El acceso a la tierra en tiempos de organización nacional (1852-1874)
El período entre 1852 y 1874 fue crucial en la historia de Argentina, marcando un cambio significativo en la relación con la tierra y la identidad nacional.
Presentación
Este Cuaderno 3 presenta un período clave de nuestra historia en materia de tierras y producción agropecuaria. Especialmente, porque el Estado nacional acelera su propia organización y define sus pretensiones territoriales, mientras el país se incorpora a la nueva división internacional del trabajo, vinculado al mercado europeo, especialmente a Inglaterra.
Hay dos procesos centrales que aparecen aquí. Por un lado: uno de fiebre legislativa a nivel nacional y provinciales, que privatiza la tierra pública. Por el otro, la transformación del espacio agrario general, que se ajusta finalmente al ideario liberal. ¿Qué significa ello? Que la propiedad privada y su tríada de propietarios, arrendatarios y trabajadores, se impone sobre cualquier otra forma y derecho de concebir la posesión y producción de la tierra. Las transformaciones son muy profundas: se trata de una reforma agraria de corte liberal. Es el capitalismo, doblando las campanas.
Son muchos los cambios que se suceden, los ritmos no son parejos y las realidades de cada territorio y provincia asumen distintas formas. Por eso, este Cuaderno es un desafío. Teniendo en cuenta viejas tesis, pero a partir de una abundante bibliografía actualizada y de la consulta de distintas fuentes documentales y bibliográficas de la época, continuamos este ensayo sobre la historia del acceso a la tierra en nuestro país. Seguramente haya variables que minimizamos o dejamos afuera y otras a las que le prestamos mayor atención. El resultado esperado es un recorrido por las distintas realidades del país, reponiendo problemáticas contemporáneas, a la luz de algunas preguntas que nos hace el presente.
En el primer capítulo, “Nueva era”, presentamos una síntesis de los cambios políticos producidos con la caída del gobierno de Buenos Aires en manos de Juan Manuel de Rosas, expresión del federalismo porteño. Es cierto, hay un mayor peso de la narrativa volcado en esta provincia, pero el inicio de la organización del Estado nacional, en la última etapa de la Confederación (1852-1861) y con la nueva República Argentina (1862), supone una mirada general. A medida que presentamos los cambios políticos, durante más de dos décadas, damos cuenta de distintos diseños proyectados para crear nuevas realidades. También abordamos el intenso proceso de creación de un tejido legal que expresó y moldeó la nueva realidad social. Allí hablamos del fin del malogrado régimen de enfiteusis y de todo otro derecho de posesión que no fuera la propiedad privada y el arrendamiento. Es también el tiempo en que se liquida la antigua esclavitud.
Esta nueva realidad tuvo un condimento fundamental: la llegada de familias labradoras de Europa. La llamada “colonización agraria” fue una política de acceso a la tierra para inmigrantes que fue simultáneamente aprovechada por grandes terratenientes y empresarios, que especularon con un recurso que se valorizaba rápidamente: la tierra. Los ensayos fueron distintos en cada lugar y a lo largo del tiempo. Presentamos un panorama variado, con experiencias concretas. En paralelo, recuperamos las resistencias, como las de las montoneras federales, cuyo faro miraba hacia la experiencia del Paraguay, aniquilada en una infame guerra.
Cerramos este Cuaderno con las formas que asumieron las políticas de colonización luego de dos décadas de ensayo: la “colonización dirigida” por los gobiernos fue sucedida por un proceso de espontaneidad, masividad y menor dirección estatal. Ello sucede de la mano de una transformación política e ideológica profunda: el final trágico que asumen los viejos enfrentamientos entre unitarios y federales y la aparición de nuevas organizaciones e identidades: el autonomismo, el liberalismo y el nacionalismo. Junto a ello, aparece por primera vez el ideario proteccionista y el nacionalismo económico.
Este cuaderno termina allí, al comenzar la década de 1870, al filo de la ampliación de las políticas de inmigración y colonización y de la simultánea necesidad de ampliar los territorios de la nación en beneficio de la clase terrateniente.
Nueva era
Sobre el polvo de Caseros
La batalla que tuvo lugar en El Palomar de Caseros, el 3 de febrero de 1852, terminó con la experiencia histórica del federalismo rosista, luego de algo más de dos décadas. Sus frágiles bases institucionales las daba el Pacto Federal firmado en 1831, que había limitado a las fuerzas unitarias. La caída de Rosas no significó el fin de este Pacto. Tampoco, del nombre dado a aquel intento de organización nacional: la Confederación Argentina. Pero quedaba un territorio abatido por los enfrentamientos y lleno de incertidumbres, luego de que llegaran a su fin los equilibrios logrados por el rosismo.
En la madrugada siguiente a la batalla de Caseros, una ola de saqueos despertó a la ciudad de Buenos Aires. El episodio terminó con una masacre de al menos 200 personas. Al poco tiempo, las tribus de “indios amigos”, durante años apaciguadas por los acuerdos y el comercio, dieron nueva vida a la política del malón. Las fronteras bonaerenses volvieron a parecerse a las existentes en los tiempos de Martín Rodríguez, tres décadas atrás.
Las fuerzas triunfantes en Caseros estaban compuestas por entrerrianos, correntinos, santafesinos, orientales, brasileños y unitarios exiliados. Su jefe era el también líder federal, el entrerriano Justo José de Urquiza, que encontraba apoyo en los distintos federalismos provinciales. En San Nicolás, Buenos Aires, una suerte de liga de gobernadores eligió a Urquiza como director provisorio, acordando convocar a representantes de las 14 provincias del país para dictar una Constitución definitiva, luego de los fallidos textos unitarios de 1819 y 1826.
La grieta
Luego de las guerras por la Independencia, el país se dividió entre unitarios y federales. Los primeros expresaban mayoritariamente a la “gente decente” de las urbes. Los segundos, a las sociedades rurales, campesinas e indígenas, con su cultura, conciencia y prácticas.Sobre esta base, se ha dicho que unos representaban la cultura urbana, la civilización y las ideas europeas y liberales, mientras que los otros, al campo, la barbarie y las ideas nacionalistas y conservadoras. De allí, se desprendió la idea de que el federalismo tomaba la forma del caudillismo, limitando el fenómeno a unas masas rurales sin conciencia manipuladas por un líder políticamente brutal.
Más acertadamente, se dijo que fue centralmente un conflicto por los recursos del Estado, entre quienes creían que las soberanías provinciales eran inviables, por su pobreza económica y fiscal, y quienes creían que se podían repartir con justicia los ingresos portuarios. En este último sentido, sin ignorar la complejidad del movimiento, el federalismo fue una organización que forjó una identidad política duradera, opuesta al Partido Unitario, primero, y a los partidos Liberal y Nacionalista, después.
En los encuentros de San Nicolás, y luego en Santa Fe, reflotaron las viejas disidencias. Los viejos unitarios, ahora también llamados liberales, habían festejado la caída de Rosas, pero desconfiaban de Urquiza, del nuevo gobernador bonaerense, el veterano Vicente López y Planes, y de su hijo, el diputado Vicente Fidel López. Los liberales derrocaron al viejo López y volvieron a rebelarse cuando Urquiza lo repuso en su cargo de gobernador de Buenos Aires y disolvió la Legislatura. Una ruptura mayor era inminente. Retiraron a Buenos Aires del Acuerdo de San Nicolás y declararon a la provincia como un Estado soberano.
Los representantes de las provincias de la Confederación, por su parte, discutían la nueva constitución. Dos propuestas, elaboradas por destacados opositores a Rosas, miembros de la llamada Generación del 37, adquirieron entonces una publicidad sobresaliente. Por un lado, Juan Bautista Alberdi proponía una vía de orden y crecimiento económico, basada en la atracción de capitales y población extranjera y disciplinamiento de las clases populares. Alberdi dijo que se trataba de construir una “República Posible”, como transición hacia la utópica “República Verdadera”. Por el otro, Domingo Faustino Sarmiento se mostraba más cauto con la inmigración, temeroso de importar con ello el fantasma del socialismo. Su ejemplo no era Francia, sino los Estados Unidos. Le atraían su mercado nacional en formación, la extensión de la educación, el consumo y el bienestar. Pero sobre todo, su política de distribución de la propiedad, una especie de democracia agraria de población blanca.
Dilemas
Los constituyentes debían resolver complejos dilemas, que escondían profundos choques de intereses. ¿Cuál sería la capital del país? ¿El nuevo Estado debía controlar los ingresos aduaneros del puerto y los bienes de la ciudad de Buenos Aires? ¿Podrían las provincias comerciar directamente con el exterior y tener sus propias aduanas? En otro orden, ¿se formaría una fuerza militar nacional? En definitiva, ¿qué poderes debían transferir las provincias a un Estado que debía expresar una unidad superior?
La nueva Constitución fue votada en 1853. El Congreso eligió a Paraná como capital y, al año siguiente, designó a su primer presidente, Urquiza. Durante casi una década, la Confederación y el Estado de Buenos Aires se mantuvieron separados. Sin embargo, los porteños fueron expandiendo las banderas del liberalismo y del Partido de la Libertad (o Liberal) hacia las provincias, mediante pactos con personalidades locales, referentes del unitarismo o fieles al poder central. Bartolomé Mitre fue su máximo exponente en Buenos Aires, junto con Valentín Alsina.
La tensión fue en aumento, hasta que, en 1859, Buenos Aires fue derrotada en la batalla de Cepeda por las fuerzas de la Confederación y debió aceptar su integración al resto del país. Pero en un acuerdo realizado en San José de Flores, condicionó este ingreso a una revisión de la Constitución, que se hizo en 1860: el país adoptó el nombre de Nación Argentina y la ciudad porteña evitó ser declarada Capital Federal. Se concentraba allí una tensión al interior de la propia política porteña. Mitre impulsó el Partido Liberal Nacional con la idea de unificar el país bajo el dominio de Buenos Aires. Alsina, su antiguo aliado, formó el Partido Autonomista: no quería compartir con las provincias los ingresos y el poder que le daba el puerto y la aduana, y prefería mantener la escisión.
Pero el retroceso porteño era aparente. Velozmente, la fuerza liberal se impuso en las provincias y, en septiembre de 1861, Mitre, gobernador de Buenos Aires, llevó a su provincia a una victoria tan misteriosa como definitiva sobre la Confederación. Ello sucedió en la llamada Batalla de Pavón. Luego de subordinar a Urquiza, Mitre asumió las funciones ejecutivas del país y convocó a un Congreso Nacional. El 12 de octubre de 1862, fue elegido como el primer presidente de la nueva República Argentina, desapareciendo, ahora sí, la Confederación.
La presidencia de Mitre duró seis largos años, hasta 1868. Estos nacionalistas expresaban el interés de los grandes comerciantes. Estaban interesados en mantener una estrecha subordinación con Europa. Eran caracterizados por ser aristocratizantes, conservadores y pudientes. Por eso, en Buenos Aires, los llamaban “pelucones”. A medida que fue aumentando su fuerza a nivel nacional, fue perdiendo terreno local, a manos de los autonomistas de Alsina, a quienes llamaban “crudos” o “pollos de primera garúa”. Esta fuerza expresaba el interés de sectores ganaderos, artesanos e incipientes industriales. También contaba con reformistas, universitarios y plebeyos, así como con viejos rosistas y federales porteños.
La política
Desde 1863, para votar, había que estar inscripto en un padrón electoral. El día del comicio, se reunían los “ciudadanos” alrededor de la mesa electoral y “cantaban” su voto. Se votaban personalidades carismáticas, no partidos con programas e ideas fijos. La política se organizaba por “clubes”, especie de corrientes que extendían su influencia al mundo rural a través de filiales. El Partido Autonomista de Alsina, por ejemplo, contó con el Club 25 de Mayo, que agrupaba a jóvenes reformistas como Leandro Alem y Aristóbulo Del Valle. Por otra parte, las campañas políticas contaban con los aportes de hacendados y terratenientes y la prensa era claramente partidaria: los diarios La Nación Argentina, El Pueblo y La Nación, sucesivamente, expresaban al mitrismo. La Tribuna de los hermanos Varela y luego El Nacional, defendieron al autonomismo.
Como gobernador, primero, y como presidente, luego, Mitre tuvo como aliado a Sarmiento, también viejo liberal y anti-rosista. Su figura creció a medida que la de Mitre se derrumbaba. Sobre todo, luego de que el presidente perdiera gran parte de su prestigio en la infame guerra contra el Paraguay (1864-1870). En 1868, Sarmiento fue elegido sucesor de Mitre. Durante su presidencia, se concentró en políticas de desarrollo, educación, transporte, mensajerías, correos y telégrafo, caminos, ferrocarriles y navegación por ríos interiores, como el Salado, el Dulce y el Bermejo.
Pero los principales desafíos fueron de otra índole. Sarmiento tuvo que afrontar la guerra y sus consecuencias, entre ellas, los alzamientos federales. En 1863, Mitre había reprimido una primera rebelión en el noroeste, la del riojano Ángel “Chacho” Peñaloza. A Sarmiento le tocó enfrentar y liquidar los alzamientos posteriores, de los hermanos Saá, Juan de Dios Videla, Felipe Varela, Santos Guayama, Simón Luengo y Ricardo López Jordan, entre otros.
Finalmente, agotadas militarmente, las frágiles fuerzas federales reorientaron su estrategia dentro del marco institucional. El ideario liberal se había encarnado en el Estado. Expresión de todo ello fue el surgimiento de una nueva fuerza política nacional, que agrupaba a los autonomistas seguidores de Alsina y a federales provinciales. Así nació el Partido Autonomista Nacional (PAN), que gobernó el país durante más de cuatro décadas. En 1874, llevó a Nicolás Avellaneda a la presidencia del país. Mitre, su opositor, sólo triunfó en Buenos Aires, Santiago del Estero y San Juan.
La colonización agrícola y la tierra
En la década de 1850, las familias labradoras europeas fueron convocadas masivamente para poblar el país. Perseguían el deseo de ser propietarias, trabajar la tierra, acumular capital o fundar nuevos pueblos. Con ellas, fundamentalmente, se impulsaron las experiencias de colonización agrícola, un intento de diseñar un escenario rural distinto a la omnipresencia del latifundio.
El país tenía entonces una larga experiencia como exportador de bienes primarios: los cueros, el tasajo, el cebo y otras grasas y, más recientemente, las lanas. ¿Era el tiempo de los cultivos? ¿Se podría transformar el país en la mayor fábrica de alimentos y bienes primarios para Europa? En aquel entonces, Estados Unidos, inmerso en una larga y costosa guerra civil, se veía en problemas para abastecer de algodón a la industria textil inglesa. El embajador británico en Buenos Aires manifestó su preocupación y el gobernador de Córdoba se mostró interesado en promover esta producción comercial, que también ensayaba Catamarca. Adelantándose, el gobernador correntino ofreció entregar tierra gratis y eximir a los recién llegados del pago de impuestos.
En este sentido, los primeros pasos fueron los de una colonización “dirigida” y “estratégica”, es decir, soportada por el Estado, con la donación de tierras, el financiamiento del transporte, alimentos e insumos. Contó con la participación de importantes compañías mediadoras. Pero cuando la especulación fue evidente, los gobiernos quitaron el respaldo o lo volvieron más indirecto, garantizando únicamente excepciones impositivas. Hubo entonces intensos debates sobre el rol del Estado. Había quienes creían que la colonización se encontraba en “pleno movimiento” y que no hacía falta seguir comprometiendo tantos recursos públicos. Sin embargo, también se visibilizaron numerosas carencias y dificultades, que sólo los gobiernos podían atender.
Pero faltaba el hábito de las grandes producciones agrícolas. La población era escasa, los territorios inseguros y aislados, no había mercado estable ni infraestructura adecuada. No era sólo un problema de estrategia económica. La tradición hispana dictaba que la agricultura era un oficio bajo, tarea de siervos. Por eso, la Buenos Aires de mediados de siglo XVIII apenas había contado con 33 labradores entre 10 mil habitantes. Como vimos en el Cuaderno 2, los patriotas intentaron fomentar la colonización agrícola apenas se produjo la ruptura con España. Por ejemplo, la Sociedad Literaria solicitó la presentación de trabajos sobre las causas que detienen los progresos de la agricultura y los medios para removerlas. Ahora, a mediados del siglo XIX, todavía existían grandes dificultades para promover una agricultura de amplia escala.
En este camino, fueron los gobiernos del Litoral los que tomaron la delantera. Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe, sacaron una mayor ventaja inicial sobre Buenos Aires. Ello fue así, en la medida que, tras la caída de Rosas, esta provincia sufría mayor inestabilidad política. Sobre todo porque, en 1854, cuando los porteños se separaron de la Confederación, la legislatura provincial impulsó la revisión de entrega de tierras hecha bajo la “dictadura rosista”.
Se debatía cómo reparar a las familias de los viejos enfiteutas unitarios castigados por Rosas, sin dañar los derechos que otros poseedores adquirieron con posterioridad. Mitre, entonces legislador, explicaba que el rosismo había promovido el desorden y la usurpación y había malogrado la enfiteusis para promover la gran propiedad y agrandar la ganadería de forma desmesurada. En esta línea argumental, instaba a investigar los cambios de manos de los títulos, para identificar los “boletos de sangre”, es decir, el delito original, y evitar castigar injustamente a quienes podían haber adquirido las tierras de buena fe. Se buscaba, al decir de Mitre, “fijar la propiedad pública y privada sobre bases inconmovibles”. Para ello, uno de los caminos elegidos, como veremos luego, fue el de un inédito juicio penal en ausencia contra Rosas.
Esta revisión, sin embargo, no alcanzaba a todos los crímenes cometidos. Mitre buscaba revertir “los premios obtenidos por las matanzas de los pueblos argentinos” (en referencia a las víctimas unitarias) y señalaba que quien “adhirió á esas matanzas solicitando el precio ofrecido” se había hecho “moralmente cómplice de ellos”. Lejos estaba de incluir los premios en tierras dados a los militares que habían avanzado sobre la frontera, exterminando al indígena.
De una u otra forma, se revelaba una confesión: el acceso a la tierra se había vuelto lo suficientemente importante como para hacer de la violencia política y el crimen, algunos de sus pilares.
Más allá de Buenos Aires y el Litoral, se encontraban las provincias mal llamadas del “interior”, desde Cuyo al Noroeste.Aunque con realidades muy diferentes entre sí, en términos de ecosistemas, población, producción y distribución de la tierra, el problema que compartían era el de la tierra. Las tensiones alrededor de este tema se hicieron irrefrenables cuando el espíritu del proyecto mitrista avanzó con fuerza en todo el país, sobre todo tras el fin de la Confederación. Entonces, un nuevo ejército nacional tomó forma, y se sancionaron constituciones locales alineadas con la carta magna nacional, reformada en 1860, y leyes contra la vagancia o nuevos reglamentos de policía, que apuntaban a liquidar las ocupaciones de hecho y a reforzar aquella vieja costumbre de obligar a la peonada a conchabarse en estancias o a transformarse en soldados de frontera.
No resulta sorprendente entonces que en estas provincias se hayan presentado las objeciones más serias y agresivas al proyecto liberal. Ello sucedió especialmente al conformarse las montoneras federales de las décadas de 1860 y 1870. Pedro Echagüe, periodista, poeta y ferviente militante de la causa unitaria y liberal, escribió en su novela de 1884 sobre la heroína huarpe Martina Chapanay:
Los vecinos vivían allí como en familia […] pues los laguneros constituían entonces una especie de república independiente que elegía sus propias autoridades. La justicia de la provincia solo intervenía en los casos de crímenes o de grandes robos por medio de un oficial de partida […] El ruido de las armas no turbó la tranquilidad de aquellos lugares; y ni siquiera cuando el caudillaje trastornó todo el país, dejaron de ser los laguneros un pacífico pueblo de pescadores y pastores, aislado al resto del mundo a orillas de sus lagunas.
Lo que evitaba Echagüe era reconocer lo que Sarmiento gritaba a viva voz: que la población de las Lagunas de Guanacache había nutrido los ejércitos federales y se mantuvo muchos años en un estado casi permanente de insurrección.
Las clases dominantes creyeron que ya era tiempo de ocupar las tierras más allá de las fronteras, hacia el sur y sobre el gran Chaco Gualamba. Esta necesidad habilitaba una proyección antigua: la del soldado-agricultor y el fuerte-colonia. En esta violenta avanzada, participaron activamente tropas y colonos, extranjeros, gauchos e indígenas: la iniciativa privada, la ingrata leva y el trabajo forzoso. Como veremos, en las nuevas tierras, que pasarían a conformar los territorios nacionales, se esbozaron las figuras del gendarme moderno y de las reducciones estatales de indios, que dieron que hablar durante toda la primera mitad del siglo XX.
La aduana o el gran botín
Durante el rosismo, la Aduana dio cierta protección a labradores y artesanos de Buenos Aires, pero el estricto control porteño generaba descontentos en las provincias. Cuando Urquiza tomó el control de la Confederación, abrió todos los ríos y puertos al comercio. Pero se quedó sin el puerto de Buenos Aires y sus recursos, cuando esta provincia decidió separarse del resto. Ello llevó al desgaste de las reservas de oro y plata en importaciones, mientras se desvalorizaba la moneda local. Los préstamos contraídos (con Brasil, por ejemplo) agravaron la situación. Por eso, en 1856, luego de dos años de debates, el Congreso de la nación sancionó una nueva Ley de Aduana. Se llamó de “derechos diferenciales”, un antecedente vinculado a lo que hoy llamamos Coparticipación Federal. Imponía más impuestos a los productos extranjeros que entraban a la Confederación desde Buenos Aires. Aunque la intención de la ley era fomentar la actividad de otros puertos, encontró la oposición del comercio inglés y no trajo los resultados esperados, encareciendo las importaciones. Ello explicó, en parte, el posterior triunfo de Buenos Aires.
El avance del derecho liberal
Como hemos visto en el Cuaderno 2, al independizarse de España, se moldeó un “derecho patrio” encima de buena parte del edificio legal hispano. El mismo tomó algunas nociones del ideario liberal en leyes, códigos o constituciones que muchas veces no pudieron aplicarse, como fueron los casos de las cartas magnas de 1819 y 1826. Otras veces, los gobiernos provinciales dictaron numerosos decretos, circulares, cédulas, ordenanzas, leyes y bandos de buen gobierno, de estilo más colonial que liberal y moderno. La caída de Rosas supuso un punto de inflexión en este sentido.
Desde entonces, con ritmo febril, comenzaron a asentarse nuevas formas del derecho y del Estado, tanto a nivel provincial como nacional. Nuevas constituciones, leyes de tierra, territorios y fronteras, de colonización y ordenamiento territorial (como los ejidos) y códigos especiales, a nivel nacional, el Comercial (1862), el Civil (1869) y el Penal (1887). Fue relevante, en este sentido, en 1865, la sanción en Buenos Aires del primer Código Rural y la sanción de un nuevo sistema de justicia que buscaba separar y dar autonomía al derecho moderno respecto de los tradicionales poderes eclesiásticos, militares y mercantil.
La nueva artillería legal fue profundamente liberal, como lo demandaba el capitalismo cada vez más insistente en su expansión mundial. Pero un sistema legal moderno como los de Gran Bretaña o Estados Unidos, iba a entrar en colisión con las formas y contenidos propios de la legalidad y justicia colonial de tradición hispana. Especialmente, en cuanto a posesión y ocupación de la tierra, la población criolla y nativa había aprendido a convivir con este viejo sistema, sabiendo en ocasiones usarlo para defender sus intereses. Ello era así en Argentina y en el resto de las repúblicas latinoamericanas, donde las leyes indianas sobrevivieron hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XIX.
El derecho indiano
Regresemos un poco en el tiempo. En la época colonial, existían las jurisdicciones real, eclesiástica, consuetudinaria, natural y de gentes (internacional). Funcionaban por separado, de forma contradictoria y arbitraria, con sus leyes, códigos y doctrinas propias, donde pesaba más la costumbre que el orden racional y universal. No regía para todos y todas de la misma manera. En materia de tierras, para defender derechos, podía ser más importante invocar una tradición de ocupación que la abstracta igualdad o libertad que pudiera garantizar la ley. Las llamadas leyes indianas se encontraban reunidas en la Nueva Recopilación de 1567 (que contenía, entre otras, las Siete Partidas del siglo XIII) y en la Recopilación de las Leyes de Indias de 1680.
Como ya sugerimos, es tan importante dar cuenta de las nuevas formas de las leyes y de los Estados, como de las culturas de derecho preexistentes sobre las que se impuso este nuevo orden. Para ello, es importante entender que el derecho no es solo la ley, sino fundamentalmente “derechos”. Es decir, lo que se plasma en las leyes y en la institucionalidad estatal, no es más que el resultado de luchas donde unos derechos triunfan sobre otros y/o donde conviven de manera incómoda e inestable.
Novedades judiciales
En este período, siguiendo lo dictado por la Constitución Nacional, se creó la Corte Suprema de Justicia y se designaron jueces seccionales por provincia para atender asuntos de gravedad, entre ellos, el recurso de hábeas corpus por encarcelamientos arbitrarios y en defensa de la libertad individual.
