Internet, redes sociales y Big Data: cultura y comunicación en el capitalismo digital
Presentación
Ante nuestros ojos se despliega una fenomenal revolución tecnológica que afecta todos los órdenes de la vida social. El capitalismo cambia de piel en el verano de las tecnologías digitales. Experimentamos en nuestros teléfonos inteligentes los múltiples servicios que la red del siglo XXI facilita mientras esconde las formas de generación de rentabilidades, entre las que no faltan realidades laborales propias del siglo XIX.
El marketing de las empresas que dominan el mundo digital ha logrado imponer una mirada cándida sobre internet y sus plataformas. Esas palabras suelen asociarse con futuro, innovación, novedad, comunidad y horizontalidad. Lo oímos tanto en discursos publicitarios como en la boca de políticos y funcionarios. Las tecnologías digitales tienen buena prensa.
Sin embargo, los casos de espionaje digital develados por Edward Snowden o las denuncias sobre la utilización espuria de datos por parte de Facebook han comenzado a desangelar a estas tecnologías. A esto pueden sumarse las reacciones de Donald Trump frente a decisiones editoriales de Twitter. Las redes sociales han subido al ring de la política (no les ha quedado más remedio que hacerlo) y lxs ciudadanxs parecen más advertidxs sobre los peligros que esconde la red.
La imparable penetración de dispositivos y mecanismos digitales en cada momento de la vida diaria lucha por despegarse de cierto malestar que, aunque intermitente e incipiente, arrastra a su paso. Cada vez son más las voces que advierten que el contacto que propician las plataformas no necesariamente desemboca en la comunicación; que la multiplicación de información en la red no genera ciudadanxs más y mejor informadxs; que las tecnologías digitales no necesariamente conducen a mayor democracia, igualdad y libertad. De hecho, numerosos ejemplos recientes dan cuenta de prácticas unilaterales y autoritarias, de la profundización de desigualdades y del cercenamiento de libertades. El contexto generado por la pandemia del Coronavirus ha permitido ver esas situaciones con mayor nitidez. La sofisticación digital también engendra monstruos.
En definitiva, no debe olvidarse que el marco económico y social de desenvolvimento de estas tecnologías está delimitado por los resortes que mueven al capitalismo financiero global.
¿Cómo explicar ese proceso de cambio social que envuelve todo lo que hacemos y conocemos? ¿Por dónde pasan las principales novedades y proyecciones de una dinámica caracterizada por la fugacidad? ¿Dónde residen los aspectos más preocupantes y cómo hacer para desplegar las contradicciones que se generan a su interior?
Una cultura de la conectividad
Como plantea la investigadora holandesa José Van Dijck, el avance de internet modificó profundamente la manera de estar con otrxs. Históricamente los medios y las tecnologías de la comunicación, desde el teléfono hasta la correspondencia, moldearon los comportamientos y mutaron al compás de las formas de utilización, los objetivos de los propietarios, la influencia de otros medios y el desarrollo de la infraestructura. Paralelamente se integraron a la institucionalidad de su época y fueron parte de los factores que condicionaron la manera de conectarse, tratarse y concebirse. En suma, internet y, en particular, las redes sociales conformaron, fundamentalmente en la última década, un nuevo tipo de socialidad, una socialidad “on line”.
En ese tiempo vimos como buena parte de las actividades que hacemos se volcaron a entornos virtuales. La expansión de las redes sociales, entendidas en sentido amplio como “medios conectivos” para la interacción, la compra-venta de productos, el intercambio de contenidos y/o la prestación de servicios, nos cambiaron la vida. Su influencia creció a tal punto que varias marcas se convirtieron en verbo: googlear es un caso paradigmático entre otros que hemos naturalizado.
Las redes sociales alteraron la naturaleza de la comunicación pública y privada. Enunciados que antes se emitían a la ligera o en espacios muy acotados -una conversación, compartir una foto familiar- ahora se lanzan a un espacio público en el que pueden tener efectos de mayor alcance y más duraderos.
