Negociando el cambio climático: el continuado fracaso de la política convencional
Casi doscientos gobiernos firmaron un nuevo compromiso para enfrentar el cambio climático en su conferencia en la ciudad de Glasgow (Escocia). No es el primero, sino que es uno más en una larguísima sucesión de cónclaves gubernamentales que se inició hace casi tres décadas atrás, en 1992, cuando acordaron un Convenio Marco sobre el Cambio Climático. Tras este último encuentro, la COP número 26, se sucedieron todo tipo de análisis. La mayor parte de ellos repetían argumentaciones discutidas en el hemisferio norte; algunos consideraron que hubieron avances aunque reconocen que son insuficientes; otros, y en especial desde América Latina, insistieron en que el cambio climático es esencialmente una responsabilidad del norte y que esas naciones deben resolverlo, y que nuestros países poco más pueden hacer más allá de reclamar ayudas financieras.
En esas perspectivas hay unas cuantas equivocaciones. Se repiten eufemismos que en lugar de exponer la gravedad de la crisis actual terminan opacándola. Seamos claros: el encuentro COP 26 sobre cambio climático fue un fracaso en el sentido de su incapacidad para imponer medidas que efectivamente detuvieran el cambio climático. La situación es aún más dramática porque son los propios gobiernos quienes reconocen en el documento que firmaron en Glasgow que están haciendo todo lo contrario de lo que prometieron pocos años atrás. Pero esa confesión casi pasó desapercibida, tanto para la prensa convencional como para muchos analistas. Al mismo tiempo, todos los gobiernos son responsables, incluidos los países de América Latina, cada uno a su manera pero en una situación donde casi no hay inocentes.
En las líneas que siguen se elaboran sumariamente, a veces esquemáticamente, un análisis crítico sobre estas recientes negociaciones sobre el cambio climático, buscando desmontar algunas de las simplificaciones más usuales. En realidad estamos ante un problema que atraviesa a casi todas las ideologías políticas y por ello tiene raíces mucho más profundas.
Un pacto que fracasó
El documento firmado por los gobiernos en Glasgow, nombrado como un “pacto”, reconoce que la meta es evitar que la temperatura media del planeta aumente más allá de 1,5 grados. Para poder respetar ese límite, el mismo texto admite que es necesaria una reducción del 45% de las emisiones de CO2 al 2030, y cero emisiones netas hacia el 2050. Esas metas como esas obligaciones en su esencia ya están incluidas en compromisos previos así como en el Acuerdo de París que esos mismos países firmaron en 2015.
Sin embargo, unos párrafos más adelante, en el Pacto de Glasgow se admite que todos los compromisos asumidos por los gobiernos no resultaran en una reducción sino que, por el contrario, implican un incremento del 13,7 % para el 2030. Esta confesión es impactante, ya que al mismo tiempo confiesan que no cumplen con la palabra empeñada y admiten su incompetencia para detener el cambio climático.
Otros acuerdos que se firmaron en Glasgow tuvieron amplia cobertura en la prensa pero en realidad no suponen un cambio sustancial. En efecto, los compromisos para detener la deforestación; para reducir las emisiones de gases de metano; o para abatir el uso del carbón; cada uno a su modo son sobre todo una declaración de aspiraciones, no imponen mandatos que fuercen su cumplimiento y sirven sobre todo como acciones publicitarias.
Por lo tanto, las notas de opinión que hablan de avances, de nuevos compromisos, o de cualquier otra esperanza, posiblemente no están entendiendo lo que ocurrió en Glasgow. Lo que allí quedó en evidencia es que los gobiernos no están cumpliendo sus compromisos y el cambio climático sigue su marcha. Esto se debe a varias razones y algunas de ellas se exploran en las secciones siguientes.