Las nuevas bases legales
Las bases del nuevo país se asentaron en la Constitución Nacional de 1853. Del proceso constituyente participaron representantes de las 14 provincias existentes entonces. En ocho de ellas, sus gobiernos habían sido derrocados luego de la batalla de Caseros. El proyecto que se discutió presentaba como antecedentes inmediatos el Pacto Federal de 1831 y el Acuerdo de San Nicolás de 1852. Además, se inspiraba en la constitución de Estados Unidos e integraba prescripciones elaboradas por Juan Bautista Alberdi. Con espíritu contractualista, reconocía el sistema republicano, representativo y federal y establecía una forma de gobierno presidencialista.
La nueva Constitución le hablaba al mundo, al garantizar la libertad de conciencia y cultos -como algo inseparable de la dignidad humana-. Además, establecía el principio de caridad cristiana, la igualdad civil de todas las personas, la inviolabilidad del domicilio y la correspondencia y el derecho a defensa y de la propiedad individual. Condenaba la esclavitud y desconocía los privilegios de castas, clases o sangre; suprimía la pena de muerte por motivos político; y se establecía la libertad de navegación de los ríos interiores. También se votaron leyes que -como dijimos- generaron la mayor discordia: la transformación de la urbe de Buenos Aires en capital de la Confederación, la creación de una municipalidad porteña y la centralización de la Aduana. Previendo escenarios de gravedad política, la Constitución disponía que el Congreso podía dictar el Estado de Sitio y suspender las garantías y derechos.
En materia de tierras, las nuevas pautas brindadas por Las Bases de Alberdi y los artículos 20 y 25 de la Constitución resultaron fundamentales. El artículo 20 establecía que los extranjeros gozan de todos los derechos civiles del ciudadano, como ejercer la industria, comercio o profesión y comprar y vender tierras, entre otros derechos, como el de disponer libremente su culto. El artículo 25, por su parte, instaba al gobierno federal a fomentar “la inmigración europea” y prohibía restringir la entrada de “extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra”, entre otras actividades.
Los constituyentes, complementariamente, ordenaron al próximo Congreso de la Nación dictar una legislación civil, comercial y penal uniforme para todo el país.
El proyecto se aprobó el 1 de mayo de 1853, se publicó el 25 de mayo y se juró el 9 de julio, dando nacimiento a la Confederación Argentina. Con estas bases en funcionamiento, se buscó crear un sistema legal lo más homogéneo posible, basado en la propiedad privada y en distintas formas de arriendo, en buena medida para hacer prosperar el proyecto de colonización agrícola con extranjeros. Primero, la Confederación y Buenos Aires, por separado. Luego, reunificados bajo la hegemonía porteña.
Junto a este ordenamiento jurídico general, se sancionaron leyes nacionales fundantes para el acceso a la tierra. A instancias del senador bonaerense Rufino de Elizalde, en 1862, se aprobó la Ley N° 28. Reservaba para el Estado nacional el control de las tierras que se hallaban más allá de los límites de cada provincia al momento de la promulgación de la nueva Constitución. Es decir, transformaba en tierras fiscales de la Nación a los todavía territorios indómitos.Esta disposición incluía las tierras que las provincias y la Confederación habían concesionado desde 1853, aclarando que los derechos concedidos a las empresas de navegación e inmigración no se caerían. Se resolvía de esta forma un tema que había agitado al Congreso de 1826, cuando las provincias protestaron ante el poder central porque perdían soberanía sobre lo que consideraban sus tierras.
En 1867, el Congreso sancionó la Ley N° 215, que establecía una expansión territorial y ocupación militar hacia el sur. Por un lado, hasta los ríos Neuquén y Negro. Por el otro, desde los Andes hasta el océano Atlántico. Ello implicaba someter o exterminar a los pueblos indígenas que se encontraban allí y entregar tierras en propiedad como premio a expedicionarios y financistas.
En aquel momento, se proyectó y aprobó el Código Civil de la Nación. Su redacción fue encargada al unitario y liberal Dalmacio Vélez Sarsfield, promotor de la Constitución y Código de Comercio bonaerenses. Le llevó cinco años prepararlo. El Congreso Nacional lo aprobó en 1869 y entró en vigor a partir de 1871.
En un apartado especial, este Código trató el carácter exclusivo e inviolable de la propiedad, dispuso el fin de la enfiteusis y trató el problema de la ocupación. Partía para ello de una importante y conflictiva herencia y de una legislación abigarrada y superpuesta que contraponía, por un lado, a la propiedad fundada en el derecho positivo (es decir, en leyes y documentos emitidos por autoridades vigentes, como títulos “suficientes y valederos por sí mismos”) y, por el otro, a quienes se consideraban “propietarios” sin títulos (con derecho por antigüedad de ocupación, es decir, el dominio útil sobre la cosa).
En esta controversia, Vélez Sarsfield consideraba que ambas dimensiones hacían a una “propiedad perfecta” (dominio+posesión), pero que, en situación de conflicto, se imponía el derecho del titular. En definitiva, el Código Civil resolvió a favor del individuo y del derecho positivo, en contra del derecho consuetudinario. Pese a todo, se mantuvo abierta la ventana para provecho del usufructo y la ocupación efectiva, si se podía demostrar continuidad y buena fe de la posesión.
El Código se divide en 4 libros. El Libro 3, “Derechos Reales”, con 16 títulos internos, habla de los bienes públicos y privados, muebles e inmuebles.
El Título 2, por ejemplo, reconoce la posesión y la tradición para adquirirla en propiedad. El Título 3 habla sobre la desposesión y el despojo. El Título 5 habla sobre el dominio, que puede ser imperfecto, pero siempre es exclusivo. También se refiere a las llamadas servidumbres, que superpone dos derechos sobre un mismo recurso.
Artículo N° 2352: “El que tiene efectivamente una cosa, pero reconociendo en otro la propiedad, es simple tenedor de la cosa, y representante de la posesión del propietario, aunque la ocupación de la cosa repose sobre un derecho.”
Artículo N° 2355: “La posesión será legítima, cuando sea el ejercicio de un derecho real, constituido en conformidad a las disposiciones de este código. Ilegítima, cuando se tenga sin título, o por un título nulo, o fuere adquirida por un modo insuficiente para adquirir derechos reales, o cuando se adquiera del que no tenía derecho a poseer la cosa, o no lo tenía para transmitirla. Se considera legítima la adquisición de la posesión de inmuebles de buena fe, mediando boleto de compraventa.”
Artículo N° 2365: “La posesión es violenta, cuando es adquirida o tenida por vías de hecho, acompañadas de violencias materiales o morales o por amenazas de fuerza, sea por el mismo que causa la violencia sea por sus agentes.”
Artículo N° 2508: “dos personas no pueden tener cada una en el todo el dominio de una cosa”.
El artículo N° 2614 establecía un desconocimiento explícito de la enfiteusis y de la imposición de censos o rentas por un tiempo mayor que cinco años.
El Código Civil también operó sobre las grandes propiedades. Por un lado, confirmó la decisión tomada por los patriotas en 1812 de anular el mayorazgo. Es decir, en lugar de garantizar el derecho del mayor de los hijos a mantener la herencia completa, se estableció la división de la riqueza familiar en partes iguales para cada sucesor. Ello marcaba una tendencia de desconcentración de la propiedad en clave liberal.
Por otro lado, el Código operó sobre los latifundios. Pero recordemos que la figura del latifundio no tenía entonces el sentido que le damos hoy, de terratenientes con un desmesurado poder político y económico. También eran tierras comunes, llamadas indivisas. El Código Civil los transformó en “condominios”, con la expectativa de que se extinguieran pronto bajo el signo de la propiedad individual.
En definitiva, toda forma de poseer y disfrutar la tierra distinta a la liberal quedaba legalmente subordinada y condicionada al nuevo espíritu. Sobre todo, el goce de bienes comunes y los derechos de uso colectivos.
Como veremos más adelante, las campañas militares al Chaco y al sur de fines de la década de 1870 y comienzos de la de 1880, fueron un verdadero punto de inflexión en la historia del acceso a la tierra, al avanzar en la conformación de un mercado general. Sin embargo, el “perfeccionamiento” de la propiedad no sobrevino sino hasta bien entrado el siglo XX.
La vanguardia colonizadora del Litoral
“El fundador de la colonización”
La colonización agrícola con labradores extranjeros fue pensada fundamentalmente para la región del Litoral, todavía libre en grandes extensiones, producto de las largas guerras y el escaso presupuesto fiscal. A poco de andar, provincias como Santa Fe y Entre Ríos tomaron la delantera, aunque sus desarrollos fueron desparejos. Con este objetivo, el médico francés Augusto Brougnes fue uno de los primeros en publicar folletos en Europa sobre las bondades de la tierra argentina. Había llegado al país en 1850, preocupado por encontrar un lugar para las familias rurales francesas que sufrían las transformaciones del capitalismo agrario. Sus trabajos Colonización Agrícola en las provincias del Plata y Medio para enriquecerse por el cultivo del suelo en la República del Uruguay, explicaban cómo suprimir el pauperismo a través del cultivo del suelo en colonias.
Como mencionamos antes, entre los primeros en ser seducidos por los proyectos colonizadores se encontró el líder de la Confederación, Urquiza. En 1852, apenas se instaló en Buenos Aires, el vencedor de Caseros recibió estas propuestas, pero de inmediato se produjo la separación porteña. Imposibilitado de alcanzar este propósito en Buenos Aires, Brougnes fue convocado por el gobernador de Corrientes, Juan Pujol, quien había sido autorizado por la legislatura de aquella provincia a avanzar por este camino. El proyecto se presentó el 29 de agosto de ese año y el contrato se firmó a comienzos de 1853, constituyendo una de las primeras experiencias promovidas y dirigidas por los gobiernos litoraleños. Por ser de fecha tan temprana, Brougnes reclamó el título de fundador de la colonización en el país. Urquiza, ya presidente de la Confederación, decretó la traducción y publicación de sus escritos.
El contrato firmado con Corrientes obligaba a Brougnes a establecer mil familias en una colonia llamada San Juan, en tierras de las Misiones, que entonces era un territorio que los correntinos reclamaban como propio y que, como las costas chaqueñas, eran utilizadas por algunos estancieros y obrajeros que se aventuraban a ocupar los territorios más allá de las fronteras. El gobierno, por su parte, se comprometió a proporcionar herramientas agrícolas, semillas, casas y algunas cabezas de ganado a los labradores, que quedaban en deuda con plazos de dos o tres años.
El contrato comenzó a regir el 25 de enero de 1855. Pero las familias que llegaron apenas rozaban las 200. El lugar de emplazamiento, por otra parte, no fue el prometido: el gobierno trasladó la experiencia cerca de la capital, al puerto de Santa Ana, donde confluyen los ríos Paraná y Paraguay. En los primeros tiempos, 74 familias, unas 500 personas en total, con un cura y un maestro de escuela, lograron obtener tres cosechas de maíz. Pero el proyecto fracasó: por las enfermedades, los errores en la elección del territorio, las dificultades para vender los productos, la poca extensión de tierra para cada familia y la falta de experiencia.
La publicación de los trabajos de Brougnes alentó la formación de varias empresas colonizadoras. Entre ellas, la de la compañía anglo-francesa Dunkerque E. Pontier, del cónsul francés John Lelong y Adolphe Vaillant, asociada con la compañía de emigración de Carl Beck. Estas habían alcanzado simultáneamente un preacuerdo con el presidente paraguayo, Carlos Antonio López, para llevar a familias de Bourdeos al norte de Asunción (que luego se llamó Villa Occidental y más tarde Villa Hayes). Aquella iniciativa no prosperó. La oportunidad se abrió entonces por un acuerdo firmado con el gobierno de Corrientes.
Pero en este nuevo caso, el embarque en Europa se demoró, y cuando los empresarios anunciaron la salida de numerosas familias desde distintos puertos el acuerdo ya había sido dado por caído. Los desacuerdos alcanzaron a empresarios a ambos lados del océano, a consulados y embajadas, como la de Suiza y Francia, y a los gobiernos de Corrientes y de la Confederación. Los colonos llegados se quejaron por los incumplimientos y por distintos inconvenientes, como la pérdida de equipaje, y fueron en ocasiones redirigidos a otras colonias que se fundaban en otros puntos del Litoral, como la colonia San José de Entre Ríos.
La publicidad de la colonización
Antes que Brougnes, Juan María Gutiérrez, hombre de la Generación del 37 y que integró activamente el proyecto de la Confederación urquicista, publicó en la revista Biblioteca del Comercio del Plata un informe sobre la experiencia de las colonias de Rio Grande do Sul, que consideraba exitosa y que describe como “una deseable copia del paisaje agrícola europeo”.
Sumida en la actividad ganadera y forestal, la actividad colonizadora no prosperó en Corrientes, que quedó muy a la saga del desarrollo que tuvo en Santa Fe y Entre Ríos. Pese a todo, en sintonía con el nuevo marco legal que se expandía en todo el país, el gobierno de Corrientes buscó regularizar el uso de sus tierras. En particular, la situación de ocupantes sin títulos.
Por ley del 7 de noviembre de 1869, se ordenó que las tierras de propiedad pública se concedieran por medio de su venta, a bajos precios, según condiciones específicas. El artículo octavo daba preferencia de compra a los “ocupantes” sin título. Se establecía una extensión máxima de terrenos a enajenar de casi 7 mil hectáreas y el Poder Ejecutivo se reservaba el derecho a destinar tierras para la fundación de pueblos y colonias agrícolas.
Los yerbales, solares de casa y chacras se regían por otras disposiciones.
La Esperanza de Santa Fe
Cuando comenzó este proceso, Santa Fe se mantenía en un relativo estancamiento en relación a las provincias vecinas. Contrastaban sus 25 mil pobladores rurales contra los 180 mil que tenía Buenos Aires. Zona de frontera con los indígenas chaqueños, la atracción de agricultores inmigrantes demandaba, al igual que en el sur bonaerense, fronteras seguras. Como veremos, el éxito de la colonización en Santa Fe supuso una intensa combinación de esfuerzos estatales y privados, tanto a la hora de combatir a los indígenas como al momento de poner en producción las tierras de las nuevas colonias.
Bajo este esquema, desde la década de 1850, la política provincial se orientó en tres direcciones básicas: la creación de colonias-fortines, el otorgamiento directo de tierras y la colonización “oficial”.
Este último camino fue el primero y, si bien no fue el más importante en cantidad, marcó la pauta de este tipo de desarrollo. Comenzó por el actual centro provincial, que entonces constituía la frontera norte con los indígenas.El Estado ofrecía concesiones de tierras a empresarios o compañías, que las adquirían a muy bajo precio, con el compromiso de poblarlos con familias labradoras, a quienes debían ofrecer acceso a la vivienda, semillas y herramientas. Si se cumplía con lo acordado, el empresario obtenía sin costo tierras en la colonia.
La colonia Esperanza fue una de las primeras con este formato. Fue impulsada por el gobierno provincial y el empresario Aaron Castellanos, quien, como Brougnes, se había presentado anteriormente ante las autoridades de Buenos Aires, proponiendo colonizar el sur, en los márgenes de los ríos Negro y Chubut y todo lo que fuera productivo hasta el estrecho de Magallanes. Su propuesta contemplaba tomar en propiedad la península Valdés, como “cuartel general para proveer todo lo necesario a las futuras colonias”.
Luego de ser rechazada su propuesta, Castellanos volvió a la carga ante la Confederación, para poblar el Chaco. Finalmente, su sede fue Santa Fe. El 15 de junio de 1853, el gobernador santafesino Domingo Crespo firmó con Castellanos un contrato de inmigración, colonización y donación de tierras, que fue ratificado y garantizado por el gobierno de la Confederación un año más tarde.
El proyecto buscaba fomentar la “industria agrícola, fuente principal de riqueza y de fuerza”, creando cinco colonias en forma sucesiva. Cada colonia se dividiría en 200 terrenos, de unas 35 hectáreas cada una. Sumaba un potencial total de 35 mil hectáreas colonizadas.
El empresario se comprometía a introducir “honestas y laboriosas” familias de labradores europeos, con cinco miembros cada una, en su mayor parte varones. En los primeros dos años, debían llegar a 200. En una década, debían llegar a las mil. El empresario debía reclutarlas, transportarlas y conducirlas por su cuenta, pagando los pasajes, agentes e intérpretes de los contratos que firmaría cada una en Europa.
Por su parte, el gobierno actuaba en dos frentes. En el primero, respecto de los colonos, financiaba las obras de infraestructura y entregaba herramientas, semillas y sustento, que aquellos deberían pagar dos años después de instalarse: ranchos de dos cuartos de cinco metros de frente cada uno, comunicados entre sí; seis barriles de harina de ocho arrobas cada una (poco menos de 90 kilos); semillas de algodón, tabaco, trigo, maíz, papas y maní; y 12 cabezas de ganado (dos caballos, dos bueyes de labor, siete vacas y un toro para cría).
En el segundo, le aseguraba al empresario la propiedad de tierra pública en las costas de los ríos Paraná y Salado. Eran unas 75 mil hectáreas, para ganadería. Debía promover el paso del ferrocarril a Córdoba, lo que valorizaría enormemente las tierras. El empresario tenía otra fuente de ganancias. Los colonos debían reponer los gastos, con un interés del 10 por ciento, y pagar un tercio de las cosechas durante los primeros cinco años.
Como señalamos, cada familia obtenía un terreno en la costa del río Salado, de casi 35 hectáreas, que quedaría bajo su propiedad si lo producía y habitaba durante cinco años. Se le ofrecía también un terreno para su vivienda futura en el centro de la colonia y el acceso a tierras comunales para el pastoreo de animales en la periferia. Como condición, debían desmontar y cultivar, según criterios que establecía el contrato. Aunque disponían de un sector para cultivar según su propio criterio.
El contrato establecía reglas de orden público y civil, como la formación de un consejo de justicia, exención de impuestos sobre bienes inmuebles y muebles y del servicio militar y la posibilidad de formar una guardia cívica para defensa y seguridad (aunque se les prohibía funcionar fuera de la colonia como grupos armados). La colonia sería regida por una administración integrada por un juez de paz, un representante de los colonos y dos administradores designados por el gobierno nacional.
La firma del contrato disparó intensos debates en la legislatura santafesina por la entrega de tierras. Pero Castellanos, sin perder tiempo, comenzó a hacer su propaganda en Europa, a través de un escrito de 80 páginas que se llamó Breves consideraciones sobre la República Argentina. Como sucedió con Brougnes, compañías instaladas en los centros estratégicos de comunicaciones de la Europa continental, como Basilea, hicieron propias estas ideas. Entre ellas, se destacó la sociedad de Carl Beck, a quien mencionamos antes, asociado a Aquiles Herzog. Ambos convencieron a numerosos inmigrantes suizos de aventurarse hacia la Argentina.
El destino era la colonia Esperanza, unos 40 kilómetros al noroeste de la ciudad de Santa Fe. Como su nombre lo sugiere, el proyecto invitaba a la utopía. De hecho, Alejo Peyret, republicano francés, emigrado de Europa luego de las luchas sociales de 1848 y activo promotor de la colonización, recordó que, en su ingreso, un cartel escrito en griego rezaba: subdivisión de la propiedad.
Pero los primeros años no fueron sencillos. En agosto de 1856, su administrador informaba que faltaban víveres, semillas, elementos para arar, abrigo, alimento y que no se habían recibido las yuntas de bueyes prometidas. Los inmigrantes, en su mayoría, no tenían experiencia en el trabajo agrícola y desconocían el territorio y su clima. Las deserciones habrían alcanzado el millar de colonos.
El gobierno confederal salió al rescate de las familias. También, de Castellanos, quien alegó falta de compromiso de la provincia y denunció el contrato. La Confederación le pagó una indemnización y se decidió el traspaso al gobierno provincial de las obligaciones y derechos con las 200 familias instaladas. Los colonos quedaron liberados de deudas y algunas condiciones, permitiéndoles acceder a la propiedad de las tierras en un plazo de cinco años.
Más tarde, se suscitaron otros conflictos. Esta vez, relacionados con los usos de las tierras comunes. Por ejemplo, había quejas por las mayores dificultades que encontraban algunos para acceder a los terrenos de pastoreo. Otros colonos que pudieron poner en producción las hectáreas adquiridas, se vieron limitados a la hora de extender sus cultivos, problema que se acentuó pronto al momento de subdividir por herencia los terrenos. Frente a las dificultades, los colonos alternaban la producción propia con su conchabo en estancias. A la larga, la colonia prosperó.
Por el nuevo camino
Esperanza abrió el camino. Nuevos contratos de colonización se firmaron. Algunos mantenían las generosas donaciones de tierras a empresarios y no siempre resultaban prósperas, como las frustrantes concesiones hechas por leyes de 1857 y 1859 al prestamista catalán Esteban Rams y Rubert, para navegar el Río Salado rumbo al norte e instalarse tierra adentro. Otros contratos, sin embargo, cambiaron algunas condiciones y evitaban los onerosos compromisos para el Estado, debiendo asumir los empresarios de la colonización mayor protagonismo y riesgo.
Este fue el caso de la colonia San Carlos, también a unos 40 kilómetros de distancia de Santa Fe, pero en dirección sudoeste. La colonia fue impulsada en 1858 por los ya nombrados Beck y Herzog, quienes habían formado en Basilea la Sociedad Suiza de Colonización, capitalizada en su mayor parte por la alta burguesía basiliense. Beck había conseguido en 1857 una concesión gratuita de 54 mil hectáreas, de las cuales cerca de 10 mil se dividieron en 264 lotes de 34 hectáreas cada uno. Cada familia comenzaría a trabajar siete hectáreas, disponiéndose las restantes para futuros colonos.
El presidente Mitre reconoció a Beck por sus servicios, nombrándolo agente de inmigración y luego cónsul argentino en Suiza.
Otra novedad fue la instalación de una Granja Modelo. Administrada por un ingeniero agrónomo suizo, se buscaba ofrecer una guía para la práctica agrícola, que no fue siempre bien recibida por los colonos. Ello, en parte, porque establecía rigurosos criterios, que también rigieron para la vida en general de la colonia. Se creía que un modelo de estricto control social iba a generar una alta productividad y rentabilidad.
A diferencia de Esperanza, aquí el gobierno evitó ciertos gastos, como los de construir ranchos y proveer animales, que delegó en los empresarios. Pero como en Esperanza, la ganancia de la compañía estaba dada en tierras y en el interés financiero que cobraban a los colonos por los adelantos, herramientas y la construcción. Además, luego de establecidas 50 familias, los empresarios tenían derecho a nuevas tierras, aunque no para formar estancias, sino para crear nuevas colonias.
Los colonos, por su parte, tenían la obligación de trabajar en la Granja Modelo como pago por la construcción de los ranchos. En tierras propias, debían poner en producción un cuarto de la superficie el primer año y más de la mitad durante el primer quinquenio. Luego de pagar lo acordado, comenzaban a disfrutar el total de su cosecha y de su propiedad en pleno.
La vida en esta colonia también era regida por un reglamento y gestionada por una administración. La matriz luterana de las normas pautaba rígidamente las formas del trabajo, el control de las cosechas, los 20 días anuales de trabajo comunitario, las prácticas morales y religiosas y la educación de los hijos. Esta severidad generó rispidez, ya que algunas disposiciones atentaban contra los preceptos constitucionales. Entre 1865 y 1866 se produjeron graves conflictos y, al tiempo, fundamentalmente por cuestiones religiosas, la colonia se dividió en tres secciones: sur, centro y norte.
La colonia prosperó también. En buena medida, ello puede ser explicado por factores externos: la Guerra del Paraguay creó una importante demanda de bienes y valorizó los productos agrícolas, circunstancia que fue aprovechada especialmente por estos colonos.
Un tercer caso a destacar es el de San Gerónimo, que se fundó en 1858. Se trató de una colonia instalada directamente en tierras privadas del ganadero Ricardo Foster. En efecto, comenzó a formarse con chacras ganaderas, para luego avanzar con el trabajo agrícola.
Los colonos que aceptaron la propuesta de Foster provenían en buena parte de Esperanza, donde no encontraron lugar. Eran cinco familias procedentes del alto Valais, territorio suizo de habla alemana. Llegaron en carretas, acompañados por un baqueano y se establecieron juntas, por temor a posibles ataques de indígenas, ya que, tiempo atrás, a 10 kilómetros de allí, comunidades abipones habían sido reducidas en misiones jesuíticas y allí se mantenían, mediante acuerdos de paz con el gobierno. Pese a los temores, los abipones abastecieron de agua y dieron protección a los recién llegados.
Como en San Carlos, luego de algunos años de miseria, la Guerra del Paraguay demandó productos de la colonia que, además, contaba con una producción beneficiosa: más allá del trigo y el maíz, los ex cantoneros valesanos se dedicaron a la industria lechera, produciendo quesos y manteca, productos escasos entonces.