En un comienzo, hacia fines de los ´90, esta “cultura de la conectividad” se basó en criterios como la cooperación y lo comunitario. Esto le dio a ese desarrollo incipiente un marco de cierta horizontalidad, pero rápidamente las interacciones se convirtieron en un bien redituable y todo empezó a cambiar a pasos acelerados.
Información, política, consumos culturales
De este modo, partimos de una realidad: las relaciones sociales de nuestro tiempo están atravesadas por las tecnologías. En otras palabras, la actividad política, los consumos culturales, el acceso y la generación de información están cada vez más mediados por dispositivos tecnológicos. Claro está que se trata de un proceso transversal que difiere según las clases, los grupos sociales y los países. Y que el espacio público de la ciudad y la calle no desaparece como escenario crucial, aunque lo que ocurre ahí también se resignifica por la presencia y acción de esos dispositivos.
En el caso de los consumos culturales, la globalización de las cadenas de producción y la expansión de las nuevas tecnologías de la comunicación y la información (Tics) profundizaron un tipo de consumo menos anclado en un territorio. Desde bajar música por la web, hasta el acceso a temporadas completas de series televisivas, pasando por la recepción de películas on line.
El acceso creciente a bienes culturales a partir de contenidos que ya no circulan por los medios de comunicación de masas tradicionales ha derivado en la emergencia de bienes culturales de nuevo tipo. Cambiaron los hábitos, los gustos, las formas de consumo cultural y, junto a ello, cambiaron las sensibilidades, las experiencias y los mecanismos de distinción social[3].
En este marco de prácticas cotidianas tecnológicas, la distinción clásica entre productor, artista y público se vuelve más difusa. Los blogs y las redes sociales modificaron sensiblemente la posibilidad de generar y poner en circulación discursos y bienes culturales. Se trata de una trama de prácticas y discursos que convive de un modo más o menos conflictivo con la hegemonía de las grandes corporaciones de la cultura y el entretenimiento (también de la tecnología) con peso a nivel global. Y en algunos casos forma parte de las heterogéneas formaciones e instituciones culturales históricamente promovidas por colectivos de artistas, comunicadores e intelectuales. Vale señalar acá que la posibilidad de transitar esos espacios de manera dinámica y diversa es lo que diferencia, en gran medida, el tipo de experiencia cultural que las clases y grupos sociales desarrollan en la actualidad.
En este tránsito, también se han modificado las formas que asumen la discusión pública sobre asuntos políticos, las comunicaciones de actos de gobierno, la militancia, las condiciones para la generación de consensos y la construcción de fuerzas sociales. No desaparecen los actos ni las movilizaciones ni los comunicados oficiales, pero se fusionan con campañas virales, con la circulación de piezas en teléfonos inteligentes y actividades militantes en plataformas sociales. Dos ejemplos permiten espiar la dinámica desde la actualidad. El debate en torno a la legalización del aborto se jugó en las redes y en las calles. La estrategia que marcó la suerte de las últimas elecciones presidenciales se inauguró con un video distribuido desde las cuentas personales de Cristina Fernández, precedido por el lanzamiento de un libro escrito por la ex presidenta que generó presentaciones masivas.
Una de las consecuencias de los nuevos recorridos de la información y de las transformaciones en el consumo cultural es la crisis en el modelo de negocios de los medios de comunicación y de la producción del entretenimiento y la información. Esto no quiere decir que los medios tradicionales hayan perdido su centralidad para imponer su agenda de preocupaciones ni que haya desaparecido su rol como actores políticos. Sin embargo, el escenario da cuenta de transformaciones para las que nadie parece tener respuestas infalibles, tanto para hacer sobrevivir a las empresas periodísticas como para ampliar la diversidad y el pluralismo. En este terreno y con un mapa de medios fuertemente concentrado como el argentino, los Estados nacionales y provinciales son atravesados por distintos intereses para la generación de políticas y regulaciones favorables a esos principios.
Los cambios tecnológicos y económicos desde un punto de vista histórico
La revolución tecnológica en curso está en la base de cambios muy profundos, pero a la vez esas transformaciones tecnológicas son emergentes de procesos que podemos reconstruir desde un punto de vista histórico. Por un lado, el capitalismo ha sido desde siempre un modo de producción caracterizado por la búsqueda de la innovación como forma de garantizar una lógica invariante: el esfuerzo por bajar costos, aumentar la productividad controlando la actividad de lxs trabajadorxs y eliminar competidores para ganar mercado. De ese modo los avances tecnológicos de las últimas dos décadas no hacen más que acelerar procesos que son constitutivos de las sociedades capitalistas.