Casi todos hacen trampas
Mientras los gobiernos estaban reunidos en Glasgow vio la luz una revisión de los reportes que cada país presenta sobre sus emisiones de gases invernadero. Quedó en evidencia algo que muchos sospechaban: muchos gobiernos hacen trampas en esos informes. En efecto, analizando los reportes de 196 países, se encontró que muchos no aportaban datos actualizados (como ocurre con varias naciones petroleras; por ejemplo, Argelia no reporta desde el 2000, y hay 45 países que no lo hacen desde el 2009). En otros casos, los datos son cuestionables porque no contabilizan adecuadamente las emisiones (por ejemplo, Canadá no incorpora los gases invernadero producidos por la deforestación o Australia no cuenta los que generan sus enormes incendios). Finalmente, están los que exageran las capacidades de absorber gases invernadero para así mejorar sus balances finales (como hace Malasia, presentando a sus bosques nativos como increíbles máquinas para capturar carbono)[1].
La suma de las emisiones de gases invernadero de los reportes nacionales oficiales totalizan aproximadamente 44,2 mil millones toneladas CO2 equivalentes. Sin embargo, las emisiones no reportadas se estiman de 8,5 a 13,3 mil millón ton CO2e, y además hay al menos otros mil millones producidos por los aviones que no se adjudican a ningún país. Por lo tanto, la cifra total real está en el orden de los 55 mil millones de ton CO2e. La situación es, por lo tanto, todavía más grave.
En el mismo sentido, hay países que ofrecen programas de reducción de emisiones de gases invernadero que al final de cuentas les permite emitir todavía más. Lo hacen prometiendo una reducción de las emisiones ponderada a partir de un indicador económico; por ejemplo, el producto bruto interno. En forma simplificada puede decirse que proponen que por cada millón de dólares que mueve una economía nacional se bajarán las emisiones de gases; este es el camino elegido, por ejemplo, por Uruguay. Pero en esto hay una falacia, porque más allá de la eficiencia, si la economía crece también puede haber un incremento del volumen neto de los gases emitidos.
De este modo navegamos en una situación donde tanto los inventarios sobre los gases que genera cada país así como sus medidas para mitigarlos, están repletos de problemas, trucos, exageraciones, omisiones y maniobras.
Las limitaciones de la clásica división Norte – Sur
Las clásicas divisiones entre un “Norte” rico, industrializado, contaminador y un “Sur” más pobre, en vías de desarrollo, no siempre son de utilidad para analizar lo que ocurre con el cambio climático. Es cierto que Estados Unidos y las naciones de Europa Occidental, han estado por largo tiempo en los primeros puestos por sus emisiones de gases invernadero. Pero en la actualidad, China es el primer contaminador global, emitiendo casi el doble que EE. UU., que ocupa el segundo puesto, siendo seguido por India, Rusia, Indonesia, Brasil y Japón. Si se agrupa a los países de la Unión Europa (UE con 27 miembros), ésta pasa a ocupar el tercer puesto. Pero como puede verse, los del Sur y Norte aparecen entreverados en la lista de los más grandes contaminadores[2]. Hay países, como China, que a veces se presenta como parte de un “Sur” imaginado en vías de desarrollo y otras veces es claramente parte de ese “Norte”, también imaginado, industrializado y contaminador.
Otras ponderaciones confirman que todos los países son responsables, donde los del “Norte” y “Sur” siguen entremezclados. Si se hace una evaluación de las emisiones por persona, en lugar de los aportes totales, al tope del ranking se contarán las naciones petroleras del Medio Oriente, pero luego están todos entremezclados. Las emisiones per capita de Estados Unidos están en el orden de 17,74 ton CO2e, y las de un boliviano en 11,12; un uruguayo arroja 9,97 ton y un alemán 9,37 ton, y un argentino sería responsable de 8,89 mientras que un chino de 8,40.[3]
También están lo que consideran que el abordaje debe ser histórico. Es cierto que los países industrializados tienen una enorme responsabilidad en esta situación, pero una vez más la situación no es tan simple. Considerando los gases emitidos entre 1850 y 2021, el primer responsable es Estados Unidos con el 20% de ese total. Le siguen China con 11%, Rusia 7%, Brasil 5%, e Indonesia con 4%. Hay países europeos, como Alemania (4%) e Inglaterra (3%), que seguramente están subvalorados porque debería sumarse las emisiones originadas en el pasado en sus colonias. Pero como puede verse, una vez más hay responsables tanto en el “Sur” como en “Norte”[4].