Con el tiempo, estas experiencias se replicaron, primero en el centro y luego en el norte y en el sur de la provincia. El rol del gobierno fue cada vez más indirecto, aunque no dejaban de ser centrales las concesiones de tierras que otorgaba. Ello disparaba intensos debates en la Legislatura, donde se discutían sus extensiones y condiciones, el problema de la frontera y los todavía existentes alcances de las normas enfitéuticas dictadas décadas atrás. De hecho, a mediados de la década de 1850, se habilitó la venta de tierras públicas, algunas de ellas dadas en enfiteusis, dando el golpe de gracia a esta legislación en Santa Fe.
En la década de 1860, las colonias agrícolas superaban la veintena. Entre los llegados, la proporción de familias italianas fue cada vez mayor. En 1871, la Legislatura sancionó una ley de “Contribución”, que buscaba promover esta política, eximiendo a las nuevas colonias agrícolas establecidas en terrenos fiscales o particulares del pago de impuestos directos, por tres y cinco años, de acuerdo a su ubicación.
El artículo séptimo de esta ley declaraba a las tierras de las colonias con al menos 50 familias como “terrenos de pan llevar”.
Con el sello de Urquiza
En Entre Ríos, la colonización adquirió también carácter estratégico. A diferencia de Santa Fe, desde la década de 1840, distintos cronistas y viajeros aseguraban que esta provincia vivía una época de prosperidad y rápido crecimiento. Las poblaciones indígenas habían sido tempranamente dominadas y la expansión ganadera estaba consolidada en el occidente, sobre el Paraná, y en el sur, de la mano de un minúsculo grupo de terratenientes que amenazaban el dominio de la ganadería bonaerense.
Los cultivos, en cambio, eran mínimos. La superficie plantada con trigo no llegaba a las 2 mil hectáreas. Los pequeños labradores habían sido empujados hacia el oriente, sobre el río Uruguay, y el norte, hacia tierras libres y fiscales. Dada esta ausencia y debido a la inestabilidad de la situación fronteriza en el oriente, desde donde se alzaba siempre la amenaza brasileña, la colonización fue pensada a los fines de aumentar la población, consolidar el control territorial y garantizar la producción de alimentos.
La primera experiencia tuvo lugar en 1853. Con permiso del gobierno y mediación de John Lelong, a quien ya mencionamos, una veintena de soldados vascos y alemanes, que habían participado en la reciente batalla de Caseros, se instaló en campos fiscales en el afluente ubicado unos 15 kilómetros al norte de Paraná. La colonia, de carácter agrícola y militar, llevó por nombre Las Conchas.
La forma de acceder a una parcela fue similar a la experiencia de Esperanza. Se debía hacer una solicitud formal y comprometerse a cercar y cultivar el mayor terreno posible durante el primer año. El gobierno proveyó bueyes, herramientas para la labranza, semillas, tabaco y algo de dinero en efectivo.
Desde el comienzo, las pequeñas chacras mantuvieron un rumbo errático. El gobierno promovió la llegada de inmigrantes más experimentados, algunos de los cuales provenían de la frustrada experiencia de Brougnes en Corrientes. Al refundarse la colonia en 1860, fue rebautizada Villa Urquiza. Contaba con 700 habitantes en una extensión de 2500 hectáreas. Combinaban el trabajo de la tierra con el de otras profesiones. Tenían 2500 vacas, bueyes y tamberas, y cerca de 300 caballos, una cantidad que podía tener un mediano productor de Buenos Aires.
A poco de andar, los colonos habían ocupado y cultivado la mitad de la tierra, donde produjeron más de 2 mil fanegas de trigo, más papas, maíz, queso y manteca. Se producía para el autoconsumo y para comercializar en mercados locales.
En paralelo, en 1857, la compañía de Beck y Herzog fundó la colonia agrícola y pastoril San José. Allí también llegaron colonos de la fracasada experiencia correntina, en este caso suizos. Se habían dirigido a Ibicuy en Gualeguay, pero el campamento fue instalado en tierras inundables. Se trasladaron luego a Paysandú, para, finalmente, formar la colonia San José, a unos kilómetros del río Uruguay. Su asentamiento también tuvo el visto bueno de Urquiza, a los fines de “favorecer á hombres industriosos ó que habían prestado algún servicio al país.”
A diferencia de lo sucedido en Santa Fe, las tierras fueron cedidas bajo la antigua figura de la “merced”, no como concesión. Cada familia de 5 personas obtenía aproximadamente unas 25 hectáreas. Se le adelantaban cuatro bueyes, dos vacas lecheras, dos caballos y 100 pesos bolivianos para comprar instrumentos, semillas de trigo, maíz, maní, papa y tabaco. También, madera para construir el rancho y manutención para un año. Además, se les ofrecía instrucción, como en San Carlos.
A dos años de su fundación, a las 100 familias que se instalaron inicialmente, se sumaron sólo 20. Más tarde, Urquiza mandó a traer 200 más, algunas de las cuales llegaron desde los valles piamonteses. En 1862, se fundó muy cerca de la colonia, sobre el río, la Villa Colón, que fue el destino de un grupo de estas familias.
Los primeros años se vivieron bajo condiciones de suma escasez. Cazaban y pescaban para vivir. Estas “muchas vicisitudes” involucraron las “pasiones del fanatismo y ciertos mezquinos intereses de sacristía”, como comentaron los informantes. La administración fue severa. Estaba dirigida “de una manera un poco demasiado militar”. Además de los problemas de convivencia, existía el problema de la falta de protección de la agricultura, frente al ganado. Ello involucraba a la hacienda de la propia familia Urquiza.
Pese a todo, se logró organizar la cría de animales, construir tambos y desarrollar la producción de aves y miel. Se plantaron árboles frutales y se desarrolló la vid con sarmientos traídos desde Estados Unidos de la variedad “Filadelfia”. En 1872, Wilcken destacó la importancia del puerto de la Villa Colón para comunicar esta producción con los “mercados seguros” de Paysandú, Concepción del Uruguay, Concordia, Salto y Gualeguaychú.
Estas experiencias se multiplicaron en los años subsiguientes, con una intervención estatal protagónica, fomentando el asentamiento y creando un marco jurídico-administrativo para la entrega de tierras e instrumentos a los colonos. Entre 1868 y 1888, 27 mil personas se instalaron en 44 nuevas colonias, como Colonia Nueva, 1 de Mayo, Caseros (cerca de San José), Hughes, San Juan, Santa Rosa, San Anselmo, Pereira, Hooker, San Francisco, Carmen y Elisa.
En ellas, hubo una mayor diversificación, uso intensivo de la fuerza de trabajo familiar, incipiente maquinización y una mayor integración a los mercados nacionales e internacionales. En más de medio centenar de centros, se cultivaban 138 mil hectáreas.
Fue problemático, sin embargo, como sucedería en todos los ámbitos del proceso inmigratorio, la creación de estas especies de islas étnicas, donde se diferenciaban de forma excluyente extranjeros, criollos e indígenas. Sobre todo, en relación a las poblaciones más austeras y disciplinadas, como la ruso-alemana, portadora de un persistente y organizado espíritu capitalista.
Ocupaciones, ejidos y “pan llevar”
En Entre Ríos, la legislación acompañó al movimiento agrícola y colonizador, promoviendo la consolidación de la propiedad privada. En septiembre de 1860, la provincia dictó una ley “sobre mejoramiento de las ciudades y villas”, autorizando la venta de solares, baldíos y chacras. Para casos de villas y pueblos menores, como Las Conchas o San José, luego de su inicial acceso a la tierra por “merced”, se dispuso continuar garantizando el acceso “en propiedad y gratuitamente”, siempre que las tierras se poblaran y trabajaran.
Una década más tarde, se disponía la venta por remate de nuevos terrenos y la transformación gratuita de algunas concesiones en propiedad. Para evitar una premeditada especulación, su venta o transferencia se permitía sólo después del año de poblarse de forma continua.
Dos años después, en mayo de 1872, se sancionó la ley de ejidos en ciudades, villas y pueblos, por la cual se destinaban de forma exclusiva más de 9 mil hectáreas alrededor de cada pueblo “al desarrollo de la población y á la agricultura, quedando excluido el pastoreo de haciendas.” Los ejidos se dividían en trazas circulares: un primer cinturón de solares para las poblaciones, un segundo cinturón para quintas y un tercero para chacras, estas últimas hasta ocho veces mayores.
Esta ley disponía también que los terrenos fiscales de ejidos serían vendidos a un precio fijo y con la expresa condición de ser poblados en seis meses. Los títulos se entregarían, si se cumplía una ocupación sin interrupción durante tres años. Los beneficiarios tendrían obligación de cercar y sembrar el terreno, edificar habitaciones y construir un pozo de balde.
En caso de no cumplir, la tierra volvía al Estado, como se indicaba en el artículo 22. Pero la ley estimulaba la producción: de cumplirse todas las condiciones, se podía acceder a un segundo lote.
Con esta ley, el gobierno se proponía promover la llegada de nuevos inmigrantes. Se ponían como ejemplos algunas recientes fundaciones, como las colonias Hernandarias y Libertad. En ambas debía cumplirse con la ley de ejidos y se establecía que, durante los primeros dos años, se cedería gratuitamente la propiedad de los solares, quintas y chacras, a condición de poblarlas en un año.
Esta legislación autorizaba además la participación de empresas colonizadoras. Para el caso de estas villas mencionadas y otras como Concordia, disponía la venta de todos los terrenos fiscales que se llamaban “Estancias del Estado”. Las empresas estaban obligadas a establecer, en cuatro años, una familia en cada chacra o quinta dentro del ejido y al menos 50 familias agricultoras de cinco personas cada 2 mil hectáreas.
Por otro lado, se buscaba regularizar la situación de los llamados “intrusos”, es decir, quienes ocupaban estos terrenos. A éstos se les daba un área en propiedad y se los exoneraba del pago de impuestos por cuatro años. Al gobierno nacional se solicitaba no cobrar derechos al introducir instrumentos de agricultura.
Espontaneidad, odio al indio y amor al peligro
En 1866, el gobernador santafesino Nicasio Oroño, liberal y mitrista, ofreció ante la Cámara de Representantes de Santa Fe su mirada sobre los primeros resultados de la colonización:
Las personas que se introducen al país obligadas por contratos anteriores, pierden la condición de hombres libres, para constituir con su trabajo a favor de los que especulan en estos negocios, un censo obligatorio que les arrebata el producto de sus afanes, privándoles al mismo tiempo de los medios de subsistencia indispensables y haciéndoles, hasta cierto punto, odiosa su residencia en la nueva patria que han adoptado.
Oroño buscó mejorar las condiciones para los inmigrantes, mediante la formación de chacras agrícolas, entrega gratuita de tierras, ayuda oficial para adquirir herramientas y formación de un fondo de inmigración para costear el transporte de familias extranjeras desde Buenos Aires, que debía luego ser devuelto por los beneficiarios. También promovió la escolarización y ordenó obras públicas en las colonias. Su predecesor, el también liberal Patricio Cullen (1862-1865) había hecho crear el Registro General de Propiedad Territorial, que pronto se llamó Oficina de Topografía y Estadística
Si bien se buscaba poblar y poner a producir la campaña cercana a las urbes, como Rosario, se promovió con especial interés ocupar las tierras fronterizas con Chaco, habitadas por indígenas, algunas ya reducidas y otras siempre imprevisibles y hostiles al “blanco” y “cristiano”.
Las nuevas iniciativas estuvieron vinculadas a las expediciones militares ordenadas por el gobierno nacional sobre el territorio que reclamaba Santa Fe, pero que el Estado nacional se reservaba para otros fines. En este proceso, fue fundamental la iniciativa privada que, como planteó Wilcken, fue espontánea: se trató de grupos familiares cerrados que no estaban atados a ningún destino en particular. Así se formaron las colonias Guadalupe en 1864, Helvecia en 1865, California en 1866, Francesa, Cayastá y Corondina en 1867, entre otras. En esta oleada se anotaron las expediciones de Mardoqueo Navarro y Guillermo Perkins, quienes intentaron alcanzar el arroyo El Rey, más allá de la línea de frontera.
Navarro presentó su proyecto a Oroño en 1865. Su proyecto implicaba remontar el río Salado al norte. Junto a dos socios, solicitaban terrenos gratis en la desembocadura del Arroyo del Rey. Proponían organizar una colonia con 2 mil personas “morales y laboriosas”, conocedoras del trabajo de agricultura. Era una propuesta ambiciosa, ya que ninguna colonia tenía todavía esa cantidad de gente.
Por su parte, Perkins, entonces secretario de la Comisión de Inmigración en Rosario, tenía la obligación de mensurar los terrenos de la costa paranaense entre San Javier y El Rey. Se dirigió al norte por tierra. Iba acompañado de agricultores norteamericanos y otros jóvenes extranjeros y militares.
Recorrieron varias poblaciones y colonias. Se toparon con San José del Rincón y Cayastá, donde sólo había una treintena de ranchos indígenas, una pulpería y algunas plantaciones de maíz. También, con Helvecia, donde se cultivaba el maíz, trigo, batatas, papas, siendo lo más lucrativo la crianza de cerdos para jamones.
En todo ese trayecto de unos 150 kilómetros hasta San Javier, ya no había tierras fiscales. San Javier, antigua misión religiosa, era entonces un pueblo con alrededor de 600 indígenas reducidos, que producían mandioca, maíz, algodón y papas.
En estas tierras, tenía competencia el comandante Matías Olmedo, quien en una de sus excursiones se topó con exiguas partidas indígenas de diez o doce hombres que, según informó, no eran más peligrosas que los gauchos errantes. Olmedo proponía desacantonar tropas y marchar en sucesivas expediciones hasta “despejar el Chaco y hacer posible el establecimiento de colonias agrícolas”. Efecto de este avance, en 1872, se fundó Reconquista, como población estable, bajo la dirección del comandante de la Frontera Norte, general Manuel Obligado.
Este proceso fue particularmente belicoso para las comunidades indígenas. Perkins llegó a proponer para San Javier desconocer el derecho de la propiedad indígena para habilitar el establecimiento de colonos extranjeros.
En San Carlos, un incidente de carácter policial, como fue el secuestro y homicidio de una niña, motivó la salida de una milicia defensiva de colonos armados a la reducción indigena de San Gerónimo del Sauce, donde se encontraba una vieja legión de indios lanceros. Estaban convencidos de que allí se escondían los culpables del crimen. La avanzada terminó con el asesinato del teniente coronel Nicolás Denis, comandante de la reducción, y de una mujer que intentó asistirlo. Pero la comunidad no había tenido vínculo con el crimen.
Este hecho estaba relacionado con la reciente rebelión de 1868 contra Oroño, “el pequeño Rivadavia”. La misma había sido motivada por el intento de expropiación del convento de San Lorenzo, donde se proyectaría una escuela agrícola. Los franciscanos, que controlaban el convento, tenían gran influencia sobre aquellas comunidades indígenas.
Más violenta fue la irrupción de los californianos. El periódico El Tiempo manifestaba entonces que la colonia California, fundada por estadounidenses, se basaba en el “odio al indio, amor al peligro, sed insaciable de bienestar, industria universal en febril actividad, grandeza y previsión en los propósitos”. Los colonos se establecieron en la entonces llamada localidad de Pájaro Blanco, en tierras fiscales cedidas gratuitamente.
El general Juan F. Czetz, de origen húngaro, primer director del instituto de formación militar y la academia del Ejército, redactó un informe sobre las colonias a pedido del entonces presidente Sarmiento. Publicado por partes en el diario El Nacional, comentaba sobre California: “es un pedazo de Kentucky o de Minnesota, por el genio yanqui que la anima, por el rifle contra el indio que va al lado del arado”. En 1872, participaron de la expedición militar al arroyo El Rey.
Al poco tiempo, la colonia sumaba 13 familias con unas 72 personas. Su idea era producir, acumular y salir. Por eso, vivían en casas precarias, pero poseían la más moderna trilladora, magníficos frutales, 60 bueyes de labor, 1500 cabezas de vacunos, 70 caballos y 30 cerdos. En 1889, Alejo Peyret visitó la población, pero los “yanquis” ya se habían ido. El entonces administrador de San José destacaba el “encarnizamiento frente al indígena al que combaten con sus modernas armas y su experiencia adquirida”.
La colonia Alejandra y Romang, tuvieron características similares, así como Humboldt, Grutly, Rivadavia, Santa María, Hipatía, entre otras. Se prometía a los posibles colonos instrumentos de labranza y semillas para el primer año y acceso a tierra pública con crédito del estado.
Como señalamos, la participación del Estado en el proceso colonizador fue cambiante y debatido. En algunas ocasiones, fue tomando un rol más indirecto. En otras, siguió siendo determinante, por los beneficios concedidos a empresarios, por el tipo de concesiones hechas a colonos particulares o por brindar la fuerza militar necesaria para acompañar el proceso.
Por entonces, se imponía una forma espontánea de la colonización, que exponía a los colonos a la mayor voluntad del empresario, además de alentar posibles reacciones y resistencias que malograban las proyecciones estatales. Casos como el de Sunchales ilustran bien este creciente poder.
Luego de un primer intento fracasado, de la mano de Samuel y Mardoqueo Navarro, el empresario Carlos de Mot solicitó una gran extensión de tierra y se comprometió a establecer a 200 familias. Por cada colono instalado, cobraría del gobierno 20 pesos fuertes.
El proyecto se inició en 1869. El gobierno pagó y entregó títulos de propiedad. El inicio fue próspero, pero tras el rumor de la proximidad de un malón indígena, los colonos se marcharon, no sin antes llevarse todos los equipos de la colonia. Al visitar la colonia en 1872, Wilckens comentó:
Estando de manifiesto la imprevisión y poca escrupulosidad del Empresario en el cumplimiento de las obligaciones contraídas con sus colonos, fácil es esplicarse que estos se vengaran, aprovechando el momento de la crítica situación de la Empresa, para arrebatar á la fuerza y llevarse los animales de labor que constituían el elemento vital de la Colonia. Pero aun tomando en cuenta con la mayor severidad las faltas de la Empresa, no es posible desconocer y por consiguiente dejar de condenar, la criminal conducta de los colonos, en este hecho…
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Todo este movimiento colonizador mostró un carácter estratégico, con un rol estatal central, ya fuera más o menos protagonista en cada iniciativa. El Estado podía limitar su rol a la exención impositiva o a la construcción de caminos, pero la política no dejaba de ser atravesada por la entrega de tierras fiscales. De a poco, fue más determinante el rol de las empresas colonizadoras, de importantes ganaderos como Foster o de actores de las finanzas y del comercio, beneficiados de su cercanía al poder público. La llegada de inmigrantes se hizo cada vez más espontánea y las negociaciones directas entre estos empresarios y los colonos fue cada vez más directa, haciendo valer las más crudas reglas del mercado. Al cabo de unos años, el acceso a la propiedad se hizo cada vez más complicado y los contratos de arriendo se hicieron cada vez más masivos y leoninos.
Buenos Aires, la colonización y la estancia
Agricultura, tecnología y mano de obra
Buenos Aires fue el corazón de la formación de la clase terrateniente. Su origen puede ubicarse en las primeras décadas del siglo XIX. Entonces se produjo una especie de “vuelta hacia el campo”, impulsada por comerciantes ingleses y seguida por grandes comerciantes porteños de arraigo colonial. Como señalamos antes, la ganadería fue la actividad predominante, casi exclusiva, sino fuera por limitadas producciones agrícolas que abastecían el mercado interno.
Distribuidos en quintas, inmigrantes italianos y vascos produjeron verdura y leche para abastecer a la ciudad. También lo hicieron los jornaleros y los pequeños y medianos labradores y hacendados, como los de Cañuelas y Chivilcoy. Por otro lado, grandes hacendados impulsaron con inmigrantes o criollos la producción chacarera dentro de sus estancias.
A diferencia de lo sucedido en las otras provincias litoraleñas, un proceso de colonización “oficial” existió con menos envergadura, especialmente en lo que hace a las garantías de acceso a la tierra. Y ello tuvo efectos particulares. De hecho, durante las gobernaciones de Mariano Saavedra, hijo de Cornelio (1862-1866) y de Adolfo Alsina, hijo de Valentín (1866-1868), nacieron pueblos como Saladillo, Tapalqué, General Rodríguez, Las Heras, Moreno, Ramallo, Ayacucho, Balcarce, Benito Juárez o Necochea, que fueron atravesados por vías ferroviarias y alcanzados por una legislación que promovía la producción de “pan llevar”. Pero no lograron desarrollarse como centros agrícolas. La valorización de la tierra lo impidió: para 1888, el precio de una hectárea en Buenos Aires llegaba a valer 4 veces más que en Santa Fe.
Las regiones de la provincia
Existían cuatro zonas más o menos definidas, de acuerdo a su poblamiento y producción: 1) la llamada zona de antigua ocupación, al noroeste, colindante con Córdoba y Santa Fe; 2) el centro agro-pastoral, al sur del río Salado, desde la bahía de Samborombón hasta el noroeste de Buenos Aires, pasando por Castelli, Bragado y Junín; 3) el nuevo sur, tierras que se incorporaron a partir de 1820, a través de sucesivas campañas militares; 4) el oeste productor de cereales, de baja calidad y régimen de lluvias austero, que se incorpora definitivamente con la campaña militar de 1880.
En cuanto a los desarrollos técnicos, las grandes extensiones de tierra eran delimitadas generalmente con zanjas, mientras que se usaban plantas, cactus o leguminosas, varillas de hierro, palo a pique, tablones unidos con guascas (cuero) o alambre, para armar corrales y chacras.
En los años treinta, Domingo Olivera usaba alambre para proteger sus trigales. En la década siguiente, luego de visitar Inglaterra, Ricardo Newton cercó con alambre, varillas y postes metálicos, una quinta de verdura. En 1854, la estancia de Francisco Halbach, “Los Remedios”, en Cañuelas, fue la primera en introducir el alambre a gran escala para cercar la estancia entera.
Por otra parte, la producción harinera se realizaba con las antiguas tahonas movidas por caballos y molinos de viento, que fueron reemplazadas luego por los molinos a vapor. Por otra parte, el balde volcador hizo su aparición para ahorrar fuerza de trabajo a la hora de garantizar el agua para el ganado, superando la tecnología del balde sin fondo aparecido décadas atrás.
Pese a que la innovación técnica agraria fue escasa, los impactos fueron importantes. En el caso de los alambrados, transformaron las costumbres. El trabajador zanjeador, que era muy costoso, comenzó a ser reemplazado, lo mismo que sucedió en las grandes estancias con numerosos peones que se encargaban de custodiar la hacienda, sobre todo en horarios nocturnos.
Al mismo tiempo, la campaña bonaerense empezó poblarse con una capa de modestos ganaderos extranjeros, mayormente vascos, irlandeses y escoceses, dedicados a la cría del lanar, en terrenos de 200 a 300 hectáreas, propios o arrendados.
Estos cambios se producían en un mundo rural con fronteras inestables y el recurrente llamado a las levas militares. La arbitrariedad del poder estatal local, en manos de jueces de paz y comandantes de frontera, solía ser denunciada por los jornaleros y por los grandes hacendados. Sin embargo, la convocatoria para el servicio militar de frontera podía reforzar la disciplina paternalista y permitir a los propietarios sacarse de encima a peones poco sumisos.
En el Cuaderno 2, describimos este sistema de control y poder de la clase terrateniente que se reforzó durante el rosismo y que, más adelante, fue inmortalizada en el Martín Fierro. José Hernández, su creador, habló de estos “males que todos conocen”, el castigo y el enganche al ejército, y propuso organizar un sistema de voluntarios a sueldo y quitar poder a los jueces de paz, a favor de los municipios. Algo de ello se había puesto en marcha desde 1850, cuando se ordenó crear los poderes municipales y separar las funciones de juez de paz, comisario y comandante militar (por ejemplo, con la Ley N° 35 de octubre de 1854).
¿Relaciones feudales o capitalistas?
Existe un importante y largo debate sobre el tipo de relaciones sociales existentes en el campo bonaerense en este tiempo.
Una idea extendida es que existía un régimen asalariado y un mercado de trabajo en desarrollo, lo cual habla del funcionamiento pleno de relaciones capitalistas. Ello se explicaría, en parte, por las libertades universales, que fueron consagradas por la Constitución de 1853 y reforzadas por el espíritu contractualista del Código Rural de 1865. Gracias a ello, los trabajadores rurales se habrían podido mover libremente entre las estancias, atraídos por los salarios y la vida social que ofrecían estos centros de población y producción.
Sin embargo, otra mirada pone el foco en una serie de mecanismos represivos que funcionaron sobre esta realidad. Ello habilita a pensar que estas relaciones de trabajo eran, sino serviles, cuanto menos forzadas o no típicamente capitalistas. Hablamos, por ejemplo, de mecanismos de sujeción del trabajador, como el endeudamiento con el centro productor o el patrón, y la amenaza permanente de la leva militar. En el escenario latinoamericano de esta época, esta política se conoce como sistema de peonaje por deudas.
Sueños de campos
En ese contexto, “la voz del paisano”, de “los hijos de la tierra”, llegó a la legislatura bonaerense. En agosto de 1854, fue presentada una carta que decía expresar la opinión de pastores, labradores y jornaleros del sudoeste y oeste bonaerense, una amplia región que abarcaba La Matanza, Cañuelas, Lobos y Guardia del Monte.