Por otro lado, como sostiene el investigador canadiense Nick Srnicek[4], hay al menos tres momentos de la historia reciente del capitalismo que confluyen en la coyuntura actual. A riesgo de esquematizar demasiado resumimos esos tres momentos de la siguiente manera:
(i) La salida de la recesión de los años ´70: ante la pérdida de rentabilidad en el marco del modelo fordista y el Estado de Bienestar (crecimiento basado en la demanda masiva de productos industriales + pleno empleo + derechos sociales) el capital se dio una ofensiva sobre la capacidad de organización de lxs trabajadorxs y se volcó hacia un modelo basado en la segmentación de la oferta y la descentralización de la producción. (ii) El boom de las empresas de internet en los años ´90: en la segunda mitad de esa década en Estados Unidos se crearon más de 50 mil empresas para comercializar internet, las acciones de las llamadas punto-com subieron más del 300% y recibieron 5 billones de dólares de capitalización. Ese escenario, que se mantuvo hasta 2001 cuando el valor de esas empresas se derrumbó, permitió la expansión de la infraestructura y los avances en software que sentaron las bases para la profundización del modelo de producción iniciado incipientemente en los años ´70 y la consolidación de la economía digital actual. (iii) La crisis de 2008: cuando la burbuja de las hipotecas de alto riesgo (“subprime”) explotó, los grandes Fondos de Inversión Financiera angloamericanos quedaron al borde de la quiebra. Como se sabe, el rescate con fondos públicos no se hizo esperar. Especialmente en las economías centrales, sobrevino una etapa caracterizada por la combinación de tasas de interés a la baja, grandes déficits fiscales y políticas de austeridad, evasión impositiva (paraísos fiscales) y ahorros corporativos crecientes, mayor desempleo, y por ende, más precarización del trabajo. El resultado fue una masa de dólares disponible que las corporaciones financieras buscaron colocar en sectores con alto rendimiento. Las nuevas empresas tecnológicas, que aplican el principio de “primero crecer, distribuir después”, fueron nuevamente el blanco predilecto de esos flujos de capital y se constituyeron en la pata fundamental del proceso de reestructuración capitalista que está en pleno despliegue.
Una nueva reestructuración que tiene dos fuerzas motrices fundamentales. Una económica que se manifiesta en la hegemonía del capital financiero transnacional -traducida en el poder creciente de los Fondos Financieros de Inversión Global- y la presión constante hacia los Estados nacionales para liberalizar sus economías. Y otra cultural encarnada en un optimismo ilimitado acerca de las posibilidades que brindan las innovaciones tecnológicas y en el enaltecimiento de una figura que ocupa el ideal para las nuevas generaciones: el emprendedor tecnológico.
Capitalismo de plataformas, capitalismo digital de vigilancia, neoimperialismo tecnológico
Si abusamos de estas nociones no es porque pretendamos hacer un glosario de términos que intentan describir la reestructuración capitalista a la que nos venimos refiriendo. Apelamos a ellas para destacar el papel determinante que se le asigna desde diferentes visiones (más críticas o más entusiastas) a la innovación tecnológica en tales reconfiguraciones.
Hay un dato que es evidente: cinco empresas de tecnología de origen estadounidense (Apple, Microsoft, Alphabet [Google], Amazon y Facebook) figuran entre las seis empresas de mayor valor a nivel mundial[5]. En el ranking de las primeras diez hay seis tecnológicas, ya que se suma la plataforma china Alibaba, cuya actividad más importante es la comercialización de productos.