Estas particularidades muestran que una división entre “Norte” y “Sur” ya no tiene los mismos significados que en el pasado y debe ser manejada con cautela. Sin duda los clásicos representantes del “Norte” tienen mayores responsabilidades, en varios sentidos; pero eso no debe llevar al simplismo de entender que el “Sur” no contribuye al cambio climático y que poco o nada debería hacer.
Todos somos responsables
Aunque la evidencia es muy clara en que todos los países son responsables del cambio climático, no debe asumirse que las responsabilidades sean idénticas, sino que son diferentes. Sin embargo, muchos gobiernos del “Sur” insisten en que no son responsables o lo son en una muy pequeña proporción, y usan esos argumentos para seguir contribuyendo al cambio climático. En esa posición se ubican no solamente algunos gobiernos, sino buena parte de los actores político partidarios, pero también muchos actores en la academia y entre organizaciones ciudadanas.
Ese razonamiento se escucha repetidamente en América Latina. Sostienen que en tanto los aportes nacionales representan un bajo porcentaje en el total global, pueden continuar extrayendo combustibles fósiles, y al mismo tiempo reclaman que la reconversión energética debería estar financiada por el “Norte” adinerado. En esto hay varios problemas, tales como omitir que los hidrocarburos o el carbón que exportan, por ejemplo, Venezuela, Bolivia, Colombia, Perú o Ecuador, finalmente se quemará en algún rincón del planeta, y desde allí se emitirán gases invernadero. También olvidan la importancia que tienen sus emisiones por deforestación, agropecuaria y otros cambios en el uso de la tierra (sobre todo de metano).
Todos son responsables, aún el país que emite el 0,01 % del total mundial, porque todo esos aportes se suman entre sí. Por lo tanto, todas las naciones deben reducir sus emisiones de gases invernadero.
Obsesionados con el dinero
Las negociaciones sobre cambio climático se empantanan todavía más porque siempre terminan escoradas en los regateos y tironeos económicos. Por momentos parecería que los países de ese “Sur” global dedican buena parte de sus esfuerzos en reclamar más dinero a las naciones del “Norte”, quienes prometen ayudas que luego se vuelven escasas.
Los gobiernos habían acordado ayudas financieras por cien mil millones de dólares por año en 2020, que sobre todo debía ser aportado por las economías más ricas. Aunque era sabido, de todos modos en Glasgow todos los gobiernos reconocieron que ese objetivo no se cumplió; y, sobre ello, también hay análisis que muestran que se han inflado de diversa manera. Las naciones que debían dar los mayores aportes, comenzando por Estados Unidos, no lo han hecho[5].
Es necesario un aumento de la asistencia financiera para lidiar con el cambio climático, tanto para reducir sus emisiones (lo que implican distintas transiciones energéticas) como en la adaptación a los problemas que ya están en marcha. Esa ayuda en dinero debe ser provista, sobre todo, por los países más ricos. Los países del “Norte” no pueden argumentar que no cuentan con esos fondos, sino que bastaría que reorientaran sus masivas ayudas económicas a los combustibles fósiles.
En lugar de seguir ese camino se insinúa otra estrategia que debe despertar preocupación ya que consiste en apelar al financiamiento privado. Esta postura es lidera por Joe Biden desde Estados Unidos, concibiendo al empresariado como un gran financiador de los cambios frente al cambio climático. Esto implica inevitablemente una privatización, que traslada a las corporaciones múltiples sectores, tales como pueden ser la provisión de los equipamientos para energía eólica o solar, la minería de litio, etc. Cualquiera de esas opciones reproduce los mecanismos de subordinación del sur al norte, y además muchas de ellas implican fuertes impactos sociales y ambientales. Dando pasos concretos en esta dirección, una coalición de grandes bancos, fondos de inversión, aseguradoras y analistas de riesgo financiero, crearon la “Alianza de Glasgow para las Cero Emisiones” que promete movilizar US$ 140 millones de millones[6].