La protesta se adaptaba a la coyuntura. Decían que el rosismo había afectado su libertad y propiedad y que, a pesar de haber caído este régimen, seguían siendo “los siervos del Río de la Plata”, peores que los esclavos en Brasil y los colonos en Rusia. Reclamaban a los dirigentes porteños transformar a Buenos Aires en “guía y defensora de la Confederación”, con políticas “a favor del pobre” y “de la clase trabajadora”.
En este petitorio, se pueden ver tres claros ejes. El primero, las arbitrariedades estatales, encarnadas en sus agentes. El segundo, los extranjeros que empezaban a poblar estas tierras “en medio de nosotros”. En tercer lugar, los “bárbaros indígenas”. Estos tres puntos eran atravesados por una política concreta: las levas.
En relación a los extranjeros, se criticaba que no eran reclutados como soldados, ni se les exigían tareas como recoger leña o bienes como sus carros y caballos. Decían:
Cuando caímos en las bolas de algún teniente alcalde, es para que haga de nosotros lo que se quiere, guardia, blandengue, doméstico, veterano, como se le antoje al primer mandón que nos pille.
A ello se agregaba que, como los criollos eran maltratados por las autoridades militares y políticas, los grandes estancieros preferían a los inmigrantes europeos para cuidar sus majadas. Denunciaban entonces un “vergonzoso contraste”, entre “tantos hijos de la tierra ayer ricos, hoy día proletarios” y “tantos irlandeses ayer andrajosos, hoy día propietarios”.
En defensa de la “garantía de libertad” y del “sosiego doméstico” y de una soberanía “que no entendemos, ni podemos practicar”, no sólo se diferenciaban del extranjero, sino también del “vagamundo que se ocultó en los pajonales”. Como hemos visto en el Cuaderno 2, al repasar las peleas judiciales de fines del siglo XVIII y los informes oficiales del coronel Pedro García de comienzos del siglo XIX, numerosa población criolla o mestiza utilizaba tierras baldías o fiscales para el pastoreo de sus animales y no se asentaba formalmente.
Es que quienes ahora protestaban, se amparaban en la promesa de formar parte del mundo de los propietarios. De hecho, la carta estaba escrita por puño y letra de los “notables de la campaña”, en quienes los peticionarios decían sentirse representados. Se trataba de grupos de la clase terrateniente y hacendada, incluso extranjeros, criadores de ovinos, como Pablo Halbach, Guillermo White, Enrique Harrat, Samuel Bishop, Daniel Gowland, Jorge Bell, Juan Eastman, Carlos E. Pellegrini. No reclamaban menos derechos para los extranjeros, sino elevar el de los nativos y garantizar “la libertad individual y el goce tranquilo de la propiedad”.
También eran objeto de denuncia los “infieles americanos”, es decir, los indígenas, de quienes decían que habían sido masa de maniobra de Rosas. En su opinión, había que ponerles “una azada o un lazo en la mano”. Descritos como «hermanos en Dios creador” y hasta como “socialistas nómadas”, creían, en clave sarmientina, que su bárbara presencia estaba atada a la economía del ganado. Por eso, reclamaban que fueran “reducidos” en una colonia puramente agrícola en los márgenes del Río Negro:
Con la labranza, sobre todo con la prohibición severa de no criar en dicha colonia más haciendas que la lanar, la veréis poblarse con una rapidez infinitamente superior a la que nos condenan la vaca y la yegua en el centro de nuestra provincia.
El método no podía ser cualquiera, sino “usando de la palabra, del ejemplo, de los medios persuasivos”. Hasta proponían la enseñanza de la lengua pampa en la universidad.
En una campaña dominada por la economía ganadera, este reclamo no dejaba de enseñar un signo democratizante. En definitiva, esperaban obtener mayor autonomía, gestión propia, instituciones parroquiales, municipales y cabildantes, educación, caminos y servicios. El sueño aquí esbozado era uno en que el poder del gran latifundio no se cuestionaba, aunque se le reclamaba permitir el desarrollo de productores de menor tamaño.
Por este camino, hay que entender el caso de Eduardo Olivera, importante hacendado, que se imaginaba un desarrollo al estilo del modelo campestre inglés, dominado por la nobleza o la alta burguesía capitalista.
Olivera había sido enviado por su padre a Francia e Inglaterra a estudiar ingeniería y química. Luego vivió en Alemania, donde estudió la legislación sobre la propiedad y la tierra. A su regreso, formó una Sociedad de Agricultura y organizó las primeras exposiciones agrícolas (1858 y 1859) donde se enseñó el cultivo del cálamo y el lino y se mostraron animales -especialmente ovejas- para iniciar experiencias de mestizaje. En 1866, fue cofundador de la Sociedad Rural Argentina, de la cual fue su presidente.
Más al norte, en el núcleo de vieja población de la zona del Luján, se abrió un camino que contrastó nítidamente con el modelo latifundista. Nos referimos a Chivilcoy, cuyo ejemplo tomó especialmente Sarmiento para delinear su proyecto de país. Al enfrentar a las montoneras de Peñaloza en 1863, siendo gobernador de San Juan, Sarmiento alentó la masacre de gauchos. Pero poco después, al asumir como presidente del país, presentó a Chivilcoy como el camino para transformarlos. Ahora preconizaba su conversión en agricultores, para transitar un camino de progreso y desarrollo. En un emblemático discurso que brindó allí mismo, siendo presidente electo, Sarmiento dijo:
Pero Chivilcoy está aquí, delante de mis ojos: sentía su presencia desde la ventanilla del vagón del tren; veíalo desde leguas tender su verde cortina de vegetación en el horizonte, hasta donde la vista podía alcanzar. Véolo ahora de cerca y puedo contar uno a uno sus agigantados pasos, y contemplar lo que han crecido los árboles, admirar lo que la industria ha aumentado, discernir las fisonomías nuevas de millares de sus nuevos habitantes; y aprovechar los medios de comunicación rápida que lo ligan a la capital y centenares de vehículos que discurren por sus anchurosas calles.
Sarmiento había intervenido anteriormente, de forma activa, en una solución política y legal para el reclamo de los labradores de esta ciudad, que ahora identificaba con “la Pampa, habitada y cultivada”, parte de una “esfera agrícola” que se extendía a los alrededores de Buenos Aires y que le hacía recordar a París o Nueva York. Más aún, era el modelo de desarrollo farmer tomado de Estados Unidos, aplicado a la pampa argentina. También veía allí el modelo de gobierno municipalista, que aspiraba que conformase las bases de la ciudadanía nacional.
El modelo farmer
Sarmiento se inspiraba en las ideas agrarias de Thomas Jefferson, uno de los “padres fundadores” de Estados Unidos. Proponía una democracia de pequeños y medianos propietarios, una articulación entre tierra y máquina asentada en pequeñas metrópolis, donde el agricultor y su familia encontrarían todas las comodidades materiales y de cultura y garantías de cierta tendencia a la igualdad social. Estas ideas se plasmaron luego de la Guerra Civil, cuando el norte industrialista venció al sur esclavista. Se aprobó entonces la Ley de Propiedad Rural (1862), que contempló ciertos acuerdos con los pueblos originarios del oeste, aunque no se prescindió de la violencia. La ley repartía 67 hectáreas a cada pequeño productor, el farmer, que debía proveer de alimentos y bienes primarios a las ciudades industriales. Entre 1862 y 1904 se repartieron unas 60 millones de hectáreas, que beneficiaron a 1 millón de familias en el oeste y sur del país, lo que incluyó la instalación de colonias agrícolas.
En este discurso, Sarmiento conectaba con el reclamo de labradores y jornaleros bonaerenses de una década atrás. Así decía:
Heme aquí, pues, en Chivilcoy, la Pampa como puede ser toda ella en diez años; he aquí el gaucho argentino de ayer, con casa en que vivir, con un pedazo de tierra para hacerle producir alimentos para su familia; he aquí el extranjero ya domiciliado, más dueño del territorio que el mismo habitante del país, porque si éste es pobre es porque anda vago de profesión, si es rico vive en la ciudad de Buenos Aires. Chivilcoy está aquí, como un libro con lindas láminas ilustrativas que habla a los ojos, a la razón, al corazón también…
En aquellos años, buena parte de la diferencia la había hecho la aparición del ferrocarril, que transformaba a Chivilcoy en vanguardia de la combinación de poblamiento, agricultura y ganadería, sin sufrir el dominio de esta última: “Chivilcoy ha probado que se cría más ganado dada una igual extensión de tierra, donde mayor agricultura y mayor número de habitantes hay reunidos.” Sarmiento aseguraba que hasta California había podido cambiar su cultura pastoril predominante y creía que era posible que en toda la Pampa, las estancias y su modo de desarrollo dieran lugar a los pueblos agrícolas. Así concluía:
Digo, pues, a los pueblos todos de la República, que Chivilcoy es el programa del presidente don Domingo Faustino Sarmiento (…) A los gauchos, a los montoneros, (…) y a todos los que hacen el triste papel de bandidos, porque confunden la violencia con el patriotismo, decidles que me den el tiempo necesario (…) y les prometo hacer cien Chivilcoy en los seis años de mi gobierno y con tierra para cada padre de familia, con escuelas para sus hijos.
Con este norte, Sarmiento, que creía que los espacios ejidales eran insuficientes para sustentar a una familia campesina, promovió la educación normal con orientación agrícola, con éxitos parciales y efímeros en Santa Fe, Salta, Tucumán y Mendoza.
Chivilcoy y Baradero: naves insignias
A lo largo de los siglos XVIII y XIX, la fundación de pueblos respondió al formato de la conquista, a través de fortines, que se convirtieron en poblaciones y caseríos. Como comentamos antes, la producción agraria en estas zonas creció según la demanda de los pobladores de las campañas.
Algunos de estos poblados, más o menos cercanos a la ciudad, como San Vicente (1830), Morón (1834) o Santos Lugares (1837), fueron regularizados en la década de 1830, bajo las pautas del Departamento Topográfico, que no respetó las formas de ocupación preexistentes. Por entonces, al norte de la ciudad, existían establecimientos agrícolas en San Isidro y San Fernando, con sus chacras con trabajo esclavo.
Más allá de estos núcleos limitados, la producción agrícola creció en zonas más allá de los 100 kilómetros al norte y al oeste, en poblaciones más antiguas, como Chivilcoy y Baradero, que se transformaron en las experiencias emblemáticas de la agricultura bonaerense del siglo XIX.
Desde antiguo, Chivilcoy había sido una población dependiente de Villa de Luján, zona que se fue poblando a lo largo del siglo XIX con la llegada espontánea de soldados, comerciantes y campesinos. Sin títulos de propiedad, ocuparon las extensas tierras entregadas en enfiteusis.
Durante el rosismo, a pedido de los vecinos, Chivilcoy fue separada de Luján, sin adquirir todavía el estatus de ciudad. Contaba con una población estable de casi 5500 personas, muy considerable para la época. Las tierras del partido eran detentadas por 39 propietarios y enfiteutas que las arrendaban y/o subarrendaban a 566 labradores, muchos de origen alemán, francés, vasco e italiano. Más de la mitad de la población eran peones de campo.
A mediados de siglo XIX, la provincia consumía 360 mil fanegas anuales de trigo, pero el país producía apenas 240 mil, 80 mil de las cuales entregaba Chivilcoy. El resto se importaba desde el extranjero. Los agricultores se quejaban porque los medios de transporte para facilitar el comercio eran precarios, ya que no había ferrocarril, y por la carga impositiva, que le daba ventajas a la harina importada. Además, por los desórdenes de la enfiteusis y la falta de estatus municipal de su villa.
Como adelantamos, este último reclamo fue satisfecho luego de la secesión porteña. En 1854, durante la gobernación de Pastor Obligado (1853-1858), Chivilcoy se transformó en ciudad. Pero ello disparó tensiones latentes. Una comisión de solares fue conformada para diseñar el trazado de lotes, quintas y chacras. Entonces, los viejos donatarios (propietarios) y enfiteutas formados durante el rosismo intentaron hacer valer sus derechos, que fueron denunciados desde la legislatura por Domingo Sarmiento. Al igual que Mitre, el político sanjuanino los caracterizó como “boletos de sangre”, resultado de los favores políticos del rosismo.
Ese mismo año 1854, la legislatura sancionó una ley que suspendía el pago que debían hacer los subarrendatarios, hasta que aclarasen los derechos sobre las tierras. La ejecución de la resolución se demoró, generando el descontento de los labradores. Tres años más tarde, llegó la revuelta.
Los enfiteutas, depravación del ideal proyectado por Belgrano medio siglo antes, eran criticados por el acaparamiento de todos los recursos (lo que incluía aguadas y leña) y por no pagar el canon correspondiente al Estado. Los labradores exigían un nuevo régimen de acceso a la tierra, distinto al vigente, que consideraban “estéril e injusto”. Reclamaban una ley para regularizar la ocupación de 100 mil hectáreas en los márgenes del río Salado, mediante el acceso a la propiedad.
En respuesta a ello, el 16 de octubre de 1857, se sancionó la ley N° 174. Conocida como “Ley de Chivilcoy”, autorizaba la enajenación de las tierras públicas entregadas en enfiteusis fuera del ejido de este pueblo, buscando transformar todas estas tenencias en propiedad o arriendo.
Los primeros artículos de la ley disponían el trazado del partido en lotes de 340 hectáreas, medios lotes de 170 hectáreas y cuartos de lote de 85 hectáreas. Quienes sembraban estas tierras enfitéuticas tendrían derecho a conservarlas, como propietarios, con ciertas facilidades de pago para su compra, o como arrendatarios, en caso de que un tercero optara por comprarlas o quedaran en manos del estado. Los lotes no reclamados por ocupantes, se podrían vender por subasta pública al contado. En ningún caso estaba permitido comprar más de un lote. Por otro lado, quien quisiera comprar las tierras debía contar con el acuerdo de dos vecinos autorizados por el juez de paz.
Como veremos pronto, se sancionaron luego otras leyes de regulación de arrendamientos y venta de tierras y la “Ley de Chivilcoy” se reglamentó recién en 1863, por Ley N° 387. Para entonces, un censo demostró que la ciudad había duplicado su población: el centro urbano tenía más de 11 mil habitantes y el área rural contaba con 11 mil hectáreas de trigo, 5600 de maíz y 240 de alfalfa.
Ello llevó a Sarmiento, como vimos, a elegir a Chivilcoy como nave insignia de su proyecto de país. En el cuarto año de su presidencia, el inspector Wilcken aseguró que, gracias a la subdivisión de la tierra, una “sencilla medida”, Chivilcoy había alcanzado un “increíble desarrollo, hasta convertirse en el partido más productor de trigo de toda la Provincia”.
La de Baradero fue una experiencia distinta. Se trataba de uno de los poblados más antiguos del norte de la provincia, zona de combate y reducción de indígenas a mano de los frailes franciscanos. Desde comienzos del siglo XIX, el pueblo largaba embarcaciones repletas de trigo para Buenos Aires. Algunas décadas más tarde, se cargaban cereales para otras provincias.
La colonización allí no fue promovida por viejos labradores, como en Chivilcoy. Tampoco por empresarios colonizadores, ni por los estados. Fueron los latifundistas de la zona, con control del municipio local, los promotores de la llegada de familias suizas. Impulsaron su asiento en tierras del ejido municipal, que eran utilizadas para pastoreo y no estaban afectadas al régimen enfitéutico. Su objetivo era obtener una producción de exportación. El camino fue el de la donación y el arriendo.
Allí -como en el caso de San Carlos- fueron a parar familias que habían acordado poblar Esperanza, pero que, antes de partir, ya habían visto frustrados sus objetivos. Viajaron igualmente, con la idea de transformarse en propietarios. Una vez en Buenos Aires, en 1856, aceptaron la propuesta que le acercaron los dueños de las tierras de Baradero.
El municipio cedió a cada varón mayor de familia unas 4 hectáreas. Lo hizo como donación, sin cobrarles ningún canon. También cedió algunas vacas y caballos. Los colonos debieron construir sus ranchos y mantenerse por su cuenta. Pero las condiciones comerciales eran óptimas, por la calidad del suelo, la existencia de un puerto local y la cercanía con el mercado porteño. Pasados los primeros meses de trabajo, se hizo la primera recolección. Siendo pocos y emparentados familiarmente, el trabajo cooperativo produjo buenos resultados. Sembraron papa, maíz, trigo, batatas y otros productos de huerta.
Al poco tiempo, cuando la legislatura bonaerense habilitó la venta de tierras, el municipio ofreció también las que estaban bajo régimen de enfiteusis. Pero al llegar nuevos colonos, si bien se mantuvieron algunas condiciones, se entregó la tierra sólo en arriendo. Pocos colonos pudieron comprar nuevas parcelas. De manera que el proyecto de los grandes hacendados se limitó a subdividir el ejido municipal, sin tocar el cinturón latifundista. Pese a todo, en un sector, la zona sudeste, se abrieron conflictos entre labradores y grandes propietarios que alegaban tener derechos sobre las tierras cedidas.
Si bien a fines de 1856, se definió la traza del pueblo y el ejido, la delineación definitiva de todo el partido fue realizada entre 1868 y 1872. El plano fue rectificado en 1874. Recién allí se habilitó el otorgamiento de escrituras y se entregaron los títulos de propiedad. Por entonces, existían 374 chacras y 222 quintas, divididas con cercos de ñandubay, alambre o zanjas. Casi todo el cereal de Baradero lo producían estos colonos. Abastecían el mercado local y llegaban a exportar.
Pese a ser las más emblemáticas, Chivilcoy y Baradero no fueron las únicas experiencias de subdivisión de la tierra para la producción agrícola.
El nuevo sur: de las colonias militares a las estancias
Junto a Rosas en Caseros, cayó el equilibrio que se habían alcanzado con los pueblos indígenas, especialmente con Juan Calfucurá. Ello significó un inmediato retroceso de la frontera sur y oeste de Buenos Aires. Para volver sobre esas tierras, la provincia impulsó el arriendo público y también políticas de colonización adaptadas a la frontera. En este último sentido, aparecieron las colonias agrícolas y militares, como había ocurrido décadas antes, sin éxito, durante los gobiernos de Honorio Pueyrredón y de Bernardino Rivadavia.
El caso más renombrado es el que encabezó en 1856, el coronel Silvino Olivieri. Se trató del proyecto “Nueva Roma”. Juntó a 350 soldados garibaldinos que formaban la “legione agrícola”, para establecerse a unos 30 kilómetros al norte de Bahía Blanca, sobre la Sierra de la Ventana. Las privaciones, las confrontaciones con los indígenas y problemas internos, incluida la férrea disciplina impuesta, hicieron fracasar la experiencia. Los colonos se sublevaron, asesinaron a su jefe, al asistente y al capellán, y se disgregaron.
Por entonces, en 1859, llegó a Tandil el danés Juan Fugl. Con él, se abrió la colonización danesa en la frontera. En paralelo, la población desprendida del experimento de Olivieri accedió a tierras en Bahía Blanca y Carmen de Patagones, dando lugar a pequeños núcleos agrícolas. Para estos casos de colonización, la ley habilitaba la donación de tierras “en propiedad perpetua”, para individuos o familias nacionales o extranjeras.
Más hacia el sur, en el bajo valle del río Chubut (actualmente Trelew) se instaló una colonia galesa, iniciativa empujada por la Asociación de Inmigración de Gales, encabezada por Luis Jones. Rechazado en un inicio por el Senado, el acuerdo se concretó en septiembre de 1865, permitiendo la llegada de 180 personas, que se asentaron sobre los restos de una fortificación de adobe abandonada años atrás. El teniente coronel Julián Murga, comandante militar de Patagones, hizo la entrega de las tierras. El gobierno prestó entonces “toda clase de auxilio”, provisiones, gastos en animales y semillas, armas y municiones, gastando más de 10 mil pesos fuertes, incluyendo la mitad del costo de una goleta que se perdió.
En estas experiencias de inmigrantes galeses, se reunieron los móviles religiosos, sociales y políticos: la creación de una nueva Gales, una nueva Jerusalén, fuera del dominio inglés. En el primer período se edificaron viviendas de una sola habitación de tipo galesa, adaptadas a los materiales del lugar: sauce criollo, junco de río y arcilla. Luego, para vivienda permanente, adoptaron el cottage de fines del siglo XVIII, con dos habitaciones, techo a dos aguas y frente simétrico.
A poco de iniciar las tareas, por distintas razones, estuvieron prontos a abandonar la experiencia. En efecto, algunos lo hicieron y se asentaron en la colonia inglesa del norte de San Javier, en Santa Fe. En el sur, quedaron unas 130 personas, con 200 vacas lecheras y 100 caballos y yeguas, con producción de papa, trigo, maíz, manteca y queso, que comerciaban con las Islas Malvinas y con “los indios de la tribu de los Pehuelches”, con quienes intercambiaban plumas de avestruz (ñandú), pieles y quillangos. De acuerdo a Wilckens, “viven con los indios, en la mejor armonía, á tal punto que han socorrido muy á menudo á los colonos con regalos de animales, víveres, etc.” Para 1881, el valle había sido mensurado y contaba con numerosas chacras ocupadas.
En paralelo, avanzaban las estancias con sus ganados. Se conformó un entramado de unidades que iban desde las 500 hectáreas hasta las más de 40 mil, como la de Ramón Santamarina, en Tandil. Como comentamos, la incorporación del alambrado resultó muy importante para el fomento de un tipo de estancia que incorporaba vacunos mestizos y puros y sumaba cultivos en las zonas de ejidos y chacras y experimentos de cultivo a gran escala.
Este impulso estuvo relacionado con el nacimiento de la Sociedad Rural Argentina (SRA). Especialmente, con el rol de su fundador, Eduardo Olivera, a quien ya introdujimos como el creador en 1866 de un proyecto de Chacra Modelo que combinaba agricultura y ganadería y un Centro de Enseñanza Agrícola. Su propuesta contemplaba la apertura de los “desiertos improductivos” al pastoreo, la disminución del precio de la tierra y de la mano de obra, el respeto de las garantías constitucionales, y una quita de impuestos y apertura de créditos para la agricultura. Por entonces, el gobernador Adolfo Alsina creó el Instituto Agrícola, germen de la Facultad de Agronomía y Veterinaria.
Lo que buscaba la Sociedad Rural era, por un lado, el ordenamiento y desarrollo de un mercado de tierras, mientras se empujaban las fronteras. Esta modalidad contrastaba con el proyecto de Sarmiento, anunciado a los cuatro vientos al asumir la presidencia en 1868. Para Olivera, fomentar la agricultura de pequeños y medianos productores en un escenario tan lucrativo para la ganadería era un error. Pero no se oponía, como lo habían hecho los grandes estancieros años atrás, a la llegada de labradores extranjeros que pudieran complementar la producción ganadera. Tampoco, a que los peones tuvieran cultivos. Casi la totalidad de la tierra les pertenecía y no peligraban sus intereses. Por el contrario, ello aumentaría aún más el valor de las tierras y, como arrendatarios, estos medianos y pequeños agricultores subordinados podrían cultivar pasturas como la alfalfa, que serían alimento del ganado.
Los hacendados y los agricultores
En la década de 1820, Tomás Anchorena, gran hacendado y enfiteuta, pidió que se prohibiera a extranjeros arrendar tierra pública. Ausentista, casi por definición, su actitud hostil hacia la colonización llevó al gobierno a suspender en 1829 todos los contratos colonizadores. Olivera expresaba un proyecto distinto entre los grandes propietarios y hacendados: proveniente del núcleo del poder “estancieril”, puede ser considerado el primer hacendado agricultor.
Bajo esta directriz, el censo provincial bonaerense de 1881, indicaba que cada 1000 kilómetros cuadrados, 684 estaban dedicados al pastoreo y sólo 18 a la agricultura: “El pastoreo lo domina todo y la labranza es muy reducida relativamente. Esto persistirá en tanto no aumente la densidad de la población, y no se haga la división de las propiedades”, se leía en este informe de gobierno.
Las lecciones de Mitre: enfiteusis es comunismo
Cualquiera fuera la modalidad del desarrollo impulsada, la orientación general era la de la expansión de la propiedad privada y el ordenamiento de la tierra en clave capitalista: propietarios y arrendatarios. Para ello fue clave la Ley N° 176 de arrendamientos, sancionada por la legislatura en 1857. La misma complementó la “Ley de Chivilcoy”.
Aunque de carácter transitorio, a diferencia de la vieja y malograda enfiteusis, esta ley limitaba la cantidad de tierras a arrendar. Su distribución no podía exceder las 7 mil hectáreas al interior de la frontera. Al exterior, el límite se extendía al doble, pero se dispensaba el pago del canon, bajo la condición de poblarlas. A los antiguos enfiteutas, se les reconocía el derecho de ocupación, pero se los obligaba a pagar los cánones atrasados. El gobierno se reservaba tierras que creía necesarias para la administración o para formar colonias.
