sociopolítico. No fue en dictadura, como suele decirse, sino en la posdictadura que se destruyó el tejido social (Bastías, M., 2011), y desde entonces la reconstrucción de ese entramado ha sido particularmente lenta y difícil. La desconfianza y la tensión histórica que se estableció entre los sectores que se organizan como movimientos sociales y los que se configuran como partidos políticos es uno de los nudos que caracteriza el campo de la izquierda nacional. Muchas veces en la práctica política eso se manifiesta como un antagonismo binario entre formas orgánicas abstractas, lo que dificulta avanzar en el necesario debate sobre las especificidades del momento político que se está viviendo y las mejores herramientas organizativas para abordarlo.
Disipado el calor de la revuelta, hoy en día es necesario reconocer que, aunque con importantes avances, seguimos en un escenario de baja organización social y política, que dificulta lograr la materialización de las demandas populares. Uno de los nudos más difíciles de resolver tiene que ver con la infraestructura organizacional de la que debemos dotarnos en función de las tareas del momento. Esto implica un debate a nivel interno de cada espacio, para reevaluar sus objetivos políticos y orgánicos, pero es también un debate fundamental al pensar en instancias amplias de articulación.
Desde la revuelta de 2019 hubo algunas instancias concretas de articulación político-social que en cierto momento lograron reunir a organizaciones muy diversas —como fue el caso de Unidad Social o la Coordinadora de Asambleas Territoriales—, pero con el tiempo tendieron a desarticularse ya sea por diferencias políticas o simplemente por desgaste, dados los momentos de reflujo del proceso de politización y organización en curso. Así mismo, podemos considerar algunos intentos de unidad por la vía electoral, como el caso de la hoy disuelta Lista del Pueblo en las elecciones a constituyentes. Sin embargo, también hay algunas articulaciones que sí han prosperado, como Movimientos Sociales Constituyentes,[6] formada en el marco de la CC entre diversas organizaciones socioambientales, feministas y territoriales, y que llegó a ocupar la presidencia del órgano constituyente cuando María Elisa Quinteros sucedió a Elisa Loncón. Esta articulación es sin duda uno de los espacios que ha hecho una importante contribución a la reconstrucción del tejido social, aunque sigue siendo muy reciente y actualmente está definiendo de qué modo se dará continuidad al trabajo en el nuevo escenario.
Toda esta reflexión sobre cómo desarrollar una mayor fuerza política en la izquierda es en función de mejorar las condiciones para una disputa política que ya no es solo con la derecha tradicional, sino con una ultraderecha revigorizada. En la última elección presidencial el pinochetismo resurgió —o mostró su verdadera cara, podría debatirse— con una fuerza que nos remeció en lo más profundo. Si bien en la segunda vuelta de la elección presidencial la victoria de Boric fue contundente (56 %), se puede decir que el candidato de extrema derecha, José Antonio Kast, ganó en muchos sentidos: logró pasar de un 7,9 % de apoyo en las anteriores elecciones presidenciales al 44 %, consolidó una bancada propia, logró reordenar (sin mediar primarias) en torno a su proyecto de ultraderecha a todo el conglomerado político de la derecha tradicional, y, lo más importante, logró que su proyecto negacionista, que planteaba medidas abiertamente en contra de las mujeres, los sectores empobrecidos y los pueblos migrantes, sea considerado como un proyecto político válido en la arena de la democracia.
A pesar de la contundente derrota electoral del neofascismo, sabemos que sus fuerzas no van a detenerse, al contrario, ya están siendo oposición al gobierno de Boric y sobre todo a la continuidad del proceso constituyente con todo el poder económico y de los medios de comunicación. Hoy es imprescindible aquilatar la gravedad de este escenario. Esto implica que toma cada vez más urgencia la necesidad de lograr transformaciones respecto a la policía y las Fuerzas Armadas, así como a los medios de comunicación, asuntos que han sido tan postergados por la izquierda actual. Del mismo modo se hace imprescindible lograr avances sustantivos en verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición por las violaciones a los derechos humanos ejercidas ayer y hoy, para desarticular el entramado que sostiene la impunidad de que gozan tanto las fuerzas represivas como sus responsables políticos. En ese marco, se ha vuelto evidente también la centralidad que debe tener la defensa y promoción de los derechos humanos y del enfoque de género, tanto en la institucionalidad, como en el sistema educativo y los medios de comunicación.