Al mismo tiempo, hay que reconocer que algunas posiciones de gobiernos del “Sur” también merecen ser sopesadas. Son los casos en donde se propone hacer poco o nada para reducir las emisiones de gases hasta no recibir dinero a cambio. Esto se ha vuelto muy común, y posiblemente el caso más estridente ocurrió en Glasgow cuando los delegados de India reclamaron más ayudas financieras y al mismo tiempo defendieron el uso del carbón[7].
Del mismo modo, hay múltiples contradicciones en reclamar dinero cuando al mismo tiempo un gobierno en el “Sur” subsidia a los combustibles fósiles o alienta la deforestación. Por ejemplo, Argentina participa de los reclamos por más dinero para enfrentar el cambio climático y, en Glasgow, su presidente Alberto Fernández llegó a plantear que parte del pago de la deuda externa en lugar de regresarla al acreedor fuese utilizado en medidas para combatir el cambio climático. Sin embargo, su gobierno tiene un enorme programa de subsidios económicos a la explotación de hidrocarburos[8].
Tanto las naciones del “Norte” como del “Sur” comparten una contradicción esencial que radica en los masivos subsidios que otorgan a los combustibles fósiles mientras en Glasgow prometían combatir el cambio climático. Esos subsidios, que en su mayor parte corresponden a los costos por impactos ambientales, representan el 6,8% del producto bruto global, y aumentarán al 7,4% en 2025. Se los estima en US$ 11 millones por minuto. Si fueran desmontados y se aplicaran precios adecuados a esos combustibles, las emisiones de CO2 podrían caer 36%[9].
Una obsesión prepolítica
En Glasgow, como ocurrió en las anteriores cumbres de cambio climático, todos los delegados gubernamentales, desde los jefe de Estado al diplomático más humilde; todo ellos, desplegaron floridos discursos donde reconocían la crisis ambiental y llamaban a medidas concretas y urgentes. Pero, al mismo tiempo, apoyan a los sectores que generan el cambio climático y sus acciones son totalmente insuficientes para frenar el calentamiento planetario. Un ejemplo de ello es el presidente de Colombia, Ivan Duque, que promete reducciones de 51% al 2030 y neutralidad en 2050, pero simultáneamente defiende a las petroleras, al fracking y a la minería de carbón[10].
Por lo tanto, la cuestión a considerar no consiste solamente en indicar esos incumplimientos o señalar las trampas en los inventarios, sino que se trata de reconocer que esa adicción a los combustibles fósiles está presente tanto en el “Norte” como en el “Sur”, y en casi todas las ideologías político partidarias. Es una condición pre-política, en el sentido que afecta a casi todas las ideologías político partidaria.
El ejemplo más claro de esto en Glasgow fue el acuerdo entre Estados Unidos y China. No es que brindara medidas concretas, ya que fue más bien un anuncio de buenas intenciones que sirvió como un alivio publicitario. Pero el acuerdo entre John Kerry y Xie Zhenhua, reveló las coincidencias entre dos regímenes político partidarios muy distintos. De un lado el capitalismo corporativo de Washington, con su democracia formal y representativa, su imperialismo comercial y militar; y del otro, el desarrollismo de Beijing, guiado por un partido que se reivindica comunista, con empresariado estatizado y control ciudadano, y su despliegue comercial planetario. Los dos coinciden en el desarrollo convencional, ambos buscan el crecimiento económico a toda costa, y no dudan en externalizar al resto del planeta sus impactos ambientales. Ambos lanzan discursos para frenar el cambio climático, pero cada uno defiende aquellos combustibles fósiles que necesita (China lo hace con el carbón, Estados Unidos con el petróleo).