Reglamentada en marzo de 1858, muchísimas fueron las solicitudes recibidas por el gobierno para arrendar tierras públicas más allá de la frontera. Los beneficiados tenían 12 meses, a contar desde la fecha de la concesión, para construir dos ranchos y un pozo de balde e introducir 300 cabezas de ganado vacuno o 1000 ovejas. El impacto inmediato fue una ampliación de la tierra disponible productiva que se había reducido en los años previos. Hasta 1876, se firmaron contratos de acceso a unas 5 millones de hectáreas, en su mayoría situadas fuera de la frontera.
En el debate legislativo de estas leyes, cuando todavía Buenos Aires no se había integrado al resto del país, Mitre, entonces legislador, sintetizó una idea que tenía amplio consenso, defendiendo la venta y el arriendo, en oposición a la vieja enfiteusis. Así dijo:
la tendencia del país es la enajenación de la tierras, como medio de poblarse, de extenderse, de enriquecerse y radicar la población, porque una larga experiencia (y no se necesita acumular pruebas para esto), ha demostrado que no es por el enfiteusis que se engrandece un país porque él mantiene la despoblación y está calculado para aumentar más el número de las bestias que el de los hombres.
Mitre explicaba que el arriendo era mejor como medio de acceso a la tierra porque reconocía un sólo dueño, a diferencia de la enfiteusis, que reconocía dos dominios, el útil y el directo. Quien luego fue gobernador de la provincia y más tarde presidente de la nación, explicaba que la ley buscaba hacer crecer el número de propietarios y atacó a su opositor Carlos Tejedor y a quienes defendían la enfiteusis. A ellos los asoció al comunismo que crecía en Europa, aunque no hubieran leído sus obras. Decía así:
Una de las grandes cuestiones que ha suscitado el comunismo, es la de la propiedad de las tierras, y los comunistas han dicho: la propiedad es un robo, el mal grande de las sociedades modernas está en entregar la propiedad pública al dominio privado; la propiedad de la tierra no debieran darla los gobiernos, dicen ellos, sino conservarla para la comodidad y uso común de los ciudadanos. Pues bien, esto es lo que representa el enfiteusis, y esto es lo que sostienen los que atacan el proyecto de la comisión.
En el debate, Tejedor, quien se encontraba lejos de ser comunista, afirmaba que, por la vía del arriendo, no se generaban propietarios. Pero Mitre cambiaba entonces el eje de discusión: la enfiteusis -concluía- permitía avanzar a la barbarie; en cambio, la propiedad, en la línea de frontera, era el estandarte de la civilización.
Una década más tarde, el 25 de octubre de 1868, al cerrar su mandato como presidente de la Nación, Mitre reforzó estas ideas. Lo hizo durante un banquete popular en Chivilcoy, poco antes de que Sarmiento le hablara a la misma audiencia, como su sucesor. Mitre se congració por saber que la propiedad -tal como la entendía su liberalismo- se había afirmado “por la virilidad de los pobres paisanos y de los capitalistas que salieron á poblar con sus ganados el exterior de la frontera”. Según su mirada, se trataba de un largo proceso, cuyo origen se encontraba en las leyes de donación que el Congreso había sancionado en 1819, antes que en la enfiteusis rivadaviana.
A diferencia de Sarmiento y más en sintonía con Olivera, Mitre consideraba que la ganadería era una vanguardia en dos sentidos: porque había sabido combatir y predominar frente a los “ignorantes” que la criticaban, y porque había permitido a la agricultura desenvolverse “á su sombra”. La ácida crítica habría generado aplausos y risas entre los asistentes.
Luego, agregó que estos “ignorantes”, en base a una “suposición arbitraria”, desarrollaron “todo un sistema de división de la tierra y de explotación del suelo”, que trajo resultados opuestos a los deseados:
los enfiteutas, los usufructuarios de la tierra, empezaron á subarrendar cobrando por cada cuadra lo que ellos debían pagar por cada legua, prohibiendo á los chacareros levantar ranchos, para que no echasen raíces en ella.
Esta tensión, dijo, se resolvió cuando “el pobre” que “aró, sudó, cosechó y pagó”, finalmente “afirmó su planta en el suelo, hizo valer su título de poseedor y disputó sus derechos al caduco enfiteuta.”
En referencia a la rebelión de los labradores que comentamos antes, dijo que fueron 500 los agricultores de Chivilcoy que, en 1857, protestaron y reclamaron al gobierno una solución a favor de su posesión y que “el gobierno rompió los vínculos entre ellos y el enfiteuta y les ofreció la propiedad que hoy es un hecho”.
Entonces, Mitre se había manifestado a favor de la protección aduanera para estos labradores, contra la importación del trigo, y a favor de facilitar el transporte de su producción a las ciudades. Rompiendo “la esclavitud de leyes atrasadas” -dijo Mitre-, estos labradores daban el ejemplo frente a quienes “querían que la tierra se subdividiese y se vendiese.”
Como vimos, para Mitre, Chivilcoy representaba una vanguardia de una forma distinta a la que imaginaba Sarmiento. No criticaba la subdivisión de la propiedad, sino que el interés agrícola se impusiera sobre el ganadero. Ello incluía la crítica al concepto de enfiteusis (que vimos plantear a Belgrano), que identificaba con el comunismo. También, una crítica a la forma en que se implementó, de la mano de su mentor, héroe del liberalismo, Bernardino Rivadavia, quien, en este caso, había demostrado ser falible y humano. Quedaba latente, sin embargo, la advertencia de Tejedor, que no era comunista: el arriendo no hace propietarios.
Mitre y una idea que renace
La crítica de Mitre a los “ignorantes” que impulsaron políticas de subdivisión de la tierra, se deja ver, hoy, en la posición de historiadores que plantean que el latifundio ganadero y el poder de los grandes terratenientes no ha existido o no ha sido tan determinante en la historia del país.
Según esta mirada, toda intervención estatal para crear una estructura agraria más democrática y una menor desigualdad social (desde Rivadavia a Perón, pasando por Sarmiento) ha sido caprichosa y ansiosa y tuvo resultados contrarios a los buscados. Por el contrario, las libres fuerzas del mercado, a la larga, habrían generado mayor subdivisión y traído una menor desigualdad.
Esta es una de las formas de negación del poder latifundista en el pasado y en la actualidad. Es cierto que muchas políticas estatales de subdivisión no han alcanzado los resultados deseados. Es innegable además el poder del mercado y elementos estructurantes, como el precio de la tierra, distancias geográficas y población. Pero también son innegables la desigualdad, desposesión y falta de autonomía, concentración urbana y empobrecimiento de la población, que generan estas “fuerzas del mercado”.
Revisar la herencia rosista: confiscaciones y reparaciones
Hasta entrada la segunda mitad del siglo XIX, las normativas sobre pueblos, poblaciones y ejidos se adaptaron a las leyes indianas. Como hemos dicho, desde entonces, se aceleró el proceso de enajenación de la tierra fiscal por medio de la venta, para consagrar un único derecho, el de la propiedad privada absoluta. El reordenamiento abarcó tierras urbanas y rurales, dentro y fuera de la frontera. Pero esta iniciativa enfrentaba un obstáculo de enorme complejidad política: la herencia rosista.
Tras la caída de Rosas y sobre todo luego de la revolución septembrina y el regreso de los exiliados, se inició en Buenos Aires un debate sobre la violencia política y, en particular, sobre sus efectos en el reparto de tierras. Participaban quienes, hasta hacía muy poco tiempo, habían acompañado al gobierno depuesto. En efecto, en 1854 se formó una comisión para diseñar una política sobre tierras públicas y enfitéuticas, que fue integrada por técnicos, hacendados y políticos, entre ellos, ex rosistas beneficiados con la entrega de tierras hechas en los años anteriores.
Este proceso generó intensos debates en la legislatura y en los periódicos, sobre todo durante el inusual juicio penal que se siguió contra el ex gobernador en septiembre de 1857. A Rosas se lo declaró “reo de lesa patria” y se lo acusó de haber violado las leyes naturales, entre otros cargos.
El juicio
Formó parte de una política teñida de revancha histórica. Sus pormenores incluyeron una importante cuota de ficción. Con el tiempo, fueron transformados en hechos de propaganda anti-rosista.
Durante varios años, se debatió política y jurídicamente sobre las formas de nombrar al régimen depuesto (tiranía, despotismo o dictadura), de diseñar el medio adecuado para juzgarlo (juicio político o tribunales ordinarios) y acerca de la legalidad del accionar gubernamental del rosismo (uso o abuso de las facultades extraordinarias o de la suma del poder público).
Se ponía en juego, además, digerir las responsabilidades que pudieran caberle a figuras políticas de renombre, ex rosistas y actuales aliados, y al conjunto de la sociedad porteña.
Al cabo de un par de años, se dieron a conocer tres sentencias judiciales. En las primeras dos, se encontró a Rosas culpable por varios crímenes. En la última, sin embargo, se desecharon varios de los cargos por no poder comprobar que el ex mandatario había dado las órdenes de ejecución.
Durante el juicio, se discutió si había que volver a confiscar las tierras quitadas a los enemigos del rosismo y si había que reparar a las llamadas víctimas. Se quería evitar posibles reclamos judiciales de los herederos. Al mismo tiempo, se buscaba dar señales al extranjero de que había seguridad sobre la propiedad privada.
Mientras tanto, se dieron respuestas parciales con la sanción de leyes y decretos, en las que se estipuló qué premios del rosismo quedarían vigentes y cuáles serían anulados. Por ejemplo, en julio de 1857, por la misma ley que autorizó a los tribunales a juzgar a Rosas, se declararon sus tierras como pertenecientes al Estado. Al mes siguiente, el 8 de agosto de 1857, se sancionó la importante Ley N° 142 de ventas de tierras, que dispuso la enajenación de más de 200 mil hectáreas al interior del río Salado, sin importar si se encontraban entregadas por premios por el rosismo, de acuerdo a la ley de castigos y premios de 1839. Se respetaban solamente a los compradores que mostraran una escritura pública y a los enfiteutas que adquirieron las tierras por la ley de 1838, quienes serían considerados propietarios (sobre ello nos referimos en el Cuaderno 2). Finalmente, en octubre de 1857, se firmó un decreto que reglamentaba la venta de los terrenos de Rosas y se autorizó por ley al gobierno a venderlos sin ajustarse a las reglas del remate público.
Un año más tarde, el 27 de septiembre de 1858, se dictó el decreto N° 33, que ponía en venta tierras, dando preferencia a enfiteutas y ocupantes que pudieran demostrar legitimidad de su título o posesión. Es decir, la condición era que su supuesto derecho no se hubiera beneficiado de la violencia de la «dictadura».
Pocos días después, el 7 de octubre, se sancionó la Ley N° 235, de ventas de tierras sospechadas de ilegitimidad. Esta ley revisaba las donaciones hechas entre 1829 y 1852: las donadas en la frontera por ley de 1830, las entregadas por combates o expediciones contra los indígenas, la de los enfiteutas premiados en 1838 y 1840 y los que fueron embargados en 1840. En esta regularización, se daba preferencia de compra o arriendo a los ocupantes y, al mismo tiempo, se autorizaba a los fiscales del Estado a reclamar los bienes públicos mal habidos.
Ésta y otras normas, como la Ley N° 420, contaban siempre con excepciones. Una década más tarde, se derogaron algunas de estas disposiciones, que no llegaron a cumplirse.
Que no quede ni un enfiteuta ni ocupante
Durante las dos décadas siguientes a la caída del rosismo, se sancionaron en la provincia decenas de leyes y decretos sobre tierras públicas, ferrocarriles e infraestructura, en vistas a acelerar el proceso de privatización. Desde la perspectiva de las clases dirigentes, el reemplazo de la enfiteusis por la propiedad y el arriendo permitiría regularizar la situación de tenencia precaria y consolidar las fronteras. El problema era cómo moverse ante la falta de un marco legal general.
También en la ciudad
La necesidad de reordenar legalmente la ocupación de las tierras alcanzó al ámbito urbano, en vistas a mejorar la situación fiscal del Estado. En la Capital, quienes ocupaban terrenos públicos sin título ni derechos, se transformaban en arrendatarios.
El 28 de mayo de 1852, bajo el poder de la Confederación urquicista, la Sala de Representantes bonaerense prohibió por ley la enajenación de tierras y bienes públicos bajo cualquier formato, hasta la sanción de una ley general de tierras.
Dos años más tarde, el 4 de noviembre de 1854, ya consolidado el gobierno liberal, se emitió un decreto que denunciaba el negocio de muchos enfiteutas, que subarrendaban las tierras y no pagaban los cánones al Estado. El mismo establecía que, hasta que no se sancionara una ley general de tierras, se eximía a los subarrendatarios de pagar los alquileres.
Como hemos visto, luego se sancionaron decretos y leyes que revisaban las entregas de tierras del rosismo. Este era el quid del conflicto, que respiraba en el enojo de los pequeños productores de Chivilcoy.
Una de estas nuevas leyes, fue la N° 142. La mencionamos en el apartado anterior. Dispuso la venta de tierras fiscales al interior del río Salado, daba preferencia de compra a los ocupantes, con seis meses de plazo, siempre que cancelaran las deudas del canon enfitéutico. Si no hacían uso de la preferencia, el gobierno vendía la tierra por subasta. Una décima parte del dinero recaudado se destinaría a las escuelas en los municipios, pero más de la mitad sería usada para cancelar la deuda externa contraída en Londres. Por esta ley, se vendieron casi 275 mil hectáreas a 275 personas. De las propiedades conformadas, la gran mayoría apenas superaba las 500 hectáreas.
Dos meses después, se sancionaron tres leyes importantes. El 16 de octubre de 1857, la ley N° 174, que también mencionamos, que disponía la venta de tierra pública en Chivilcoy.
A la semana siguiente, el 21 de octubre, se votó la ley N° 176, sobre canon enfitéutico. Autorizaba al gobierno a arrendar tierras fiscales dentro y fuera de las fronteras. No importaba si estaban bajo el régimen de enfiteusis o simplemente ocupadas. Establecía un plazo de 8 años y la obligación de pagar los cánones atrasados. Si aparecía un comprador en el transcurso, el Estado podía venderlo.
La tercera fue la ley N° 179. Se dictó para resolver obligaciones pendientes en dominios fiscales: se buscaba regularizar los títulos de propiedad de pobladores de estancias de las fronteras a quienes tres décadas antes, en 1829, se les había prometido dicha escrituración.
Al año siguiente, en 1858, se sancionaron otras cuatro leyes provinciales sobre tierras públicas. Una de ellas, obligaba al gobierno a compartir con los municipios los ingresos derivados de las regularizaciones de arriendos. Otra, la Ley N° 235, recién la mencionamos: revisaba las donaciones hechas durante el rosismo.
La tercera de estas leyes fue la N° 233, que establecía por primera vez la venta de tierras ejidales de los pueblos de la campaña. La idea era vender en remate y por el precio de tasación, los terrenos públicos dentro de los ejidos, con excepción de los que se encontraban sobre la ribera del río de La Plata y los de los colegios religiosos. Nuevamente, se daba preferencia de compra a los actuales poseedores, con un plazo de seis meses para efectivizarla. De no poder comprarlos, los ocupantes se transformaban en arrendatarios públicos, pagando un canon de 6% sobre el valor de la tasación. Pero mientras durase el contrato, si aparecía un comprador, el terreno podía ser vendido.
Esta ley dividió a los municipios en tres grupos. Por un lado, estaban San José de Flores, Quilmes, San Fernando, San Isidro, Conchas, Belgrano, Moreno, San Justo y Barracas al Sur. Estos podían vender en remate los terrenos públicos dentro del ejido, salvo los que se encontraban sobre la ribera del Río de la Plata y los de Chacarita de los Colegiales en Flores y Morón.
Por otro lado, estaban Villa de Luján, Villa de Mercedes, Pilar, Exaltación de la Cruz, Zárate, Areco, Fortín de Areco, Baradero, San Pedro, San Nicolás, Arrecifes, Salto, Ensenada, Magdalena, Chascomús, Dolores, San Vicente y Cañuelas. Estos pueblos sólo podían enajenar aquellos terrenos que tuvieran una tasación de la cuadra cuadrada (1,6 hectáreas) mayor a $300 moneda corriente, sin poder vender tampoco los de la ribera del Río de la Plata y Paraná.
Finalmente, estaban el resto de las municipalidades, que sólo podían vender los terrenos tasados a más de $150 la cuadra cuadrada.
La cuarta ley sancionada en 1858 fue la N° 239. Disponía la venta de terrenos fiscales fuera de los ejidos urbanos en varios partidos de la campaña, como Belgrano, San Isidro, San Fernando, Conchas, San José de Flores, Morón, Matanza, Barracas y Quilmes, según lo establecido en la Ley N° 142 del año anterior.
Al año siguiente, en 1859, se creó la Oficina de Tierras Públicas y Bienes del Estado, encargada de estudiar la situación de la tierra pública, hacer los reclamos pertinentes, gestionar los pedidos de tierras y exigir los pagos correspondientes.
Cuáles fronteras
Este reordenamiento demandaba definiciones sobre las fronteras. En julio de 1858, por decreto, se establecieron límites. Por frontera se entendía “aquella parte donde se estienden las últimas poblaciones contínuas, y que puedan ser amparadas por las tropas que la guarnecen; siendo esta, por ahora, al Sud, la que se estiende al interior del Quequen Grande, Sierra del Tandil, y el arroyo de Tapalqué hasta encontrarse en su prolongacion con el Fortin Esperanza al centro, la que se estiende del Fortin Esperanza hasta el de Cruz de Guerra y línea de fortines estériores que cubre el Bragado: y al norte, desde el fortin Ituzaingo hasta Junin, y de éste punto hasta las puntas del Arroyo del Medio en una línea que corre en direccion al campamento de la Loma Negra.”
Por estas últimas leyes, 76 particulares compraron 200 mil hectáreas al sur del Salado. Muchos de ellos fueron medianos propietarios de 1200 hectáreas. Pero estas primeras leyes fueron poco exitosas.
Las disposiciones no terminaban de ser claras: ¿qué eran los terrenos públicos?, ¿quiénes podían comprar las tierras en remate?, ¿cómo se demostraba la antigua ocupación para tener preferencia en la compra?, ¿cómo y quiénes conseguían títulos de propiedad? En la década siguiente, algo de ello comenzó a clarificarse, con la sanción de nuevas leyes que tuvieron en cuenta casos de antigua ocupación de quintas y chacras.
En 1862, se sancionó la importante Ley N° 365, sobre tierras fiscales ocupadas por particulares. imultánea a la ley nacional de tierras públicas, la N° 28, a la que nos referimos más arriba, esta ley se dirigía, en primer lugar, a quienes poseían suertes de chacras y quintas en los pueblos de la campaña, tuvieran o no título de propiedad. Pero hacía diferenciaciones.
Por un lado, estaban aquellos ocupantes o sus descendientes que podían demostrar que vivieron o cultivaron las tierras desde antes del decreto del 17 de abril de 1822. Dictado durante la gobernación de Rodríguez y Rivadavia, el mismo prohibía los desalojos, pero disponía que, hasta que no se sancionara una ley de tierras, no se podían denunciar y rematar tierras ni se darían títulos de propiedad. Estos ocupantes o sus descendientes, ahora eran reconocidos inmediatamente como propietarios.
Por otro lado, quienes podían demostrar que ocupaban o cultivaban las tierras desde esa fecha de 1822 y hasta la caída del rosismo, pagarían la mitad del valor actual.
En tercer lugar, quienes ocupaban o cultivaban desde el 3 de febrero de 1852, tendrían que pagar todo el valor para convertirse en propietarios. De lo contrario, debían irse o transformarse en arrendatarios, según los términos de la ley del 9 de octubre de 1858.
Más allá de los pueblos de campaña, esta ley autorizaba también al gobierno provincial a entregar tierras en propiedad en los ejidos de los pueblos fronterizos. En concreto, a enajenar un cuarto de estas tierras fiscales, como quintas o chacras. Se ponía como condición, la vivienda en el lugar.
En ese año 1862, en un decreto firmado el 25 de junio, se reconocía que, en los últimos cinco años, desde la Ley de Arrendamientos, habían sido pedidas y concedidas todas las tierras al interior de la línea de fortines y “una gran extensión” por fuera de ella.
Dos años más tarde, en 1864, se sancionó otra importante ley de ventas de tierras al interior de la línea marcada por el río Salado. Llevó el número 429. La misma, además, establecía la venta y precios de tierras al exterior de esta frontera, y otorgaba preferencia para la compra a los subarrendatarios. Se daba un plazo para la compra, luego de la cual los terrenos se pondrían a venta pública y privada. En parte, la venta estaba orientada a financiar la extensión del Ferrocarril del Oeste, fundamental en buena medida para la salida de los productos agrarios.
El mismo año, por decreto del 1 de julio, se endureció el acceso en propiedad a las quintas y chacras en los ejidos de los pueblos de campaña. Se obligaba ahora a los poseedores a “justificar” su posesión “para ser reconocidos como propietarios”. Esto es, debían demostrar “título de dominio” y “producir una información”, lo que implicaba acudir a las municipalidades y entrar en gastos de mensura y escritura. La situación económica en aquella coyuntura era crítica y los altos precios fijados se hacían prohibitivos. En efecto, sólo 46 personas pudieron acceder en propiedad a poco más de 100 mil hectáreas. Una mayoría conformó pequeñas fracciones.
Los trámites
Las condiciones para ratificar la ocupación eran difíciles de cumplir para muchos. El entramado normativo y burocrático que empezó a organizarse no era sencillo. Eran importantes tanto la Oficina de Tierras Públicas como las comisiones de solares de cada pueblo, integradas por el juez de paz y vecinos de renombre. En Mercedes, por ejemplo, algunas personas iniciaron expedientes para solicitar tierras ocupadas. Quienes vivían y trabajaban allí, por desinformación o falta de dinero, no llegaban a presentarse en tiempo y forma y perdían sus derechos.
Al año siguiente, el 2 de agosto de 1865, se sancionó la Ley N° 454, de prórroga para la venta de la tierra pública, que establecía condiciones de acceso a la propiedad para los poseedores de tierras ejidales en los pueblos de campaña, bastando demostrar ocupación o cultivo, de acuerdo a las condiciones establecidas en la ley de 1862, que ya detallamos.
Un año y medio más tarde, el 9 de enero de 1867, se sancionó la ley N° 482, de gran relevancia. Ordenaba la venta de tierras públicas a arrendatarios y subarrendatarios al interior de las fronteras, que en esa época corrían entre Junín, Tapalqué y Tandil. Como sucede en varias de estas leyes, retoman las condiciones reguladas por normas anteriores, por ejemplo, prohibiendo la renovación de los contratos de arriendo.
Ahora se daba un detalle de precios y modos de pago y se establecían las formas de comprobar las ocupaciones y arreglar las cuestiones que pudieran surgir entre arrendatarios y subarrendatarios. De no ser reclamadas en los plazos establecidos, serían vendidas en remate público. Como la ley de 1864, establecía preferencia al subarrendatario por sobre el arrendatario y a éste por sobre otro interesado.
Al año siguiente, por ley N° 540, se prorrogaron los plazos de opción de compra, antes de la salida a remate.
En 1871, el año en que comenzó a regir el Código Civil, se sancionó una nueva ley de venta de tierras públicas fuera de la frontera, que llevó el número 709. Involucraba a partidos como Necochea, Tres Arroyos, Junín, Bragado, Lincoln y 9 de Julio, entre otros.
Esta disposición incorporó una nueva figura: la del concesionario, como titular condicionado de un terreno que debía hacer prosperar con arrendatarios, a quienes se daba preferencia para la compra. Dialogaba directamente con la figura del empresario colonizador, tan presente sobre todo en Santa Fe.
En cualquier caso, la ley establecía un límite máximo para la concesión, de 14 mil hectáreas. En situación de conflicto, se daba autoridad al gobierno para fallar, de acuerdo a las reglas de audiencias presenciales. También le reservaba el derecho de disponer de tierras para la fundación de pueblos y ejidos. Al año siguiente, se prorrogó el plazo de esta ley.
Por estas últimas leyes, 5,5 millones de hectáreas fueron adquiridas por casi mil compradores. Un 33 por ciento, alcanzaron las 6 mil hectáreas. Un 15 por ciento, más de 12 mil hectáreas. Un 5 por ciento, 46 personas, se quedaron con propiedades promedio de más de 16 mil hectáreas. El resto formó unidades de mil hectáreas.
Este complejo desarrollo normativo de acceso a las tierras públicas estuvo atravesado por numerosos conflictos. Evidenció las distintas formas e ideas de propiedad, muchas veces superpuestas, que tenían los enfiteutas, arrendatarios, subarrendatarios y otros ocupantes. Pero tenía un norte: imponer la forma capitalista de la propiedad, barrer con los derechos consagrados por la costumbre que habían sabido disfrutar los pequeños labradores y hacendados.
Los beneficiados eran, sobre todo, sectores mercantiles, los notables y los que tenían contactos, información y el patrimonio necesario para comprar las tierras que se ponían a la venta y que se valorizaban cada vez más. Mientras ello sucedía, se sancionaba en la provincia el Código Rural (Ley N° 469) y crecía con fuerza la economía lanar.