Estamos ante un fenómeno que, en primer lugar, es vertiginoso. La escalada de estas empresas se dio especialmente en la última década, a la par del retroceso de verdaderos gigantes mundiales de la electrónica, las telecomunicaciones, los hidrocarburos y la industria automotriz, y de la mano de fusiones y adquisiciones en el ámbito de las empresas ligadas a internet. En segundo lugar, el crecimiento es constante a pesar de algunos altibajos coyunturales o de no alcanzar las proyecciones difundidas en ciertos periodos contables. Tercero, los niveles de acumulación y de centralización de capital por facturación y por atracción de capital financiero en la bolsa representa un proceso exponencial de concentración de poder económico y también de poder a secas. Vale agregar que en este marco se comprende mejor la razón por la que la guerra comercial entre Estados Unidos y China es en buena parte una carrera por los mercados de tecnología y en particular por qué el desarrollo de la internet 5G se convirtió en una cuestión de Estado.
Sea cual sea la denominación que usemos, lo que está claro es que esta fase del capitalismo se caracteriza por la combinación de novedades y la reafirmación de los rasgos más destructivos de su historia. Este capitalismo es posible porque se apoya en un sentido común tecnologicista, ilimitadamente optimista ante las innovaciones, a las que tiñe con un barniz de inevitabilidad. Esto tiene sus raíces en el imaginario consagrado por la Modernidad y su fe en la razón, la ciencia y el progreso indefinido, pero asume hoy una fuerza renovada. En otro nivel complementario, se basa en un proceso de concentración inédita que forja un capital globalizado que reclama como condición tener las manos libres para explotar más a lxs trabajadores, pagar menos impuestos, moverse sin regulaciones y pisar a los competidores. A cambio promueve un ideal de realización personal y bienestar colectivo construido en torno al emprendedurismo, la meritocracia y la popularidad como sinónimo de éxito. Una ideología en el sentido clásico del término, ya que niega el papel histórico de los Estados y el sector público como financiadores de la ciencia y el desarrollo tecnológico. Una ideología y un accionar que ponen de manifiesto los fundamentos neoliberales del capitalismo actual.
Datos y plataformas: novedades y viejas recetas
Partamos de lo más concreto. Una tesis fundamental es que el capitalismo del siglo XXI se centra en un tipo particular de materia prima, que también opera como mercancía: los datos. En otras palabras, la información que dejamos registrada al utilizar dispositivos digitales conectados a internet y que gracias a los avances tecnológicos recientes es posible detectar, almacenar y analizar en cantidades realmente masivas y a una velocidad creciente. Lo que se conoce vulgarmente como “big data”.
Esa capacidad de acaparar y procesar montañas de datos requiere de una infraestructura compuesta por cables submarinos, redes de fibra óptica, satélites, computadoras, software centrales de almacenamiento (servidores) y una cantidad de energía eléctrica muy significativa. También necesita de una masa de trabajadorxs que cumplen tareas intelectuales y manuales a lo largo de todo el proceso. Cómo recolectar y usar esos datos depende de decisiones humanas, que toman personas de carne y hueso. Es decir, algo bastante diferente a la visión de internet como algo inmaterial. Por último, es un proceso de expansión que no se puede explicar sin el papel de la inversión pública, sobre todo al inicio de los proyectos más innovadores, como lo han demostrado las investigaciones de la economista italo-estadounidense Mariana Mazzucato y del sociólogo francés Frédéric Martel[6]. Aunque en el discurso de las propias empresas y de buena parte del periodismo especializado nunca se coloque ese aspecto en un lugar destacado.
Si los datos son la materia prima central, las plataformas constituyen el modelo de negocios paradigmático de esta etapa. Las plataformas son un nuevo tipo de empresa, infraestructuras digitales que actúan de intermediarias entre usuarixs o consumidorxs y prestadores de servicios o proveedores de bienes. Desde la aplicación de Uber al buscador de Google, estos dispositivos se colocan como intermediarios y también como espacios de actividades virtuales que dejan registrada información sobre conductas y preferencias.
Las plataformas producen y dependen de lo que se conoce como “efectos de red”. Cuanto más usuarixs utilizan una plataforma, más valiosa se vuelve para el resto. Esto es muy relevante porque ese efecto de red tiende a la monopolización respecto de una clase de interacción social (relaciones sociales y/o afectivas, información, etc.) o de un servicio (compras, pago, búsqueda de empleo). Lo que a su vez da más poder a las plataformas dado que cuentan con mayor cantidad de datos sobre nuestros comportamientos. En esa dinámica, llegar primero parece ofrecer ventajas. Y en algunos casos eso supone funcionar con grandes pérdidas económicas al inicio del proceso, para capitalizar más adelante el sitio monopólico, como el caso de Spotify o de Uber.