Celebración del continuo fracaso
Tomando en cuenta los elementos repasados arriba, es evidente que el Pacto de Glasgow será otro fracaso más en asegurar medidas efectivas para detener el cambio climático. No es el último, porque se han celebrado 26 cumbres de los gobiernos, a lo largo de casi tres décadas. Así, cuando los delegados de la cumbre aplaudían el texto firmado en Glasgow, en realidad estaban celebrando un continuado fracaso.
Muchos podrán argumentar que han existido avances, y es cierto que algunos se pueden identificar. Pero en cuanto al propósito concreto y prioritario de todo el proceso negociador iniciado en 1992 -que es frenar el cambio climático- hasta hoy, es un fracaso. Cuando en 1992 se firmó aquella convención, la concentración de CO2 en la atmósfera estaba un poco por encima de 350 partes por millón (ppm); en el año 2000 alcanzaba las 370 ppm, cuando se logró el Acuerdo de París, en 2015, ya alcanzaba las 400 ppm, y este año, tras el Pacto de Glasgow subió a más de 410 ppm.
Ni siquiera hay auspicios de una mejora, porque los indicadores que esos mismos gobiernos reconocieron en Glasgow muestran que sigue aumentando el uso de los combustibles fósiles. Si cumplieran todas sus promesas, se estima que el aumento de la temperatura al final del siglo superará la barrera de 1,5 grados, y alcanzará 1,8 grados. Pero como sabemos, los países no cumplen sus propias promesas, y si persisten estrategias como las actuales, se estima que la temperatura alcanzará un aumento de 2,7 grados. Estamos ante un fracaso de las políticas ambientales, tanto nacionales como multilaterales, y como tal debe ser asumidos y analizado[11].
Aunque, desde otra perspectiva, podemos afirmar que, en realidad, no hay un fracaso; sino que esas políticas están organizadas y son defendidas porque permiten mantener la adicción a los combustibles fósiles. Dicho de otro modo, no es que fallen, sino que proveen justificativos y excusas para seguir explotando esos combustibles y persistir en la deforestación, siendo de ese modo funcionales a las clásicas concepciones del desarrollo.
Incompetencia, indiferencia y negación
Cuando se repasan las cuestiones que se acaban de enumerar surgen algunas conclusiones. La primera es advertir que los actores políticos no entienden la evidencia científica sobre el cambio climático. No logran comprender o aprehender lo que está en juego. Hay algunos individuos que sin duda lo comprenden, pero lo que aquí se quiere indicar es que como colectivo, como conjunto, e incluso como clase, no entienden lo que está sucediendo ni sus consecuencias. En muchos casos las evaluaciones proceden de modelaciones probabilísticas, son estimaciones de riesgo, y se despliegan en escalas de tiempo de décadas hasta el 2.100. Ese tipo de razonamientos y ese horizonte de tiempo son ajenso a los políticos convencionales. Para dejarlo en claro, estoy persuadido que varios presidentes, y sus equipos, no comprenden esta cuestión, y entre ellos se pueden señalar a Jair Bolsonaro, Ivan Duque, Nicolás Maduro, Sebastián Piñera o Aníbal Fernández.
Esto se confirma en que los gobiernos son incapaces de entender la evidencia que citan en las declaraciones que firman, como el Pacto de Glasgow. Esa es la explicación por la cual en un mismo texto por un lado reclaman reducir las emisiones de gases invernadero y por otro reconocen que no lo hacen, y como esa contradicción no les incomoda la toleran en el escrito final.
La incomprensión hace que la clase política termina pecando por la indiferencia ante la pérdida de la diversidad de la vida, de la destrucción de ecosistemas, y ante el sufrimiento de millones de personas que estarán afectadas por el cambio climático. Toda la gestión del cambio climático es un ejemplo de la necropolítica, en tanto es un dejar morir a las personas y a la Naturaleza a costa de mantener viva a la economía[12].