La legislación sobre tierras de pan llevar
Como venimos viendo, este reordenamiento en sentido capitalista no dejó de promover el uso de las tierras ejidales para la agricultura.
En 1859, por ejemplo, se dictó un decreto para el partido de Matanzas, que contemplaba el pedido del juez de paz y el apoyo de los hacendados de la zona, “en justa protección de la labranza”. La medida era reclamada específicamente para los cuarteles 1 y 2 (el partido se organizaba por cuarteles), que contaban con apenas seis estancias pequeñas, en comparación con las estancias de los cuarteles 3 y 4. El juez de paz podía sacar de estas tierras los ganados de los hacendados y ordenar reparaciones económicas si producían daño sobre las chacras. En las “tierras de pan llevar” solo podría haber animales para labranza y lechería y bueyada para el transporte de los productos a la Capital.
La situación se replicó para Zárate y Barracas al Sud, buscando satisfacer el espíritu de la ley de ejidos de 1823. En Zárate, existían 15 establecimientos con hacienda, no muy grandes, principalmente con ganado ovino. Los hacendados estaban de acuerdo con fomentar la agricultura, “deseando el Gobierno acordar á la labranza la justa protección y fomento que se merece”. En Barracas, existían grandes estancias, la mayor de ellas con 58 mil cabezas de ganado, y unos 400 vecinos con “diminutas fracciones de tierra”, a las cuales buscaba proteger, sobre todo considerando su cercanía a la ciudad.
Sucesivas prórrogas y nuevas reglamentaciones sobre este asunto dejaban en claro que el conflicto permanecía. Y ello siguió siendo así hasta la sanción de la más importante de estas leyes ordenadoras: la Ley de Ejidos N° 695. Se discutió durante tres años, se sancionó en 1870 y tuvo vigencia por casi un siglo.
Complementaria del Código Rural (de hecho, debió adecuarse a ella), en su primera parte, esta ley definió qué era el ejido y las condiciones de enajenación para solares, quintas y chacras. El primer artículo aclaraba que su extensión debía ser de 10,8 mil hectáreas, pero también que debía respetarse la extensión de los ya trazados, “a menos que las necesidades de la agricultura lo requirieran”.
El segundo artículo mantenía la prohibición de usar estas tierras para pastoreo. Sin embargo, obligaba a sujetarse a lo establecido en el Código Rural que, en su artículo 158, indicaba que los establecimientos de pastoreo existentes en los ejidos debían ser tolerados por 10 años desde la publicación del Código. Si el propietario cercaba sus tierras, no se vería obligado a quitar el pastoreo.
No fue el único artículo que abrió el diálogo entre esta ley y el Código Rural. El último punto de esta ley, autorizaba al Poder Ejecutivo a adquirir o expropiar tierras en los partidos en los que fuera necesario formar su pueblo. También le daba 10 años de plazo para comprar hasta una legua de tierra en los ejidos en los que existía sólo tierra privada y ganadería, a los fines de promover la agricultura. Es decir, en caso de ser necesaria más superficie para quintas y/o chacras, el Estado debía hacerse cargo de comprar los terrenos particulares.
Por otra parte, esta ley reproducía las condiciones de regularización de la propiedad: para convertirse en propietarios, los pobladores con más de 40 años de cultivo o vivienda, no estaban obligados a enseñar títulos de dominio útil o de derecho de uso. Sin embargo, debían presentar testigos y asistir al municipio a reclamar su propiedad por escrito en el plazo de un año.
Esta importante ley dialogaba directamente con las leyes de la década de 1820, en el sentido de fomentar la población y cultivo en espacios reducidos, linderos a las poblaciones; y apareció en un momento tan trascendental como fue el de la extensión del ferrocarril por los campos bonaerenses y la llegada del oleaje espontáneo y masivo de inmigrantes.
Indios, montoneras y colonos en otras provincias
Entre los campos comuneros y las nuevas colonias
La extensa gobernación de Tucumán en la época colonial, y específicamente el territorio que luego conformó la provincia tucumana, fue escenario de los más graves y tempranos ataques contra las comunidades indígenas, que sufrieron desnaturalizaciones y desplazamientos forzosos (a lugares tan lejanos como Córdoba, Santiago del Estero e incluso Buenos Aires) y el trabajo obligado en las encomiendas. Pero las poblaciones indígenas, aún bajo este largo proceso genocida, encontraron estrategias para conservar el arraigo a la tierra.
En buena medida, ello se consiguió a través de largas luchas legales y bajo formas de ocupación que poco tenían que ver con la propiedad privada. De allí, en parte, surgieron formas de latifundio distintas a las que conocemos para el Litoral. Eran formas indivisas de propiedad, que no tenían permisos legales claros, pero sí derechos de posesión prolongada, que llegaron a ser reconocidos por las autoridades coloniales, en general, por medio de mercedes reales.
Estas formas indivisas, en algunos casos llamadas “campos comuneros”, daban derechos colectivos e individuales. Lejos de abarcar solo a comunidades indígenas, también eran usadas por españoles y criollos, incluso siendo importantes estancieros y ganaderos. Las familias evitaban la división de las tierras por herencia, para favorecer el uso compartido de recursos escasos como el agua.
El arraigo a la tierra
Los amaichas fueron una de las comunidades que más resistieron a las desnaturalizaciones y desplazamientos. Utilizaron la estrategia del “doble domicilio”, es decir, hicieron un esfuerzo físico descomunal para volver a sus tierras y no perder sus derechos de ocupación .
Como sucedió en el Litoral, contra estas formas de propiedad se abalanzaron las reformas liberales. Es cierto que las mismas comenzaron a ser aplicadas con las desamortizaciones (enajenaciones) de fines del período colonial y que continuaron, con un éxito relativo, durante las primeras décadas del período independiente. Como hemos visto, la enfiteusis aquí se presentó como una forma ambigua, que permitió a las clases dominantes romper las formas coloniales, pero habilitó a las comunidades indígenas a mantener la ocupación de su territorio.
Pero ahora, las presiones aumentaron. En parte por impulso de grandes propietarios urbanos y rurales. También por las nuevas experiencias de colonización “oficiales”, como las que impulsó el gobierno salteño sobre el río Pilcomayo o el gobierno santiagueño sobre la frontera chaqueña. Pero en cada provincia, las realidades fueron distintas.
En Tucumán, por ejemplo, se desarrolló con el tiempo una importante estructura minifundista, en base a familias labradoras y criadoras de ganado pobres. Podían ser propietarios con títulos, arrendatarios, agregados a estancias, latifundios o meros ocupantes. Las chacras usaban el trabajo familiar. En ocasiones, trabajaban peones a cambio de un jornal o de permitirles la ocupación de tierra.
Comercializaban algún excedente de producción, sin llegar a situaciones de escasez. Se cultivaba tabaco, maíz y trigo. Las modestas actividades agrícolas y ganaderas podían combinarse con alguna producción artesanal propia. También con el conchabo de miembros de la familia en las manufacturas: textiles (en especial, las mujeres), suelas en las curtiembres, carretas para el transporte comercial o en la elaboración de quesos, entre otras producciones.
Con el tiempo, una nueva realidad se fue imponiendo en la provincia. Los precarios trapiches, para la producción de azúcar y aguardiente, se transformaron en ingenios. Estos centros de producción eran abastecidos por los minifundios de caña. También demandaban a las provincias vecinas como Santiago del Estero. De a poco, se fue imponiendo la monoproducción de la agroindustria azucarera, y, como contraparte, la importación de harinas. El negocio del azúcar moldeó a largo plazo la economía provincial.
En Santiago del Estero, el desarrollo de las políticas agrarias y poblamiento dependió fuertemente de las posibilidades de obtener agua. Específicamente, de los dos ríos que cruzan el territorio de noroeste a sureste: el Dulce y el Salado. La ciudad capital estaba asentada sobre el Dulce, siendo la zona con mayor población e inversiones para desarrollar actividades agrícolas y ganaderas. En cambio, el Salado marcó en esta etapa la zona de frontera, sobre la que se avanzó mediante la venta de las tierras públicas desde 1856.
En el período de la organización nacional, la provincia fue gobernada por la familia Taboada, terratenientes de ascendencia noble, que formaron un importante y estable bastión del liberalismo mitrista en el noroeste. Militar y estanciero, Manuel Taboada gobernó entre 1851 y 1857, entre 1862 y 1864 y entre 1867 y 1870.
Una de las iniciativas más importantes de esta época fue el intento de conectar a la provincia con el mercado internacional a través del río Paraná. Para ello, Taboada mandó a explorar la navegabilidad del río Salado y apoyó las iniciativas de empresarios extranjeros como Amadeo Jacques, Thomas Page, la compañía Smith Hermanos y Esteban Rams y Rubert.
Jacques fue nombrado primer agrimensor general de la provincia en 1856 y había firmado convenios con la Confederación. Rams y Rubert recorrió por completo el río Salado en 18 días, con un pequeño vapor y escoltado por milicias provinciales. Con su presencia, a fines de 1863, se iniciaron obras de canalización y desmonte del antiguo cauce del río, en la zona de Matará.
Expediciones oficiales como las de Jacques o de Augusto Bravard llegaron a remontar los ríos hasta Chaco, Tucumán y Salta, evaluando la potencialidad de las tierras, ocupadas o no. Eventualmente, frente a la complejidad de las iniciativas, se promovió la llegada del ferrocarril que, a la larga, impulsó tanto la actividad forestal como la azucarera.
La frustración de la navegabilidad estaba relacionada con el impulso dado a otra actividad: la ganadera y agrícola. Las obras de irrigación le restaron profundidad. Con la creación del Consejo de Irrigación, en la zona occidental, se favoreció la creación de zonas fértiles. La producción se hacía fundamentalmente en estancias cuyos dueños, a diferencia de lo que ocurría en Buenos Aires, estaban presentes. Algunas de estas grandes estancias, de cría de ganado y cultivo de trigo, se encontraban al este, en la zona de Matará, ayudadas, en este caso, por las crecientes del Salado.
La caña de azúcar, el maíz, trigo y frutas, se producían en las tierras fértiles, con destino a la capital santiagueña. Otras producciones agrarias y artesanales se exportaban: suelas, arrobas de lana, fardos de cuero de cabra y lanares, ponchos, jergas (telas gruesas para el uso nocturno), frazadas confeccionadas por tejedoras. Se producía además añil y cochinilla (pigmentos naturales) e inicialmente azúcar y aguardiente. La producción se transportaba en carretas, producidas con la abundante madera local.
En estas estancias, como es de suponer, habitaba una gran cantidad de población no propietaria: peones fijos, jornaleros y criadores, cuyas tareas eran generalmente compensadas con el permiso de ocupación de tierras.
Pero, como adelantamos, el mapa agrario mostraba además la existencia de campos comuneros. Las reformas liberales pretendieron eliminar esta figura, por ejemplo, a través del Código Civil, que los llamó condominios y, con el tiempo, se dividieron en parcelas privadas. Aunque los propios miembros de la familia alcanzaban en ocasiones a mantener la nueva propiedad individual, el avance de la producción forestal, hacia el cambio de siglo, les dio un fuerte golpe. Ello ocurrió, por ejemplo, con las estancias “Ojo de Agua” y “Los Días” a comienzos del siglo XX.
Las tierras de la provincia fronterizas con el Chaco, con extendidas prácticas de ocupación, fueron especialmente problemáticas. Allí todavía mantenían su impronta indómita las poblaciones indígenas chaqueñas. Entre 1855 y 1856, Taboada impulsó distintas expediciones militares de exploración y “entradas” como en los viejos tiempos de la colonia, para “pacificar” a las poblaciones indígenas y dar seguridad a las estancias ganaderas. Urquiza nombró a Taboada como comandante de fronteras y jefe de las tropas sobre el río Salado. Se creó la policía local, las Guardias Nacionales y, en la zona de Matará, se construyeron los fortines Taboada, Taco Punto y Pozo de Beltrán. El cuartel general se instaló en Doña Lorenza.
En esta frontera surgieron experiencias de colonización particulares, de carácter agrícola y militar, como fue el caso de El Bracho. Como sucedía en la frontera norte de Santa Fe, a estos fortines llegaban milicianos con sus familias y eran enviados, como castigo, desertores, “vagos”, “viciosos” y enemigos políticos, lo que incluía a los indígenas derrotados.
Fronteras del Salado: modelo agrícola-militar
Se creó por decreto en 1858, para consolidar la frontera y evitar la migración. Como sucedía con cada fortín, contó con dos leguas cuadradas de campos para pastoreo, a repartir entre los soldados y oficiales, de acuerdo a las jerarquías.
Terrenos de entre 10 y 20 cuadras cuadradas eran para soldados, que además, por única vez, recibían dinero para animales, herramientas y semillas, y una mensualidad para mantener el rancho. Luego de cinco años de vivienda, accedían al título de propiedad.
Para los oficiales de rango medio se duplicaban las cantidades anteriores. Para los coroneles se cuadruplicaba.
El decreto establecía la posibilidad de que algunos pudieran recibir más tierras y ampliar sus establecimientos. Estas colonias producían su propio alimento. A la luz de esta experiencia, se entiende la creación de la Escuela Técnica-Práctica de Agricultura en 1875.
El bastión federal
Al oeste, La Rioja y Catamarca eran las provincias más pobres del país, con Estados sumidos en profundos déficits. Para tener una idea, La Rioja, con una población de 34 mil habitantes en 1855, contaba con seis maestros, seis policías y 22 milicianos en toda la provincia. Sumida en esta pobreza, los conflictos entre federales y liberales se mostraron como luchas entre las masas y caudillos rurales contra “la gente decente” de las urbes, los “dotores” y los grandes hacendados y agricultores de los valles.
La posibilidad de contar con la lealtad de gauchos en las luchas políticas de este tiempo dependió, en buena parte, de las características del acceso y distribución de la tierra en los distintos ecosistemas: los Llanos del este riojano, bastión del federalismo, todavía contaba con tierra disponible para gauchos peones, arrieros y artesanos, muchos de ellos descendientes de africanos. Hacían en sus “pantanos” una agricultura o cría de subsistencia y complementaban sus ingresos como peones o jornaleros en estancias de cría de ganado, pertenecientes a algunos pocos grandes terratenientes, como los Quiroga o a comuneros criadores como los Peñaloza.
Al oeste, en los valles al pie de los Andes, las tierras y el agua ya habían sido acaparados por los grandes hacendados, y existía una diferenciación étnica más clara. Es ejemplificador lo sucedido en el valle de Famatina, donde se producía vino, maíz y trigo, frutos secos y alfalfa, se engordaba ganado y se practicaba la minería. Una clara línea separaba a gauchos, comuneros e indígenas, habitantes de pueblos como Malligasta, Famatina o Vichigasta, de los terratenientes “blancos” de Chilecito o Nonogasta, quienes se habían apropiado en la época colonial de las mejores tierras del valle y la escasa agua.
En esta región, en 1855, entre casi 1400 familias, alrededor del 40% no tenía tierras propias. El pobrerío superaba el 60%, sumando a los considerados propietarios que apenas tenían agua para regar los pequeños huertos que les pertenecían. En 1865, una ley provincial los eximió de pagar impuestos. Por encima, se encontraba un grupo de pequeños labradores con mayores recursos, que llegaban a comercializar algo de su producción.
En general, esta población migraba para trabajar en las medianas y grandes producciones o en la minería, para complementar sus ingresos. En su mayoría indígenas y afrodescendientes, eran muy mal remunerados y solían mantener relaciones de dependencia por deudas con los patrones, producidas por la práctica de venta de cosechas futuras a los terratenientes.
Deudas y tierras
Este tipo de endeudamiento permitió a los “notables” quedarse con tierras de los pobres comuneros. Mediante este mecanismo, por ejemplo, don Juan Gregorio Villafañe, yerno don Diego Catalán, ricos hacendados y comerciantes de la zona de Arauco y Aimogasta, terminaron por comprar las tierras de 13 comuneros, pequeños propietarios del pueblo indio de San Blas de los Sauces entre 1830 y 1847.
Más arriba en la escala, había medianos labradores, con mayores recursos, sobre todo hídricos. Trabajaban para sí y contrataban peones. Eran indígenas o españoles pobres con costumbres de usos compartidos de la tierra y sus recursos. Un latifundio comunero, por ejemplo, podía tener entre 4 o 75 “propietarios”, herederos de una merced originaria.
Finalmente, se encontraban los verdaderos terratenientes de origen “noble”, que tenían más del 50 por ciento de las tierras del valle y controlaban grandes cantidades de agua. Tenían cultivos extensivos y producían harina, que llegaban a sacar de la provincia. Y, por supuesto, formaban un baluarte del Partido Liberal en el valle.
En medio de los conflictos con las montoneras, estos grandes propietarios se quejaban por la pérdida de obediencia y trabajo de estas masas federales de “malos hábitos”. Los conflictos agrarios, por la tierra y por el agua, estaban entretejidos en las luchas políticas. Y ello era algo evidente, como lo explicaba Sarmiento en su biografía ficcional del “Chacho”. Escribió entonces que la reducción de indígenas en tierras yermas y secas, en las cuales no pueden satisfacer sus necesidades, eran “causas de tan lejano origen, [a las que se debe] el eterno alzamiento…”.
La lucha por el agua
El agua fue siempre tan importante como la tierra. En 1864, el pobre labrador José Luis Moreta fue denunciado ante la justicia de paz por el gran hacendado don Vicente Gómez. Lo acusó por “el robo constante del agua”. La justicia obligó al pobre a dejar de irrigar su huerto. Ello limitaba su supervivencia y autonomía. Algo similar sucedía con los recursos minerales. Estas élites acaparaban además los cargos públicos, manejaban la justicia, la recaudación de impuestos y eran los reclutadores de gauchos para las milicias.
La colonización por el Bermejo
En Salta existió también una combinación dispar entre agricultura tradicional y ganadería. Como en la época colonial, la ganadería era más importante y se orientaba a abastecer las producciones extractivas y comerciales bolivianas y chilenas. Con el tiempo, siguiendo a Tucumán, la agricultura fue avasallada por el monocultivo azucarero.
Al oriente, al norte y al sur de la provincia, las tierras fronterizas fueron enajenadas por el Estado a los fines de garantizar la población y producción, y también como medio de obtener recursos fiscales. Se donaron tierras como premio militar y gratuitamente, como forma de retribuir servicios para poblar. Los grandes comerciantes y ganaderos salteños con actividades diversificadas entre el comercio, la cría y el engorde de ganado y la producción de azúcar y aguardiente, obtuvieron la propiedad de las mejores tierras.
El sur salteño compartía con el noroeste tucumano los valles calchaquíes. Durante la época colonial, avanzaron sobre esta región los fortines y las misiones españolas. Las comunidades indígenas trabajaban para los propietarios “decentes” de estancias ganaderas y haciendas azucareras. Unas pocas familias poseían las mejores tierras, dominando a los pequeños criadores de ganado con o sin propiedad. Una situación similar se encontraba en las Yungas, al oeste de la ciudad salteña.
En esta provincia, el intento colonizador fue importante. La primera ley de tierras públicas del período republicano se sancionó en 1836. En la época de la Confederación, se formó una empresa de colonización, la Sociedad Salteña, para explorar el oriente, a lo largo del río Bermejo. Aunque esta compañía no tuvo éxito, con el tiempo se adjudicaron tierras para crear colonias de inmigrantes en ambas márgenes del río.
En 1856, una nueva ley de tierras limitaba la entrega en merced gratuita. Al año siguiente, se crearon algunas colonias, como San Felipe y Santiago, con una merced que permitió a 150 personas organizarse en alrededor de 10 mil hectáreas. Pero como el terreno estaba en disputa con los frailes franciscanos, el gobierno movilizó la colonia a otro predio.
Tres años más tarde, en 1859, se reconoció la propiedad de la tierra en la zona de Orán a comunidades indígenas chaqueñas. Pero debían someterse a las leyes y autoridades de la provincia, bajo la dirección de sacerdotes misioneros. El gobierno envió una milicia armada para reducirlos y “pacificar” la zona. Se les debía entregar solares y herramientas. Si los empleaban, los vecinos estaban obligados a pagarles salarios. Pero el proyecto no tuvo éxito.
Este desarrollo se dio bajo el dominio unitario y liberal, consolidado por la victoria de Mitre a nivel nacional. En 1863, bajo la gobernación de Juan Nepomuceno Uriburu, una ley prohibió la enajenación de tierras públicas a título gratuito o de merced, excepto para la fundación de colonias agrícolas.
En este sentido, uno de los más importantes hitos fue la creación de la colonia Rivadavia, en el cauce del río Bermejito, concedida al empresario comercial y naval Natalio Roldán. Más de media centena de colonos recibieron como mercedes un solar para casa y una chacra en el pueblo, además de un terreno para estancia. Esta región presentaba condiciones ecológicas que sólo permitían la ganadería extensiva y la explotación forestal. Situada al borde del Chaco, debió convivir con las misiones religiosas que buscaban reducir y cristianizar a las poblaciones wichí (“matacos”).
Colonización y violencia extrema
A lo largo de la década de 1860, se produjeron distintas masacres. De las 4 mil familias wichí que habitaban la zona, 3 mil huyeron o fueron aniquiladas. Las masacres tuvieron respuesta. En 1863, se formó una coalición indígena que atacó el departamento de Colonia Rivadavia. El gobierno movilizó a la Guardia Nacional. En la década siguiente, fue enviada una expedición militar nacional. De acuerdo a las palabras del jefe de la expedición militar, los indígenas se transformaron en “mano de obra barata”.
A fines de la década de 1860, asumió como gobernador el empresario Sixto Ovejero, importante hacendado y heredero del Ingenio Ledesma, fundado en Jujuy hacia 1830. Seguidor de Mitre pero opositor a Sarmiento, fue un tenaz combatiente contra las fuerzas federales. Durante su gobernación, se avanzó en la colonización de las tierras del norte salteño, próximas a Jujuy y a Bolivia.
En 1867, en cercanías del río Pilcomayo, soldados que habían servido en los fortines de frontera recibieron tierras de forma gratuita. Por momentos selvática, la región presentaba condiciones para la ganadería y la agricultura. Una mayoría de fundos pequeños destinados a actividades de subsistencia, se mezclaron con propiedades medianas que producían excedentes para el mercado y haciendas que concentraron grandes extensiones de tierra y recursos. A fines del siglo XIX, se desplegó en esta región la industria tabacalera y azucarera, bajo el dominio de grandes empresas, cuyo mayor exponente fue el ingenio azucarero de Robustiano Patrón Costas, San Martín del Tabacal.
Ello fue expresión de una acelerada ocupación de tierras que demandaba nuevas reglas. En 1873, se establecieron normas para regular la enajenación de tierras públicas, como la denuncia, mensura, tasación y venta en subasta.
Una década después, en 1884, se ordenó que esas ventas se harían por lotes de hasta 225 kilómetros cuadrados (22,5 mil hectáreas). Al mismo tiempo, se declaraban propiedad de la provincia las tierras entregadas en merced a cesionarios que no hubieran cumplido con la condición de ocuparlas. En 1889, otra ley debió reiterar estos principios.
En esta época, en que las redes ferroviarias iban a extenderse, incentivando el comercio y la producción azucarera, se clasificaba la tierra de acuerdo a los siguientes criterios: se consideró latifundio con riego a toda posesión de 20 mil hectáreas o más; gran propiedad para ganadería de monte a toda posesión de entre 6 mil y 20 mil hectáreas; la propiedad mediana, a toda tierra de entre mil y 6 mil hectáreas; y pequeña propiedad aquella que tuviera menos de mil hectáreas.
En Jujuy, el oriente dedicado a la ganadería y a la actividad azucarera siguió el patrón recién descrito para el noreste salteño. Del otro lado, en la región de la Puna, la batalla por la tierra librada por las clases dominantes se orientó a desarmar el régimen de enfiteusis, que era aprovechado por las comunidades indígenas para preservar la posesión de tierras comunitarias. Profundizaremos en ello en el Cuaderno 4.
Disciplinar el mundo rural
En aquel tiempo, se crearon las modernas policías locales y dictaron leyes represivas para el ámbito rural. El Reglamento de Policía de Tucumán se creó por Ley N° 418 en 1856. Contenía, por ejemplo, un capítulo denominado “Del servicio jornalero”. Como lo hizo el Código Rural bonaerense poco después, criminalizó y persiguió a “vagos y malentretenidos”, aunque no les daba destino militar, sino que se los forzaba a trabajar en haciendas.
Ferrocarril y colonización mediterránea
En Córdoba, el dominio federal se mantuvo hasta mediados de la década de 1850. Desde entonces y durante dos décadas, salvo una brevísima interrupción en 1861, Córdoba fue gobernada por unitarios, liberales y nacionalistas. Por entonces, su carácter mediterráneo y fronterizo, hizo prevalecer el dominio fiscal sobre la tierra. Durante este tiempo, apenas se intentó algún ordenamiento territorial. Se priorizó la liquidación de tenencias comunes y pueblos de indios y la venta de tierra pública por motivos fiscales.