En la base de este funcionamiento hay una lógica de desposesión, que históricamente ha caracterizado a los momentos de reconversión capitalista. Como apunta el investigador y periodista Esteban Magnani[7], el modo de operar de esas plataformas se basa en una apropiación radical de bienes y recursos públicos y comunes, más puntualmente de la acción colectiva. Las redes sociales y aplicaciones operan a partir de una materia prima, nuestros datos, generada con trabajo no pago. La historia de las redes sociales más masivas nos lleva generalmente a un comienzo basado en comunidades relativamente pequeñas, en las cuales la colaboración y la autorregulación eran criterios fundamentales. Es lo que caracterizó los inicios, ya lejanos, de Youtube.
Aunque cada “me gusta” puede ser muy importante para nuestra autoestima, es mucho más valioso para estas empresas, que de este modo construyen sus bases de datos. En la medida en que se dieron las innovaciones necesarias para traducir esa información en ingresos económicos, las viejas y nuevas plataformas se volcaron casi en su totalidad (tal vez la excepción más notoria es Wikipedia) a desarrollar estrategias comerciales con el objetivo de concretar lo que se llama monetarizar las interacciones. Las formas de monetarizar la información registrada son fundamentalmente dos: su venta como banco de datos y la oferta a anunciantes a cambio de publicidad, que puede circular de un modo cada vez más personalizado. Así, a cambio de resignar privacidad y de ser objeto de una vigilancia casi constante -y de usufructuar, claro, las ventajas de las conexiones instantáneas- las redes proponen convertir esas interacciones en capital social para sus usuarixs. Al mismo tiempo, que lo convierten en capital económico para sí mismas.
De esta forma, detrás del imaginario libertario y comunitario que promueven estos verdaderos gigantes tecnológicos se despliega una intensa estrategia mercantil basada en la desposesión y en la disputa feroz con competidores reales y potenciales. El efecto de red refuerza la tendencia al monopolio y se traduce en una lógica de “el que gana se lleva todo”. El ejemplo más claro de este modo de operar es Uber, que no se propone una política de nicho que implicaría la convivencia con otros formatos de transporte más tradicional, como los taxis, sino una apuesta por su desaparición, que se manifiesta en la oferta de un servicio con costos a la baja, aunque eso suponga mayor precariedad para pasajerxs y conductorxs.
Nos queda señalar un último rasgo. Este auge del capitalismo de plataformas no supone un crecimiento de la riqueza social; no se registra un auge del producto mundial a partir de su desarrollo. En todo caso, abre nuevos terrenos de disputa, por ejemplo, en lo que hace a los gastos de publicidad de empresas, Estados y partidos políticos.
Logaritmos, Inteligencia artificial y neurociencia: una nueva percepción
Internet y las redes sociales se basan en la ponderación de la conexión como valor social en sí mismo. En igual medida, tal como demostraron diversas denuncias que trascendieron a nivel mundial en los últimos años, estamos ante sistemas automatizados que inevitablemente diseñan y manipulan las conexiones que promueven. Todas las plataformas -sean de interacción, de servicios o de comercialización de productos- siguen el rastro de las acciones de lxs usuarixs y las reducen a algoritmos, o sea a códigos con los que operan las computadoras; todo se codifica para procesarlo mediante programas de inteligencia artificial. Como señala José Van Dijck, conexión y conectividad no son lo mismo, mientras que la primera noción implica relaciones y prácticas sociales, la segunda refiere a un ecosistema basado en procedimientos tecnológicos automáticos.