Por sobre todo, este escenario implica que debemos asumir la responsabilidad de construir una alternativa de vida digna para todas, todos y todes quienes hacemos parte de los pueblos de Chile, una alternativa que haga sentido a quienes ante la precarización extrema consideran soluciones que solo hacen enfrentar a los últimos contra los penúltimos. Los próximos años vamos a seguir enfrentando un escenario muy duro económica y socialmente por el empeoramiento que trajo consigo la pandemia y la guerra a una crisis que le precedía. Ante la posibilidad real de que el proceso constituyente se cierre por arriba, no podemos hundirnos en la desmoralización, porque los avances sociales y políticos de estos últimos años no se pierden con una elección, porque el texto que redactó la Convención con grandes mayorías será una base sólida que nos orientará en las futuras luchas. Con todo, del último año hemos salido con articulaciones más estrechas y con grandes acuerdos programáticos que nos permiten confiar en nuestras propias fuerzas, para seguir abriendo un ciclo en el que esperamos lograr transformaciones que no solo a cubran las necesidades inmediatas, sino que también alimenten y den espacio al deseo que nos mueve.
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cuerpo-territorio y confluencias de rebeldías
por Natalia Hernández Fajardo
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Sobre la autora
Daniela Schroder Babarovic es Licenciada en Lengua y literatura hispánica, y Magíster en Estudios Latinoamericanos, ambos por la Universidad de Chile. Actualmente es estudiante del Doctorado en Historia en la Universidad de Buenos Aires, donde realiza su investigación sobre las publicaciones periódicas del movimiento feminista y de mujeres durante la dictadura en Chile. Fue investigadora responsable del proyecto de rescate patrimonial https://boletinasfeministas.org/. Actualmente es militante en la Coordinadora Feminista 8M (Chile).
Referencias Bibliográficas
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Arruza, C. (2019) Editor’s Introduction: A Feminist Wave to Change Everything. En Viewpoint Magazine. May 13, 2019. https://viewpointmag.com/2019/05/13/editors-introduction-a-feminist-wave-to-change-everything/
Bastías, M. (2011) Sociedad civil en dictadura: Relaciones transnacionales, organizaciones y socialización política en Chile. Santiago: LOM.
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Notas
[1] En Chile se utiliza el término femicidio para referirse al asesinato a una mujer por motivo de su género (equivalente al término feminicidio utilizado en otros países latinoamericanos).
[2] El nombre del encuentro ha ido variando, aunque sus siglas (EPL) se mantienen. Este 2022 se realizó su cuarta versión, con el nombre Encuentro Plurinacional de Mujeres y Disidencias que Luchan.
[3] Se le llama Chicago Boys al grupo de economistas chilenos que fueron a formarse con Milton Friedman a la Universidad de Chicago y volvieron a dirigir la implementación del neoliberalismo en el Chile dictatorial.
[4] El Acuerdo fue firmado por las y los líderes de los principales partidos políticos del país, menos el Partido Comunista y Convergencia Social, partido del actual presidente Gabriel Boric, quien en su momento firmó a título personal.
[5] Alondra Carrillo es psicóloga, vocera de la CF8M y fue convencional constituyente en representación de dicha organización y de la Asamblea de Organizaciones Sociales y Territoriales del Distrito 12 (zona sur de Santiago).
[6] Movimientos Sociales Constituyentes (MSC) es una articulación de movimientos, organizaciones, asambleas territoriales, sindicatos y agrupaciones que se ha organizado para participar y acompañar el proceso constituyente dentro y fuera de la Convención Constitucional. Entre las organizaciones que la componen se encuentra la Coordinadora Feminista 8M, MODATIMA (Movimiento por la Defensa del Agua, las Tierras y el Medioambiente), ANAMURI (Asociación Nacional de Mujeres Rurales e Indígenas) y diversas organizaciones territoriales de norte a sur.