Roque Ferreyra, gran comerciante provincial, gobernó en dos períodos, entre 1855-1858 y 1863-1866. Liberal mitrista, impulsó un reordenamiento territorial, buscando poblar las zonas más allá del viejo asentamiento colonial. Pero no promovió la experiencia de colonización como en el Litoral.
Durante su gobierno, como en el resto de las provincias, los nuevos tiempos se abrieron poniendo fin al régimen de enfiteusis, que pesaba sobre las tierras ejidales. Así, en junio de 1856, se suspendió dicho régimen y en septiembre fue absorbido por el régimen municipal. Con esta orientación, el 9 de julio de 1857, la ciudad comenzó a administrar sus propios recursos, entre ellos, aquellas rentas enfitéuticas.
Mariano Fragueiro fue otro de estos gobernadores (1858-1860). Comerciante, empresario minero y unitario, participante de la experiencia rivadaviana, era promotor del rol estatal en la economía y no renegaba las ideas del socialismo utópico. En relación a las comunidades indígenas, propuso mantener un trato pacífico e integrarlos a las nuevas relaciones de trabajo, sin reconocerles soberanía sobre el territorio, de acuerdo al precepto constitucional. Por entonces, ya se había iniciado el proceso de venta de tierras en la provincia, con muy malos resultados.
En 1862, en medio de un fuerte período de inestabilidad política, se dictó la primera ley orgánica de tierras de la provincia, para delimitar la tierra fiscal, terminar con las antiguas formas de ocupación y unificar los criterios de propiedad. El objetivo central era obtener recursos fiscales. Esta ley obligó a deslindar, amojonar e inscribir las propiedades en un registro especial; suprimió la denuncia de tierras, considerada una forma antigua de acceso; y dispuso para la venta de tierra fiscal un límite máximo: alrededor de 10 mil hectáreas. Tan importante fue el ingreso fiscal que generó que, a partir de 1863, fue considerado recurso extraordinario en el presupuesto.
En paralelo se avanzó con el registro topográfico e identificación de propietarios, también con fines recaudatorios. En 1864 y 1865, a través de distintos decretos, el gobierno presentó las tierras disponibles en la vidriera porteña. Necesitado de fondos para financiar la guerra contra el Paraguay, la misma ley entregó además tierras a soldados y oficiales. Todavía en el siglo XX, quienes probaban haber luchado podían acceder a un premio.
Entre 1868 y 1869, luego de una severa crisis económica, se anunció la venta de tierras públicas “hasta cubrir el déficit fiscal”. Una ley de entonces permitió incluirlas en operaciones de crédito.
Un negoción en Marcos Juárez
En esta rica zona cercana a la provincia de Santa Fe, antiguo departamento de Unión, se vendieron en este tiempo más de 60 mil hectáreas. Tres propietarios (D.S. Gowland, S. Mendoza y D.L. Funes) las compraron a bajo precio. Sabían que pronto pasaría el Ferrocarril Central Argentino. Fueron muchos los inversionistas de peso que hicieron lo mismo. La cuestión es que, para construir la traza ferroviaria, le fueron expropiadas parte de estas tierras, que se cedieron a la compañía del ferrocarril. Recibieron muy buen precio u otras propiedades. La prensa inglesa alentaba esta especulación, comentando el negocio que hacían ciudadanos ingleses con la compra y venta de terrenos en Fraile Muerto (hoy, Bell Ville).
Fue entonces cuando comenzó la colonización mediterránea, con ventajosas condiciones de acceso a la tierra para extranjeros y grandes empresas. Se pretendía recortar la ventaja que habían tomado las provincias del Litoral. Por ley del 5 de octubre de 1871, se establecieron medidas y condiciones para la colonización, explicitando que “tantos los solares de los pueblos como las suertes de chacra, serán distribuidas grátis á los colonos que las soliciten sin más condición que la de poblarlos y cultivarlos”. Se ponía como condición importante que solo después de tres años de ocupación continua, podrían desprenderse de los terrenos. El gobierno facilitaba, como anticipo, dos bueyes, una vaca, dos caballos, madera para la construcción de habitaciones y semillas necesarias, que se pagarían por descuentos de un cuarto de la producción después de los dos primeros años. Ningún colono podría ausentarse de la colonia sin saldar la deuda con el gobierno.
Presión sobre la frontera sur
Al sur de la provincia, donde estaban las tierras más fértiles, las fronteras eran todavía inestables. Vivían allí pueblos “pampas” (ranqueles), todavía no sometidos. Tiempo atrás, se había establecido una de las líneas de fuertes más importantes del dominio español, la de Río Cuarto. De antigua ocupación taluhet y comechingona, esta región había sido dominada por el poder religioso. El Convento de Santa Catalina tuvo allí su enorme latifundio, que luego se repartió. Nació así la villa de Río Cuarto, que recién se abrió a la colonización extranjera a partir de 1880.
Entonces, solo existía una colonia. Se encontraba en la zona de Tortugas, en la frontera santafesina (hoy Santa Fe). La había fundado en sus propias tierras la compañía del Ferrocarril Central Argentino. En el trayecto ferroviario entre Rosario y Tortugas, en Santa Fe, la misma empresa había fundado otras colonias: Bernstadt (que significa ciudad de Berna y hoy es Roldán), Carcarañá y Cañada de Gómez.
En Bernstadt la tierra se entregaba en concesión, con condiciones para la compra, o en arriendo. Tortugas, por su parte, tenía algo de monte, buenas aguadas y pastos, una casa de azotea y cuatro o cinco ranchos. Aquí, la propiedad fue entregada como donación. Pero a cambio, por el título, se pagaba un derecho de cinco pesos fuertes, para formar un fondo común de educación. Por cada familia inmigrante, el gobierno destinó 100 pesos fuertes en semillas y medios de trabajo para la labranza.
La anulación del régimen enfitéutico en la provincia sobrevino luego de sancionado el Código Civil en 1869 que, como comentamos, lo prohibió. Una ordenanza de septiembre de 1874, reiterada en 1882, obligaba a los tenedores de ejidos enfitéuticos a comprarlos o a perderlos. Así, se expandió la población de la ciudad de Córdoba más allá de la traza urbana originaria.
Paralelamente, el gobierno provincial volvió a exponer sus tierras en el mercado de Buenos Aires. Eran extensiones mayores a las 200 mil hectáreas. Las ventas se hicieron de forma privada y luego se legalizaron como ventas por remate. Uno de los compradores fue Nicolás Avellaneda, quien, como veremos en el Cuaderno 4, cuando asumió la presidencia de la Nación promovió la colonización con inmigrantes a escala nacional. Por entonces, de 200 mil habitantes rurales, sólo 4500 eran propietarios.
Como decíamos, el proceso tendió a desarmar las tierras comunes. Ello incluyó a capellanías, pueblos de indios y latifundios indivisos. Un caso ejemplar fue el latifundio indiviso de la familia Arrascaeta. En 1766, en compensación por sus servicios militares, Miguel de Arrascaeta obtuvo una merced real por medio millón de hectáreas en la rica zona pampeana de Córdoba. Buena parte de sus derechos pasaron a sus descendientes. Otros fueron comprados por el “vecino” Ambrosio Funes. Un siglo más tarde, el campo común se desarmó, mediante la venta en remate. Pero los mismos familiares transformaron esta tenencia en propiedad privada.
Por otro lado, las capellanías se liquidaron entre 1860 y comienzos del siglo XX, mientras que el desarme de los pueblos de indios se produjo en la década de 1880. Similar a lo sucedido en el noroeste, se atacaron los derechos indígenas obtenidos en tiempos coloniales, al declarar y ejecutar la expropiación “por razón de utilidad pública” de sus tierras y desconocer su “personería en comunidad”. Ello sucedió por una ley provincial de expropiación de 1881 y su modificatoria de 1885, que dieron lugar a posteriores operaciones de mensura y delineación, subdivisión, reparto y venta de lotes.
Tierra huarpe y predominio de la vid
En el Cuaderno 2 hicimos referencia a políticas de desarrollo agrícola y a las disputas por las tierras en la región de Cuyo. Nos detuvimos especialmente en la extensa región que conforma el desierto de Encon y las lagunas de Guanacache, histórico territorio huarpe, que abarca el norte mendocino, el oriente sanjuanino, los llanos del sur riojano y el oeste puntano. En los tiempos de la organización nacional que vemos aquí, el avance liberal volvió a presionar sobre las posesiones inmemoriales indígenas, que habían sido reconocidas mediante mercedes reales, negociaciones políticas y tribunales en la época colonial e independiente.
En la localidad de Villa Fértil, al noreste de San Juan, límite con La Rioja, los indígenas se habían rebelado junto a los de Mogna y Río Bermejo en tiempos del gran alzamiento calchaquí, entre 1630 y 1633. Derrotados, sus tierras fueron cedidas a los españoles. En algunos casos, estas poblaciones sobrevivieron como “pueblos de indios” (como en las lagunas o en Mogna). En otras ocasiones, lo hicieron dentro de “villas de españoles” (como Corocorto, Valle Fértil y Jáchal). Obtuvieron solares, herramientas de labranza y el reconocimiento de sus autoridades. Pero el conflicto regresaba, toda vez que los españoles ampliaban sus denuncias sobre grandes extensiones de tierras comunes, mediante el mecanismo de moderada composición. Los laguneros apelaron a la “justa prescripción”, demostrando una ocupación “inmemorial”. Así, conservaron parte de sus derechos e identidad hasta bien entrado el siglo XIX.
Archivos y luchas
En 1713, el cacique Diego Sayanca logró el reconocimiento del derecho a parte de estas tierras, mediante merced real. El documento que lo avaló fue conservado y presentado por sus descendientes, herederos y apoderados, cada vez que se suscitaron conflictos.
Algunos de ellos tuvieron lugar a mediados del siglo XVIII, con el hacendado don Domingo Molina, que finalizó con la fundación de Jáchal, o poco después con el comerciante Joseph Villacorta.
Aunque los derechos comuneros no desaparecieron, cada resolución impactó de forma negativa sobre las identidades indígenas. Pese a todo, a comienzos del siglo XIX, estos pueblos seguían de pie, defendían su autoridad cacical y el derecho a tierras, montes y aguadas.
Los documentos son conservados como tesoros, incluso hoy en día. Ello sucede también en Colalao y Amaicha (Tucumán), San Marcos (Córdoba) o Aimogasta (La Rioja). En este último caso, el cacique José Francisco Chumbita, en 1803, bajó con sus papeles y razones hasta Buenos Aires a reclamar directamente al virrey del Pino que se hiciera justicia.
Otro de los litigios se dio en las Lagunas de Guanacache, al sur del Valle Fértil, esta vez contra el intento de ocupación de la familia mendocina Segura. En 1834, los laguneros obtuvieron reconocimiento de su posesión inmemorial y compensación por las usurpaciones.
Como La Rioja, durante el rosismo y la década de la Confederación, la región fue bastión del federalismo. En San Juan, la principal figura fue Nazario Benavídez, originalmente arriero y luego caudillo, que batalló junto a Facundo Quiroga y participó en la campaña contra los indígenas del sur en 1833.
Benavídez fue gobernador de manera intermitente durante dos décadas, en las cuales combatió al “Chacho” Peñaloza y a Felipe Ibarra en los años 30 y 40, cuando éstos acordaron con los unitarios combatir a Rosas. Benavídez los derrotó y les concedió indultos. Luego, también se opuso a Urquiza y rechazó las tentaciones unitarias. Cuando lo derrocaron, fue repuesto en el gobierno por el presidente de la Confederación y por Peñaloza, su antiguo adversario.
Como Quiroga en 1835, Benavídez fue asesinado en 1858. El instigador de su muerte fue Sarmiento. El hecho detonó las luchas entre la Confederación y Buenos Aires y las primeras montoneras de este tiempo. En los siguientes cuatro años, hasta 1862, se sucedieron diez gobernadores. Entre ellos, el propio Sarmiento.
Luego de la batalla de Pavón (1861), el levantamiento del “Chacho” Peñaloza aglutinó demandas de los jefes indígenas, como los Chapanay y los Chumbita, entre otros. Su zona de influencia eran aquellos viejos campos comuneros huarpes, refugio para la guerra de policía que se recrudeció en la zona, ordenada por Mitre desde la presidencia y que Samiento ejecutó sin tregua, persiguiendo al “Chacho”.
Sarmiento gobernó la provincia entre 1862 y 1864. Con él, se impuso una impronta agrícola, para terminar con la “barbarie” del “desierto”. Anteriormente, había logrado que se avanzara con algunas ideas traídas de Chile, como la formación de una Quinta Modelo y Escuela de Agricultura, como artefacto educativo, social y productivo para desarrollar la industria agrícola. Estas experiencias tenían objetivos agrarios, educativos y disciplinarios: contaba con una escuela normal, un hospicio de huérfanos y un reformatorio de niños “delincuentes” o “vagos”. Estas iniciativas contaban con el protagonismo del “maestro agricultor”.
Sarmiento, la Iglesia y los indígenas
La iniciativa agrícola sarmientina fue protestada por la Iglesia. Es que su financiamiento se generaba mediante la confiscación de una capellanía. Estas luchas tenían historia: unitarios y federales, herejes y cristianos, Buenos Aires y las provincias.
Entre el gauchaje, se pensaba como enemigos a masones, protestantes, herejes y agricultores extranjeros. Una expresión de este conflicto se vio en la rebelión contra Oroño en Santa Fe de 1868, que incluyó el levantamiento indígena de San Jerónimo del Sauce, que comentamos previamente.
Algo similar ocurrió en la conocida masacre de Tandil de 1872, a la que nos referimos en el Cuaderno 4.
A Sarmiento lo sucedieron en la gobernación otros viejos unitarios, algunos mitristas, otros nacionalistas y luego roquistas, que se hicieron oposición unos a otros. Entre 1864 y 1867, el comerciante Camilo Rojo buscó juntar estadísticas oficiales sobre población y agricultura para desarrollar obras de riego. Una década más tarde, el gobierno estuvo a cargo de Rosauro Doncel, empresario vitivinícola, que mantuvo amistosas relaciones con Sarmiento y formó parte de la experiencia roquista.
En este tiempo, Mendoza se dedicaba al comercio ganadero con Chile y desarrollaba de forma subordinada una agricultura de alfalfares para el engorde del ganado de transporte, más algunos cereales y viñedos, en una importante superficie de valles de 80 mil hectáreas. En ese tiempo, se expandió el trigo y la molinería para producir harina, hasta que fue reemplazada por la agroindustria vitivinícola.
Como en San Juan, los federales dominaron la política provincial hasta la década de 1860. Entre ellos, se encontraron el varias veces gobernador Pedro Segura y Juan Moyano (1856-1859), ambos ganaderos y agricultores vitivinícolas y de alfalfares. La familia Segura, como mencionamos, presionaba sobre las tierras de las comunidades laguneras huarpes. En esta región del norte y centro-este de Mendoza se fue formando la propiedad privada por ventas de tierras hechas por los reales y supuestos herederos y descendientes del ya mencionado cacique Sayanca.
En la década de 1860, impulsado por Sarmiento, Luis Molinas (hijo del líder federal Pedro Molina) inauguró la era de gobiernos liberales y nacionalistas (1862-1863). Molinas impulsó tres invasiones a la zona de las Lagunas, con tropas de infantería y caballería. Produjeron asesinatos y secuestros de “chinitas para regalar” y de muchachos para el servicio doméstico. También, robaron el ganado. Se aducía el combate contras las montoneras, pero no dejaba de ser una violenta ocupación sobre un territorio con amplias aguadas. El propio Molina las quería para él desde tiempo atrás. Las había denunciado legalmente como suyas, al igual que otros hacendados de la zona.
Como comentamos en el Cuaderno 2, las divisiones entre unitarios y federales no se tradujeron de forma directa en políticas de tierra favorables o desfavorables para los huarpes. Ni todos los terratenientes que presionaban sobre estas tierras estaban en uno u otro partido político. Algunos simplemente oscilaban, esperando el momento adecuado para avanzar legalmente y/o por la fuerza.
El hacendado, empresario vitivinícola y dueño de un molino harinero, Carlos González, gobernó entre 1863 y 1866. Con él se inició una agresiva política fiscal, que incluso creó impuestos sobre la tierra inculta, de acuerdo a la información producida por comisiones ad hoc. La presión fiscal, en este contexto, fue una forma de perseguir enemigos y condicionar aliados, incluidos en nóminas de “Ocultación Territorial”. También buscó generar información y estadísticas, de las cuales se desprendió que en la disputada zona de las Lagunas, se traficaba y engordaba ganado de todo tipo, en buena medida con destino a Chile.
La sociedad huarpe
Medianos criadores y pequeños pastores, plantadores de forraje, peones, arrieros y baqueanos, artesanos, pescadores, recolectores y cazadores, daban vida a la producción lagunera. La de los huarpes era toda una economía basada en la “algarroba, patay, aloja, cordobanes, quesos, cigarreras, tiradores plateras, cestillos, canastos, esteras, balsas de totora, botas de potro, sombreros de paja, alforjas de lana, recados de cuero y simbol, chifles de cuernos de vaca, piezas de tejido llamado picote, finalmente redes para pescar y boleadoras para cazar”.
Luego de las últimas rebeliones federales, en 1867, se inauguró la era de la familia Villanueva, que tenían peso nacional. Nicolás gobernó entre 1867 y 1869 y Arístides lo hizo entre 1870 y 1873. Le sucedió el liberal y miembro del Partido Autonomista Nacional (PAN), Francisco Civit, quien, como empresario viñatero, se preocupó por extender los canales de riego.
Fue entonces cuando la economía mendocina se orientó definitivamente hacia la agroindustria vitivinícola, casi de forma similar al modo en que Tucumán se orientó al azúcar. Un pequeño grupo de grandes hacendados y comerciantes eran grandes propietarios y dominaban esta economía.
Esta reconversión se hizo bajo el amparo del estado provincial, que eximió de impuestos a los nuevos viñedos y promovió la incorporación de inmigrantes para desarrollar cultivos. La próxima llegada del ferrocarril y la formación de recursos humanos a través de la Escuela Nacional de Agricultura, fueron también iniciativas estatales.
El Estado además promovió la incorporación de pequeños productores viñateros a esta nueva economía, a través del libre flujo de mano de obra. Nicolás Villanueva eliminó la obligatoriedad de la papeleta de conchabo, generó políticas de ahorro y capitalización y de crédito institucional, con los bancos de Mendoza, Nacional e Hipotecario. En la década de 1880, el vino mendocino se distribuía a varias provincias e incluso pasó a ser un producto de exportación.
Subordinada, quedaba la economía de pequeños propietarios o arrendatarios, productores de alfalfa y/o criadores de ganado.
Las rebeliones antiliberales
La victoria de Buenos Aires sobre la Confederación en Pavón (1861) significó el avance del liberalismo en todo el país. Las disputas por las tierras fueron clave, en tiempos de reconversión productiva. Ello y los impactos de la Guerra del Paraguay (1864-1870) detonaron el descontento popular. Las rebeliones no se hicieron esperar. La represión del gobierno nacional tampoco. Y fue feroz, con incursiones, ejecuciones, detenciones masivas de mujeres y niños, confiscación de ganados y cosechas, quemas de corrales, casas y campos sembrados.
Las montoneras federales estallaron en diferentes provincias del país en varias oportunidades, pero puntualmente en dos momentos claves del avance liberal. En 1862 y 1863, encabezadas por el “Chacho” Peñaloza, se produjeron dos levantamientos masivos que alcanzaron a San Luis, San Juan, La Rioja y parte de Córdoba. Se llegó a acuerdos con el gobierno nacional, que fueron violados, generando sucesivas reacciones. En soledad y sin el apoyo de Urquiza, “Chacho” fue derrotado, asesinado y desmembrado en 1863. En 1866 y 1867, reemergió la insurgencia. Primero, como “Rebelión de los Colorados” en Cuyo. Luego, articulada bajo la última rebelión federal comandada por Felipe Varela.
En ambos casos, se trató de insurrecciones plebeyas y de carácter rural, compuestas por gauchos, que desde tiempo atrás eran estigmatizados por las elites como bandidos, pobres, ignorantes, vagos y malentretenidos. El gaucho era el habitante pobre del campo, que podía tener un origen criollo, indígena o esclavo. En el contexto de los conflictos políticos entre federales y unitarios, al gaucho se lo criminalizó como montonero, rebelde frente a las autoridades. Para el período que trata este Cuaderno 3, esta rebeldía era descrita con precisión: el gaucho montonero -o el indio montonero- estaba alzado contra la autoridad nacional, es decir, contra los liberales, viejos unitarios.
Las montoneras incorporaban a los perdedores de las reformas agrarias liberales: ocupantes de tierras baldías, usufructuarios de montes y aguadas comunes, cazadores de animales silvestres y ganado cimarrón, labradores, arrieros, criadores y artesanos. Muchos eran jóvenes veinteañeros, casados y solteros, reclutados mediante levas para combatir en Paraguay o en las fronteras con los indígenas. La gran mayoría tenía ocupación y era considerado “honrado”.
Las montoneras se organizaron justamente en rechazo a las levas forzosas y en defensa de las tierras y recursos. El gobierno nacional impuso en las provincias a gobernadores aliados, que llevaron adelante “campañas de pacificación” y “guerras de policía”, convirtiendo en criminales a los adversarios políticos. Como señalamos, fue el momento en que Luis Molinas invadió las Lagunas de Guanachache. Siguiendo esa línea, al frente de San Juan, Sarmiento pidió a Mitre:
¿Por qué no me da el mando de uno de los regimientos de línea, que ha quedado vacante después de tanta vergüenza? No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país.
Su promesa se cumplió, ferozmente, en 1863. Las tropas enviadas para “pacificar” Cuyo y los Llanos riojanos, capturaron a Peñaloza en el pueblo de Olta, lo mataron a lanzazos y luego expusieron su cabeza degollada para escarmentar y disciplinar al pueblo. Cuando Sarmiento informó a Mitre sobre los hechos, comentó:
No sé lo que pensarán de la ejecución del Chacho. Yo inspirado por el sentimiento de los hombres pacíficos y honrados aquí he aplaudido la medida, precisamente por su forma. Sin cortarle la cabeza a aquel inveterado pícaro y ponerla a la expectación, las chusmas no se habrían aquietado en seis meses. Los ejércitos harán paz, pero la tranquilidad no se restablecería, porque a nadie se le puede inspirar confianza de que no principie la guerra cuando le plazca al Chacho invadir las provincias vecinas. (…) El derecho no rige sino con los que lo respetan, los demás están fuera de la ley.
Pero el propio Mitre, quien había impulsado las guerras de policía, aseguró que, como prisionero, Peñaloza debió haber sido llevado ante la justicia bajo las garantías aseguradas por la Constitución.
Desde otro lado, José Hernández, quien todavía no era el autor del Martín Fierro, comentó:
Pocos habrá, quizás, que conozcan una existencia extraordinaria, ese caudillo valiente, generoso y caballeresco, que ha sido actor en las escenas más notables del drama de nuestras luchas civiles y a quien sus perversos, enemigos han pintado como el tipo de la ferocidad y encarnación del crimen. Peñaloza, puede decirse muy bien, que ha sido durante su azarosa vida: una propiedad de la Patria y de sus amigos.
Federales y constitucionalistas
Estas montoneras eran portadoras de la tradición política federalista y republicana. Llamaron a defender a la Confederación y su Constitución. Por ello, se los llamó “constitucionalistas”.
En 1864, cumpliendo sus compromisos con Brasil e Inglaterra, Mitre metió al país en una costosa e injusta guerra contra Paraguay. Este país representaba todo lo que el liberalismo aborrecía. Era ejemplo de estatalismo, proteccionismo, subdivisión y control estatal de la tierra y desarrollo de la industria nacional. Esta guerra, cuyos gastos perdidos en deudas externas le hubieran permitido al país construir la mitad de sus ferrocarriles estratégicos, fue la última etapa de la guerra del liberalismo porteño contra el interior.
El costoso ingreso del país a este conflicto, con sus levas y enganches, despertó la protesta en las provincias. En 1866, el gauchaje se levantó en armas. Este nuevo levantamiento anti-liberal fue conocido como la “Revolución de los Colorados”. En San Juan y Mendoza, fue encabezado por Juan de Dios Videla y Carlos Rodríguez. Ambos gobernaron las provincias por unos meses, hasta que la rebelión fue sofocada por las tropas nacionales. De inmediato, el caudillo catamarqueño Felipe Varela, de vieja tradición federal, rearticuló la rebelión, proclamando desde Jachal la unidad americana y portando una bandera que rezaba: “Federación o Muerte”. Denunciaba las “cincuenta mil víctimas inmoladas sin causa justificable”.
Las rebeliones federales continuaron hasta 1870, extendidas en varias provincias. Pero fueron derrotadas y el credo liberal se impuso en todo el campo político argentino. El resultado fue la transferencia de las tierras de los pastores libres a los grandes potentados y su transformación en peones o aparceros miserables. Si los laguneros huarpes pudieron sostener cierto poder territorial, fue a costa de subordinarse al gobierno mendocino, en el marco de las luchas fronterizas entre las provincias y la rapacidad de los terratenientes y milicias de San Juan.