Es importante destacar esto. Las máquinas que sostienen nuestra conectividad permanente aprenden solas a identificar rasgos y establecer relaciones a partir del acceso a los datos y la experimentación. Cuanto más datos, más rápido hacen relaciones y más pueden evitar los errores. Obviamente que requieren de la participación humana, proveyendo la materia prima y también ayudando a operar correctamente de manera directa. Esto es lo que ocurre cada vez que una aplicación nos solicita que hagamos click en la foto de un perro o cada vez que usamos un traductor on line. Este factor explica desde el punto de vista tecnológico buena parte del salto exponencial que estamos viviendo en la última década respecto del desarrollo del almacenamiento y procesamiento de datos a escala masiva.
En los próximos años se acrecentará el debate acerca de las consecuencias que puede tener la automatización total de ciertas actividades. Pensemos en que ya es posible que una computadora realice la selección del aspirante a un empleo, entre cientos o miles, que mejor se adecúe al perfil que pretenden los empleadores. O que resuelva la aprobación de un seguro o un crédito a partir de la posibilidad de evaluación que le brinda la información que dejamos registrada en las múltiples plataformas que usamos cotidianamente. Un debate que no sólo tendrá que ver con cuestiones éticas, sino también con el hecho -generalmente subestimado por los discursos celebratorios- de que la automatización informática sigue incluyendo un margen de error que puede ser pequeño o grande según el tipo de decisión que esté en juego.
La conectividad permanente está asociada a un tipo de experiencia y un tipo de percepción. La ruptura de los límites clásicos entre lo íntimo y lo público; el ocio y el trabajo; lo accesible y lo inaccesible; entre lo que se conoce y lo que no se conoce, ha forjado una cultura de la intensidad. La expansión del teléfono móvil inteligente con conexión satelital a internet es el instrumento paradigmático de esos cambios en las prácticas culturales que sedimentan en las estructuras subjetivas más profundas. No fue natural ni tecnológicamente determinada la creación de un aparato que permite tomar fotos y mostrarlas al instante a desconocidxs virtuales. Hasta hace poco tiempo teníamos teléfonos por un lado (incluso celulares), cámaras por el otro y álbumes de fotos que sólo mostramos a lxs amigxs. La invención de un dispositivo de ese tipo condensa procesos tecnológicos, económicos y culturales de nuestro tiempo.
La velocidad es un elemento clave en todo esto. Como sostiene el investigador brasileño Denis de Moraes[8], la velocidad de la innovación siempre ha sido clave para la conquista de dividendos comerciales, pero las ventajas competitivas están cada vez más asociadas al ritmo frenético de las mutaciones. La cuestión en el capitalismo actual no es fundamentalmente ampliar mercados, sino interpelar a lxs consumidorxs. En esta línea, el placer por acceder al objeto deseado debe tener una corta duración, y todo el aparato socio-tecnológico opera como alimentador del impulso a consumir. Aquí la figura del emprendedxr en tanto “jefe de sí mismx” se complementa con la del consumidxr libre. La figura ideal de alguien que experimenta la interacción con dispositivos que construyen la percepción de que todo está al alcance de la mano, y que vive la libertad como la posibilidad de acceder a la última versión de un producto, que reemplaza a su versión anterior en un período cada vez más corto. El círculo se cierra con la posibilidad del endeudamiento perpetuo y constante, tanto de los Estados como de las personas.
La cultura de la conectividad y esa experiencia dominada por la intensidad se proyectan en un tipo de percepción. Si los medios de comunicación de masas siempre se dieron estrategias para captar la atención de sus audiencias, en el caso de las plataformas virtuales eso se lleva a su máxima expresión. Aquí también la imagen de nosotrxs mismxs con el teléfono celular en la mano recibiendo notificaciones para calificar al supermercado donde acabamos de comprar o sugerencias para adquirir un producto sobre el que un rato atrás googleamos, es otra figura bien ilustrativa. A las notificaciones hay que sumarle la ansiedad por la respuesta inmediata ante un posteo en Facebook o un comentario en Twitter. Las plataformas digitales, y las de interacción social en particular, son dispositivos por excelencia para captar la atención. Y esto por la sencilla razón de que un click en un anuncio puede ser retribuido económicamente. En esta batalla por el tiempo y la atención de lxs usuarixs, no sorprende que Reed Hastings, el CEO de Netflix, considere que su mayor enemigo es el sueño.