Los repetidos fracasos no angustian a los gobiernos -en Glasgow lo volvieron a reconocer- y ofrecen como excusa que lo solucionarán el próximo año en su siguiente encuentro. Pero el hecho es que ningún jefe de Estado, ningún ministro del ambiente, renunció por haber sido incapaz de lograr la reducción de sus emisiones de gases tal como habían prometido. Por el contrario, los presidentes o ministros se reunían en fiestas y cocteles en Glasgow, o compartían foros con las empresas, para supuestamente buscar soluciones a esta crisis ecológica.
Sin embargo, casi todos esos gobiernos rechazan las medidas necesarias, tales como moratorias a los combustibles fósiles. No solo eso, sino que ni siquiera toleran mencionarlas. Eso quedó muy en claro en la última parte de las negociaciones sobre el texto final cuando varios países petroleros, apoyados estridentemente por India y China, se negaron a que esa posibilidad estuviese siquiera mencionada en el Pacto de Glasgow.
Por todas estas razones, el encuentro sobre cambio climático en Glasgow es un nuevo fracaso donde todos son culpables. Los más afectados en el futuro más cercano serán los estados insulares, las comunidades que viven en zonas de riesgo climático, y los pueblos indígenas, pero enseguida le seguirán muchos otros más. Es un balance duro pero necesario si es que se desean buscar las alternativas que son necesarias y urgentes.
Referencias
[1] Véase sobre ello Mooney, C. y colaboradores 2021 “Countries’ climate pledges built on flawed data, Post investigation finds”; en Washington Post, 7 de noviembre.
[2] Países ordenados por sus emisiones de gases invernadero totales (incluyendo CO2 como otros gases, tales como metano), datos para 2018, basado en CAIT (WRI) en Climate Watch Data.
[3] Valores en toneladas de CO2 equivalentes, datos para 2018, basado en CAIT (WRI) en Climate Watch Data.
[4] Ver Evans, S. 2021 “Which countries are historically responsible for climate change?”, en Carbon Brief, 5 de octubre.
[5] Ver Timperley, J. 2021 “The broken $100-billion promise of climate finance — and how to fix it”, en Nature, 20 octubre.
[6] Ver Stein, J. 2021 “Financial firms announce $130 trillion in commitments for climate transition, but practical questions loom”, en Washington Post, 3 noviembre.
[7] Ver “Need more money to fight climate change: At COP26, India bats for Paris Agreement rulebook”, India Today, N° 1, noviembre 2021.
[8] En el caso de las explotaciones en Vaca Muerta, uno de los últimos paquetes de ayudas estima un costo fiscal de US$ 5 062 millones. Ver Cayón, D. 2020 “El gobierno lanzó un subsidio a la producción de gas en Vaca Muerta para evitar la importación y la salida de más dólares”, en Infobae, 15 octubre. Disponible en https://www.infobae.com/economia/2020/10/15/el-gobierno-lanzo-un-subsidio-a-la-produccion-de-gas-en-vaca-muerta-para-evitar-la-importacion-y-la-salida-de-mas-dolares/
[9] Ver Parry, I.; Black, S. y Vernon, N. 2021 Still not getting energy prices right: a global and country update of fossil fuel subsidies, IMF Working Paper, setiembre.
[10] Ver El Tiempo 2021 “‘Camino a Cero’: así es la estrategia contra el cambio climático”, 1 de noviembre. Disponible en: https://www.eltiempo.com/politica/gobierno/camino-a-cero-asi-es-la-estrategia-contra-el-cambio-climatico-del-pais-629226
[11] Ver “Glasgow’s 2030 credibility gap: net zero’s lip service to climate action”, Climate Action Tracker, noviembre 2021.
[12] Esta condición se explora en detalle en Gudynas, E. 2021 “Necropolítica: la política del dejar morir en tiempos de pandemia”, en Palabra Salvaje No 2: 100-123. Disponible en www.palabrasalvaje.com