El Batallón Lagunero de Santos Guayama
Los laguneros huarpes tuvieron gran protagonismo en estas segundas insurrecciones. Liderados por Santos Guayama, participaron de las tomas de tres capitales, San Juan, Salta y La Rioja, y de pueblos como Chilecito, Jáchal y Caucete. El “Batallón Lagunero”, como se lo conoció, hizo movimientos de guerrilla y asaltos de haciendas y puestos fronterizos.
Como señalamos, Sarmiento reconoció estas “venganzas indias”. En distintas coyunturas, Guayama estableció acuerdos con los liberales, incluso con los mitristas, pero nunca con Sarmiento, su máximo enemigo.
En 1879, este batallón fue derrotado y Guayama, asesinado. Tenía 39 años. La persecución fue feroz. Muchos laguneros, incluidos los Guayama, cambiaron sus apellidos indígenas por otros españoles, para salvarse. Sus tierras fueron ocupadas y sus haciendas robadas. El gran propietario sanjuanino José María Torres fue denunciado por esta violencia.
Aún hoy, Guayama es recordado como un héroe indígena. Su retrato político incluye su evocación como una especie de Robin Hood. Su alma es considerada milagrosa.
José Hernández, el narrador de los sufrimientos del “gaucho matrero”, reclamó entonces el reemplazo de los métodos de lucha armada por las institucionales. Al Estado nacional y a las élites políticas, les pidió asumir las ideas liberales, democráticas e innovadoras, para abrir el camino de un “progreso indefinido”. Poco después, una de las últimas montoneras, en nombre del caudillo entrerriano López Jordan, asesinó a Urquiza. Lo acusaban de traicionar los ideales federales.
Por entonces, Mitre, desplazado del liderazgo político liberal, encabezó una insurrección contra el nuevo gobierno nacional de Nicolás Avellaneda. El Estado nacional aplastó también esta rebelión y se preparó para avanzar violentamente sobre los territorios indómitos de la Patagonia y el Chaco.
La colonización desbordada y el negocio de la tierra
Entre la colonización dirigida y la espontánea
Luego de las primeras experiencias colonizadoras, la inmigración comenzó a crecer sostenidamente. Hombres solos o familias enteras llegaban para asentarse en distintos puntos del país, para transformarse, en poco tiempo, en labradores propietarios o para arrendar la tierra, invertir en la producción, hacer buenas ganancias y regresar a Europa.
En 1872, al realizar un balance de este proceso, el inspector nacional de la Comisión Central de Inmigración, Guillermo Wilcken, contabilizó 31 colonias creadas, la gran mayoría de ellas en Santa Fe, con una población de poco más de 3 mil familias. Cerca del 85 por ciento eran europeos: suizos, italianos, alemanes y franceses. Apenas una décima eran pobladores locales.
El inspector observó problemas vinculados al acceso y subdivisión de la tierra, la falta de crédito e infraestructura de transporte, de acceso a los mercados de consumo y de una política de premios para estimular la productividad y la diversificación, más allá del trigo y el maíz. Esta política, decía, podía desarrollarse desde el Departamento de Agricultura, “haciendo práctica la prescripción constitucional de poblar el país.”
Sin embargo, se mostraba optimista. Aseguraba que los colonos se habían convertido en “ciudadanos arjentinos, propietarios adheridos al suelo del país”. Destacaba que las colonias habían desarrollado algunas industrias y que los medios de trabajo producidos localmente eran preferidos frente a los extranjeros, por su solidez y precio. En particular, mencionaba el arado de Tabering fabricado en Esperanza, así llamado en alusión al apellido del maestro herrero creador.
Augurando prosperidad, en su llamado a los gobiernos nacional y provinciales, aseguraba:
Los grandes fundamentos para la colonización están hechados –el terreno preparado, los ensayos hechos, los resultados conocidos. Si á la publicación del presente trabajo, puede la Comisión agregar la de las leyes nuevas y medidas que tiendan á llenar el objeto de la colonización, muy pronto una inmigración espontánea compuesta de familias agricultoras, será el resultado obligado, facilitado por las diversas líneas de vapores que, se multiplican para el Río de la Plata.
Pese a las diferentes experiencias y momentos que existieron, hacia la década de 1870, la prensa refería que la colonización se desarrollaba bajo dos formas básicas: una, “artificial”; la otra, “espontánea”. Por la primera, se referían a las iniciativas que ya narramos en general y de las cuales dimos algunos ejemplos. Allí, algunos gobiernos y determinadas empresas habían asumido un protagonismo central. Por la segunda, se referían a la gente que “viene suelta y por su propia cuenta” y que, una vez llegada, tomaba el rumbo que consideraba mejor.
Wilcken explicaba que ambos tipos eran importantes, pero también radicalmente diferentes. La “artificial” era considerada “estratégica”, porque buscaba poblar los “desiertos” y se componía de familias agricultoras que sabían soportar la “vida campesina”. Por distintas razones, incluso diplomáticas, era importante garantizar su prosperidad. La otra, opinaba, era necesaria porque aportaría los brazos para la construcción de las grandes obras del país. No era atraída por grandes compañías de colonización, sino por los armadores de buques, que enganchaban pasajeros hacia el Río de la Plata en los grandes centros marítimos europeos, personas generalmente listas para “cualquier ocupación de peonaje”.
Pese a estas diferencias, Wilcken explicaba que, en ocasiones, se superponían como el movimiento de las olas, y por eso no era fácil distinguirlas. La colonia San Carlos, como vimos, había recibido inmigrantes en distintos momentos y sus experiencias fueron muy distintas entre sí. En general, quienes llegaron más tarde, tuvieron más dificultades para acceder a la tierra, para producir y convertirse en propietarios. Las condiciones que exigían los empresarios o grandes hacendados eran cada vez más rapaces y los gobiernos estaban menos dispuestos a rescatarlos.
Como señalamos, según la terminología de la época, Wilcken habló de colonización “dirigida” y “espontánea”. Ello suponía, en principio, que una era “oficial” (gubernamental) y la otra privada. Sin embargo, como observamos, la especulación y el negocio no habían estado ausentes en los movimientos “dirigidos”. Por otra parte, la colonización producida por el inmigrante espontáneo no estuvo exenta de la injerencia estatal, aunque haya sido más indirecta.
Lejos de ser sutilezas, es importante subrayar estas distintas fusiones. En aquel entonces, fue ganando terreno la idea de que el Estado no debía intervenir más en el proceso inmigratorio y colonizador, porque, se argumentaba, era un mal empresario.
Wilcken y la Comisión de Inmigración
Como vimos en el Cuaderno 2, en la década de 1820, Buenos Aires creó un Reglamento y una Comisión para atraer labradores europeos. La misma dejó de funcionar en la siguiente década. Muchos años después, en 1854, volvió a crearse una Comisión de Inmigración. Luego surgió la Asociación Filantrópica de ayuda a los inmigrantes. En 1862, ésta fue nacionalizada y luego reemplazada por la Comisión Central de Inmigración, donde se desempeñó Wilcken.
La revolución de las ovejas
La época aquí abordada fue la de la transición de una economía centralmente vacuna a una impulsada por la “revolución del ovino”. Si bien fue una conversión específicamente pampeana, fue determinante para todo el país por su peso exportador.
A mediados del siglo XIX, el comerciante inglés Mac Cann recorrió las provincias argentinas y notó, sobre todo al sur de Buenos Aires, el creciente rol de los criadores de ovejas, muchos de ellos irlandeses y escoceses, aunque también vascos, franceses y criollos. Criaban especialmente la oveja merina, que había sido ingresada a fines del siglo XVIII y que reemplazó al ovino criollo.
Con ella, en la década de 1840, se hizo significativa la exportación de lana y se destacó en las estadísticas del comercio exterior, junto al cuero, al cebo y al tasajo que se vendía a Brasil y a Cuba para alimentar a los esclavos de las haciendas. Pero en este nuevo contexto, sucia y a granel, esta lana se transformó en el principal producto de exportación y, por ende, en un irresistible atractivo para los productores agrarios.
De alguna manera, esta producción impulsó la modernización del mundo agrario y enseñó una alternativa al dominio de la clase terrateniente ganadera y de los propietarios de saladeros. La nueva realidad permitió que viejos pequeños y medianos hacendados, y también advenedizos, con una inversión no muy significativa en animales, pudieran obtener buenas ganancias.
Se fue formando así una nueva clase de pequeños propietarios de ganado que administraba directamente su producción. Aunque estos cambios permiten hablar de un aumento de explotaciones de tierra de menor tamaño, estos hacendados no necesitaron hacerse propietarios de la misma. En general, y pese a la formación de un mercado y de la división por herencia, los grandes latifundistas mantuvieron la gran propiedad, que entregaron en aparcería o arriendo.
Esta posición de subordinación de los nuevos pequeños hacendados fue compartida por los nuevos agricultores, que asumían el compromiso de producir alfalfa. La extensión de la alfalfa vino de la mano de un nuevo método agrícola, la rotación trienal, que implicaba su cultivo intercalado con el del trigo y maíz. Así se formó también una clase de pequeños y medianos productores agrarios, chacareros, sin mucho capital, pero con trabajo familiar.
En ambos casos, primó la estrategia de los poderosos terratenientes para obtener un incremento de la renta, valorizar sus tierras y articular ganadería y agricultura, sin amenazar su dominio. Esta dinámica fue pilar para el boom agrario que se vivió desde las últimas décadas del siglo XIX.
El merino, las tierras y los pastos
El nuevo ovino refinado necesitaba de las tierras centrales, que tenían pasturas finas. Por eso, al menos por un tiempo, las vacas criollas se desplazaron hacia el sur, donde había pastos más duros. Con el tiempo, se refinaron estos pastos. Cuando ello sucedió, fue introducida otra clase de ovino, las Lincoln, de pelo más largo. Con el tiempo, las ovejas fueron llevadas hacia el sur.
En su informe de 1872, Wilcken no eludió este problema. Advirtió una clara tendencia hacia el acaparamiento y la especulación con tierras, que se valorizaban velozmente de la mano de la creciente demanda internacional de bienes primarios. Repetir la experiencia de Chivilcoy, como pregonaba Sarmiento, en un territorio plagado de latifundios, demandaba la intervención estatal. Wilcken creía que la expropiación de tierras podría resultar demasiado onerosa. Por eso, propuso proyectar la subdivisión de tierras a los costados de las nuevas vías férreas, en manos de las compañías ferrocarrileras.
El inspector comparaba las experiencias de los ferrocarriles Central Argentino y Oeste. La primera, a la que nos referimos por la colonia Tortugas, era vista como una “experiencia feliz”. Sobre la segunda, advertía: “la tierra ha permanecido en sus nueve décimas partes, tan inculta como la pampa, destinada hasta hoy mismo al pastoreo primitivo –es decir, el de estancias”. “Salvaje”, sentenciaba, era el terreno que mediaba entre Flores y Chivilcoy. En consecuencia, recomendaba sancionar una ley que obligase a esta compañía a ceder entre 60 a 70 hectáreas a lo largo del trazado ferroviario, a favor de los inmigrantes que habían trabajado en su construcción.
Dentro de estas tendencias observadas, los viejos estancieros o los nuevos empresarios rurales que hicieron su negocio con la colonización, obtuvieron un protagonismo cada vez más grande y libre de regulaciones. Las tierras se adjudicaban en concesión, a bajo costo, con el objetivo de subdividir, colonizar y vender. Como vimos, en demasiadas ocasiones, fracasados los proyectos, los empresarios denunciaron los contratos y reclamaron indemnizaciones.
Concesionar, denunciar, indemnizar
En 1863, Brougnes denunció una supuesta falta de cumplimiento del gobierno de Corrientes. Un año más tarde, en la misma sintonía, reclamó una indemnización John Lelong. En 1875, Pedro Quiroga hizo una protesta similar por la colonización de la Isla Apipe (cerca de Posadas). Contra lo que opinaba Wilcken, ello también sucedió en la experiencia del Ferrocarril Central Argentino, al que se le garantizaron ganancias extraordinarias y una legua de campo a cada costado de la vía, unas casi 350 mil hectáreas.
Esta misma actitud acaparadora existió también en experiencias de acceso a la tierra y la producción más democráticas, como fueron las colonias santafecinas. En particular cuando, frente a contextos adversos, los colonos no podían cumplir los compromisos. El protagonismo de los grandes agentes privados creó algunas oportunidades pero, al mismo tiempo, su voluntad y lógica de inversión en tierras terminó por bloquear la formación de una clase de campesinos o labradores propietarios.
Proteccionismo económico, nacionalismo y ¿reforma agraria?
El iluminismo abstracto y las ideas de la economía clásica inglesa de fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX contaban con algunos hitos: tratados de libre comercio, la invasión y contrabando de las mercaderías que ingresaban por Buenos Aires y la libertad de comercio decretada por el virrey Cisneros en 1809. Luego del triunfo patriota, predominó una política tendiente a conciliar los principios liberales con las necesidades del fisco. Esta combinación sobrevivió a las guerras civiles y el federalismo. La Constitución de 1853 y las políticas de tierras que hemos comentado expresaron muy bien esta perseverancia. El ambiente intelectual y político de la Argentina de mediados de siglo XIX era definitivamente liberal.
Sin embargo, la crítica estuvo siempre presente. Belgrano, promotor del libre comercio, sabía profesar también un pensamiento neo-mercantilista, que prescribía cierta intervención estatal. Desde sus primeros años, coyunturalmente, las Provincias Unidas (o Buenos Aires por separado) supieron aumentar los derechos de importación: con el Primer Triunvirato en 1811, bajo la brevísima gobernación bonaerense de Viamonte en 1829 y cuando, en 1835, se sancionó la Ley de Aduanas, que implica el desarrollo de una parcial política proteccionista.
En este último caso, se atendió el descontento de los agricultores bonaerenses, que reclamaban duplicar los derechos de importación de trigos y harinas del Cabo, Estados Unidos y hasta del Mar Negro. Aquella ley también favoreció a los artesanos del Litoral. Pensadores de la Generación del 37 como Esteban Echeverría y Juan Bautista Alberdi, profesaron entonces el romanticismo y el socialismo utópico, siendo críticos del liberalismo económico. De forma aislada, se esbozó una política de desarrollo económico e industrialización, basada en la protección aduanera, como la que promovió Pedro Ferré durante su mandato como gobernador de Corrientes.
Estas iniciativas no eran empujadas ni respaldaban a una clase industrialista y promotora de la independencia económica. Apenas si paliaban la ruina de las manufacturas y artesanías del país, especialmente de las provincias del interior. Por ello, la limitada política proteccionista aplicada por la Confederación Argentina fue eliminada luego del triunfo de Buenos Aires en Pavón (1861), con nuevo gobierno nacional de Bartolomé Mitre. El liberalismo se impuso sin miramientos, con la aceptación plena de las reglas de la división internacional del trabajo. Nacionalizada en 1862, la Aduana se convirtió en la clave de las finanzas estatales, siempre con fines recaudatorios, aplicando derechos transitorios y nunca superiores al 20 por ciento. No se pensaba como un medio de protección con fines de desarrollo.
Sin embargo, una serie de crisis económicas internacionales, en 1866 y en 1873, produjo novedades. Resurgieron las iniciativas proteccionistas en boca de algunos intelectuales y políticos, miembros de la incipiente burguesía industrial y de algunos actores rurales, sobre todo los laneros.
En 1866, un sector de los ganaderos alteró sus estrategias de inversión, buscando desarrollar la industrialización de la lana y la leche. Reclamaban la intervención estatal para crear fábricas de paños y papeles. Creían que el pastoreo había llegado a su límite. Ezequiel Paz, miembro de la Sociedad Rural Argentina, llegó a plantear que había que salir del “estado de barbarie” y dejar de ser la granja de Inglaterra.
En 1870, se impuso una ligera protección para las industrias azucarera (con fuerza en el noroeste, especialmente Tucumán) y vitivinícola (de Cuyo). Hacia 1875 y 1876, cuando se discutía una nueva ley de aduanas, estas iniciativas tomaron la forma de un movimiento que rompió el consenso liberal. Se puso en discusión la doctrina oficial y comenzó a discutirse abiertamente el rol del Estado en el desarrollo nacional, la transformación económica del país y la dependencia del dominio extranjero.
Algunos viejos liberales y el proteccionismo
Sin abjurar de los principios liberales, Adolfo Alsina, Nicolás Avellaneda y el propio Alberdi, se lanzaron a revisar sus viejas ideas. En una posición extrema, Alejo Peyret, director de la colonia agrícola San José, presentó ideas socialistas provenientes de la escuela histórica alemana. Con un método histórico y realista, sostenía la necesidad de examinar la historia y especificidad del país, para proponer soluciones generales.
El promotor de estos nuevos vientos fue el experimentado Vicente Fidel López. El discurso “inaugural” de esta tendencia se escuchó de su boca, el 27 de junio de 1873, en la Cámara de Diputados. Fue una declaración de principios, donde se propuso un plan integral de protección industrial. Ahondando en este naciente nacionalismo económico, Rufino Varela, ministro de hacienda de la provincia de Buenos Aires, subrayó la necesidad de no dejar escapar el ahorro del país. En una línea más intransigente, Rafael Hernández, hermano del autor del Martín Fierro, rechazaba lo extranjero, expresando la animadversión criolla.
Bajo la inspiración de López, se organizó un partido como nunca antes había existido en el país, basado antes en ideas que en personalismos: el Partido Republicano. Nació como escisión del Partido Autonomista que, como vimos, había fundado Adolfo Alsina una década atrás. Un sector de este partido se oponía a cualquier entendimiento con el mitrismo y, luego, a los acuerdos que derivaron en la creación del Partido Autonomista Nacional. De vida muy efímera, entre sus principales organizadores se encontraban Aristóbulo del Valle, Leandro Alem, Lucio Vicente López (hijo de Vicente Fidel), Pedro Goyena y Roque Sáenz Peña.
Esta tendencia incorporaba a jóvenes reformistas, periodistas y docentes universitarios, algunos de origen aristocrático y otros plebeyos. Durante la etapa alsinista, se agrupaban en el Club Igualdad y el Club 25 de Mayo. De orientación democrática, reclamaban -como lo harían luego los fundadores de la Unión Cívica Radical-, la pureza y libertad de sufragio popular y el fin de la violencia, el fraude y la intervención oficial en las elecciones. Abrazaban las ideas de la libertad civil, la Constitución, la libertad de conciencia, moral y religión. A nivel local, reclamaban la elección popular de jueces de paz, la limitación de sus facultades, y -con inspiración sarmientina- la autonomía de los municipios, con elección y gestión propia. También pedían el fin de las levas para combatir en la frontera, donde habitaban los “salvajes del desierto”.
Comuneros, socialistas y represión en Buenos Aires
En este contexto, llegaron al país inmigrantes que profesaban ideas socialistas, anarquistas, sindicalistas y republicanas. Escapaban a la represión desatada especialmente en París, luego de la experiencia revolucionaria de 1870.
En 1872 se fundó en Buenos Aires una Sección de la Primera Internacional. La AIT había sido creada en Londres en 1864, de la mano de Karl Marx, Friedrich Engels y Mijaíl Bakunin, entre otros.
Los nuevos llegados promovieron la industrialización y discutieron el problema de la tierra. Seguidores del anarquista y mutualista francés Pierre Joseph Proudhon, formaron la revista El Industrial y fundaron el Club Industrial. La prensa conservadora porteña advirtió un peligro latente y denunció a estos “comunistas” por subversión social. Un clima de xenofobia abrió el camino a la represión.
El 28 de febrero de 1875, se produjo una manifestación callejera, que terminó con saqueos y acciones anticlericales, como el incendio en el colegio El Salvador. Entonces imperaba el estado de sitio. Dos semanas después, el 14 de marzo, la policía allanó la sede local de la Sección Buenos Aires de la AIT. Secuestró literatura y detuvo a 11 militantes, que fueron sometidos a torturas. Luego de un mes, un juez los sobreseyó por no comprobarse su relación con el incendio.
En materia de tierras, estos reformistas, que organizaron el Partido Republicano, reclamaban la rebaja de su precio, que “está solo al alcance de los poderosos con gran perjuicio del progreso de la provincia”, propugnando la división de la propiedad. En 1875, en apoyo de estas ideas y a través de abundantes artículos, el diario El Nacional alentó una campaña de reforma agraria.
Por entonces, el arriendo se había transformado en la principal forma de acceso a la tierra. En las colonias, más del 60 por ciento no alcanzaban a transformarse en propietarios. En 1875, de casi 70 mil inmigrantes ingresados al país, menos de 9 mil se internaron en el campo, y no todos permanecieron. Su expulsión se explicaba por todas “las dificultades opuestas a su prosperidad”. Así lo señalaba el comisario general de Inmigración, Samuel Navarro, al Ministerio del Interior, en su Memoria de Inmigración de 1874. Navarro mismo había estado, junto a su hermano Mardoqueo, involucrado en el primer fracaso del proyecto de colonización de Sunchales.
En 1876, desde colonia Esperanza, el presidente Avellaneda pretendió desmentir este pesimismo. Ese mismo año, promovía la ley nacional de inmigración y colonización y proclamaba la entrada del país en una nueva era, “el comienzo del fin de la barbarie pastora” y el inicio de un nuevo estilo de vida rural. Sin embargo, muy pronto, los grandes ganaderos rechazaron “renunciar a los beneficios tan conocidos de la ganadería”, como sostuvo el senador bonaerense Álvaro Barros en 1875. No mucho después, Sarmiento, promotor de las cien Chivilcoy, admitió que no había triunfado el ideal de un gobernante, sino “el avance ciego y avasallador de un orden capitalista que se apresta a dominar todo el planeta”.
Para profundizar…
Para este trabajo, acudimos a las investigaciones de historia especializadas, que se dedican a esta temática y período histórico, así como a fuentes directas, que nos permiten ilustrar esta reconstrucción. Por cuestiones de espacio y para hacer más amena la lectura, evitamos las notas al pie en el texto con citas bibliográficas, pero acá les contamos a quiénes son los y las autoras a quienes deben recurrir si quieren profundizar sobre estos temas, que no son todos y todas las que escribieron, sino algunas sugerencias para comenzar.
Nueva era: Leímos a Gabriel Di Meglio, a José Carlos Chiaramonte, Miliciades Peña, Graciela Silvestri, Donna J. Guy, María Fernanda Barcos, Tulio Halperín Donghi, Sara Mata, Guillermo Banzato, Cecilia Rossi, Cecilia Fandos, Ana Teruel, Julio Djenderedjian, Susana Cricelli, Virginia Galcerán y Rosana Obregón.
Fuentes: Bartolomé Mitre, Miguel Ángel Cárcano, Guillermo Wilcken, y los periódicos La Nación Argentina (luego La Nación) y El Pueblo.
La vanguardia colonizadora del Litoral: Leímos los textos de Juan Schobinger, Gastón Gori, Marta Bonaudo, Andrés Allende, Eduardo Míguez, Ezequiel Gallo, Débora Ferreyra, Roberto Ferrero, Sonia Tell, Isabel Castro Olañeta, Aníbal Arcondo y Julio Djenderedjian
Fuentes: Bartolomé Mitre, Guillermo Wilcken, Bernardino Horne y Alejo Peyret.
Buenos Aires, la colonización y la estancia: Consultamos a Eduardo Míguez, Ricardo Ortiz, Tulio Halperín Donghi, Marta Bonaudo, Gastón Gori, Horacio Giberti, Juan Schobinger, Miliciades Peña, Sol Lantieri, Diego Abad de Santillán, Andrés Allende, Cecilia Rossi, Guillermo Banzato, Susana Cricelli, Virginia Galcerán, Rosana Obregón, Marta Valencia y María Fernanda Barcos, José Carlos Chiaramonte y María Amanda Caggiano
Fuentes: Bartolomé Mitre, Guillermo Wilcken y Joaquín Muzlera.
Indios, montoneras y colonos en otras provincias: Acudimos a los trabajos de Ariel de la Fuente, Diego Escolar, Lorena Rodríguez, Judith Faberman, Geraldine Davies Lenoble, Roxana Boixadós, Sonia Tell, Fermín Chávez, Raúl Fradkin, Cecilia Fandos, Ana Teruel, Jorge Sosa, Marcela Ferrari y Alicia Caldarone, Luis A. Tognetti, Miquel Izard, Ricardo Ortiz, Sara Mata y Daniel Campi.
Fuentes: José Hernández, Domingo Faustino Sarmiento, Juan B. Alberdi, Scalabrini Ortiz y el periódico Le Courrier de La Plata
La colonización desbordada y el negocio de la tierra: Leímos a Tulio Halperín Donghi, Daniel Santilli, Guillermo Wilcken, Horacio Giberti, Blanca Zeberio, Marta Bonaudo, Gastón Gori, María Amalia Duarte, Ricardo Ortiz, Ezequiel Paz, José Carlos Chiaramonte, Laura Cucchi, Ricardo Falcón, Eduardo Miguez, Guillermo Banzato y Cecilia Rossi.
Fuentes: Guillermo Perkins, Alejo Peyret, Miguel A. Cárcano, Jacinto Oddone y los periódicos El Tiempo y La República.