La consecuencia de todo esto es doble. En ciertas personalidades -en determinadas condiciones sociales y momentos de la vida- el resultado es la dependencia creciente y hasta la adicción. No obstante, hay un efecto que es absolutamente transversal: la consolidación, de manera casi exclusiva, de una atención superficial. Obviamente cuando nuestra experiencia cultural es menos diversa y transita más por estos espacios de interacción que por otros, esa consecuencia es mayor. Como señala Esteban Magnani, la neurociencia aporta herramientas para manipular y también para pensar opciones. En principio, los programas de las redes sociales están diseñados para estimular nuestro cerebro a nivel preconsciente y en general lo logran eficiencientemente. La mayoría de las cosas que hacemos cotidianamente dan cuenta de respuestas inconscientes, por eso concentrarse para trabajar conscientemente sobre algo implica un fenómeno de “ceguera atencional”, un ejercicio de ruptura con otros procesos psíquicos. La memoria requiere de un tiempo específico para registrar cosas a largo plazo, si ese proceso se interrumpe también se interrumpe la capacidad de fijar elementos complejos. Por eso el filósofo coreano Byung-Chul Han[9] asegura que es un error creer que la atención simultánea y dividida es un síntoma de evolución. Según Han, la actitud hacia nuestro entorno que se conoce como “multitasking” (multitarea) es propia de los animales salvajes que no pueden darse el lujo de aislarse de las amenazas que significa ese entorno para sus propias vidas.
En este marco, no necesitamos explayarnos demasiado para indicar que la posibilidad de comprender situaciones complejas, resolver problemas intrincados y generar productos culturales que requieren de procesos prolongados de gestación son lo opuesto a un tipo de experiencia basada en la intensidad de la conexión inmediata y en la atención superficial. Si la internet que se viene implicará más funciones por imágenes y voz (reconocimiento facial, mandos a distancia, etcétera), es de suponer que estas tendencias a nivel de la conformación de las subjetividades se seguirán profundizando.
Ante el auge de la hiperconectividad y el consumo permanente, cabe dejar abierta una preocupación fundamental. Cómo hacer para que en el futuro cercano no queden reducidas a grupos cada vez más pequeños las competencias para manejarse en la abundancia de información -y de estímulos- y ante actividades que seguirán requiriendo condiciones materiales para desarrollar una conciencia creativa.
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Estamos ante una gran batalla por el control de la información personal y colectiva. ¿Quién tiene derecho a poseer, interpretar y vender información sobre el comportamiento y los gustos personales? ¿Qué poder tenemos y vamos a tener como usuarixs? ¿Qué capacidad de intervención tendrán los Estados para salvaguardar su soberanía y garantizar un acceso democrático? ¿Cómo se organizará la conversación social sobre los asuntos públicos y quiénes decidirán quienes participan de esos espacios? Son preguntas que es imprescindible hacerse para elaborar respuestas colectivas.
Los textos que siguen profundizan el diagnóstico sobre el escenario mundial y nacional moldeado por los gigantes tecnológicos. A partir de allí, se ofrecen pistas para organizar un pensamiento y una acción que parta de rechazar lo establecido como inevitable.
Concretamente, este Cuaderno n° 2 aborda el modo de funcionamiento de las plataformas digitales que concentran la mayor cantidad de usuarixs en el mundo, su trayectoria empresarial y su lugar como actores centrales del capitalismo actual. Indaga las consecuencias económicas y sociales de los mecanismos tecnológicos que dan forma a gran parte de nuestras interacciones. Además, el contexto motivado por la pandemia de coronavirus está presente en las reflexiones que se presentan, en función de una tesis compartida: si el virus acobardó a grandes porciones de la población mundial, fue un vigorizante para las empresas de tecnología y sus servicios.
El primer artículo, escrito por Esteban Magnani, hace un recorrido histórico descriptivo sobre la fisonomía que fue asumiendo internet desde su nacimiento. Allí desgrana los impulsos económicos que fueron moldeando sus servicios y las actividades que vibran en las pantallas de todo tamaño. El autor nos sumerge en las lógicas profundas que movilizan los intereses de empresas como Facebook, Google, Amazon, Microsoft, Uber o Netflix, y explican el lugar que ocupamos lxs ciudadanxs en sus modelos de negocio.
El segundo texto de Sally Burch y Osvaldo León aporta un diagnóstico que incluye las primeras evidencias surgidas de las distintas formas que asumió el aislamiento social luego de la expansión mundial del Covid-19. Allí se pone el foco sobre algunos fenómenos donde se construye el poder de las grandes empresas tecnológicas: la cibervigilancia, la utilización y el tráfico de datos de lxs ususarixs, la precarización laboral y la tercerización de la educación on-line en corporaciones globales. El texto reconoce los puntos alrededor de los que deben construirse agendas comunes: imponer límites a los gigantes tecnológicos globales, la disputa sobre los datos y la legislación laboral.
El tercer artículo, escrito por Esteban Zunino, recorre los mecanismos de elaboración de las noticias que se imponen en los medios periodísticos digitales. El recorrido muestra que las condiciones concretas para la labor profesional y las exigencias productivas no redundan en la calidad informativa. En ese círculo, la demanda de inmediatez y polifuncionalidad deja a lxs periodistas en encrucijadas cotidianas. Algunas fuentes informativas, con mayores recursos, parecen pescar mejor en ese río revuelto.
Luego, se propone una entrevista con el periodista e investigador Luciano Galup, donde se revisan las novedades, los mitos y las prácticas que se generan en torno a las llamadas redes sociales. El diálogo propone miradas sobre la cibermilitancia, los contornos del debate público, el escenario periodístico y las posibles consecuencias de la pandemia de Coronavirus en el mundo digital.
Este segundo Cuaderno se cierra con una entrevista a la periodista e investigadora Natalia Zuazo. Allí se dibuja un mapa sobre las iniciativas e intereses de los gigantes digitales, que tienen el mundo como horizonte, pero aún así deben negociar con gobiernos nacionales. A partir de allí, se discuten las reacciones posibles que pueden tener los Estados para intervenir el terreno digital.
índice
- Presentación | Por Alejandro Linares y Adrián Pulleiro
- “Internet: del sueño democratizador al paraíso neoliberal” | Por Esteban Magnani
- “Desafíos para la justicia social en la era digital” | Por Sally Burch y Osvaldo León
- “Medios digitales, 25 años después” | Por Esteban Zunino
- Entrevista a Luciano Galup | “Con las redes sociales siguen existiendo las mismas disparidades para acceder al debate público” Por Alejandro Linares y Adrián Pulleiro
- Entrevista a Natalia Zuazo | “La incorporación de tecnología tiene que ser una incorporación inteligente” Por Alejandro Linares y Adrián Pulleiro
Referencias
[1] Doctor en Ciencias Sociales. Licenciado en ciencias de la Comunicación. Investigador del CONICET.
[2] Doctor en Ciencias Sociales. Licenciado en ciencias de la Comunicación. Docente de la UBA y la UNLPam, Coordinador del Colectivo de Investigación en Comunicación, Medios y Tics del Instituto Tricontinental de Investigación Social.
[3] Rosario Radakovich y Ana Wortman (Coords); Mutaciones del consumo cultural en el siglo XXI. Tecnologías, espacios y experiencias, Buenos Aires, Teseo, ALAS, Clacso, 2019.
[4] Nick Srnicek, Capitalismo de plataformas, Buenos Aires, Caja Negra, 2018 [2016].
[5] A diciembre de 2019, según datos de la consultora Bloomberg.
[6] Mariana Mazzucato, El Estado emprendedor. Mitos del sector público frente al privado, Madrid, RBA, 2011. Frédéric Martel, Smart. Internet(s): la investigación, Madrid, Taurus, 2014
[7] Esteban Magnani, La jaula de confort. Big data, negocios, sociedad y neurociencia ¿Quién toma tus decisiones?, Buenos Aires, Autoría, 2019.
[8] Denis de Moraes (Comp.); “Cultura tecnológica, innovación y mercantilización”, en Mutaciones de lo visible. Comunicación y procesos culturales en la era digital, Buenos Aires, Paidós, 2010.
[9] Byung-Chul Han; La sociedad del cansancio. Segunda edición ampliada, Barcelona, Herder, 2017.